El Resucitador (19 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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Intuyendo la presencia de una figura taciturna por encima de su hombro, levantó la vista. Interpretando el gesto como una invitación, Hanratty se acomodó en el banco de enfrente con una expresión de preocupación dibujada en su rostro de duras facciones.

Sawney frunció el ceño.

—¿Qué?

—Han encontrado el cuerpo de Jem Tate. Estaba tirado en un callejón que desemboca en Thieving Lane. Le faltaban las botas, los zapatos y el calzón.

Sawney no dijo nada. Se había olvidado momentáneamente de las ganancias de la noche.

—¿Cómo murió?

—Tenía la cara aplastada. Y la muñeca rota también.

Sawney digirió la información.

—¿Y Murphy?

Hanratty sacudió la cabeza.

—No hay ni rastro de él.

Sawney se mordió el interior de la mejilla.

Hanratty se inclinó acercándose más. Las sombras bailaban sobre su coronilla. Tenía el rostro rígido y arrugado, y una barba de pocos días le ensombrecía el mentón.

—Por el amor de Dios, Rufus, te dije que era un error mandarlos tras un
runner
. ¡Te lo advertí!

Sawney dejó de masticar. Su mirada se endureció.

—Y te recuerdo que me dijiste que Tate y Murphy eran buenos.

Hanratty se arrellanó en el asiento.

—Sí, lo eran.

—No tan condenadamente buenos —graznó Sawney—, ¿no?

Hanratty se sonrojó.

—A lo mejor Murphy lo atrapó.

—Puede ser —dijo Sawney—, ¿entonces, por qué no ha venido a decírnoslo?

Ahora le tocaba a Hanratty morderse el labio.

—A lo mejor está herido y se ha escondido en alguna parte.

—Bueno, y si se encargaron de él, ¿dónde está el cadáver de ese cabrón?

—Les dije que lo tiraran a la Cloaca así las ratas dejarían el esqueleto limpio en un par de días. No lo reconocería ni su propia madre. A lo mejor lo atraparon.

—Quizá —dijo Sawney con cautela.

Arrojar un cuerpo al Fleet era un medio muy eficaz, bien probado y comprobado, de desprenderse de él. Si no querías arriesgarte a hacerlo abiertamente, por todo Warren había puntos de acceso de sobra, desde trampillas a losas que podían levantarse para arrojar cualquier objeto no deseado a la negruzca ciénaga. El Fleet era el equivalente del río Estigia, con la diferencia de que no disponía de un Caronte para guiar a las sombras de los muertos hacia el más allá, sólo de ratas.

—¿Qué hacemos?

Hanratty le dirigió a Sawney una mirada de inquietud.

Sawney reflexionó.

—Nada.

Hanratty parpadeó. El latido de un nervio le recorrió el cuello. Parecía como si se le hubiera metido por debajo de la piel un gusano que intentara escabullirse.

—Tate está muerto —dijo Sawney—. Y Murphy ausente sin autorización. Ninguno de los dos hablará. Y en lo que respecta a ti y a mí, si aparece otro de la pasma por aquí, no sabemos nada. Ninguno de los míos hablará. Tate y Murphy trabajaban por su cuenta. No hay nada que los vincule a nosotros.

—Sus nombres están en mi libro de contabilidad —protestó Hanratty.

—Pues entonces,
bórralos
—respondió Sawney con un gruñido—. Siempre fueron unos alborotadores ¿no? El Perro es una agencia de trabajo legítima, ¿no es así? En un establecimiento decente y respetable como éste, no hay sitio para ninguno de los dos.

Hanratty meditó el asunto entrecerrando los ojos. Sawney aguardó. Habría jurado oír ponerse en marcha el engranaje en la cabeza del tabernero. Finalmente, éste asintió.

—Puede que eso zanje el asunto.

—Claro que sí —afirmó Sawney—. Tú y yo tenemos un buen pacto. Y no voy a dejar que se lo lleve la corriente por culpa de un agente de la ley entrometido.

—¿Y qué pasa con Tate y Murphy?

—¿Qué pasa con ellos? Sabemos que Tate no es ninguna amenaza, sobre todo ahora que lo han desvalijado.

Sawney tenía razón. A menos que hubiera algún testigo que pudiera probar lo contrario, en lo que a ellos les concernía, Tate bien podía haber sido víctima de un ataque inesperado. No sería la única alma desafortunada a la que habían asesinado a orillas del Fleet para robarle sus botas, su camisa o su calzón. Podía ser que alguien hubiera visto a Tate salir del Perro en el día de paga y pensaría que aún llevaba dinero en sus bolsillos.

—¿Y Murphy?

—Si ese capullo incompetente asoma el careto por aquí, nuestros muchachos pueden encargarse de él. De hecho, no nos vendría mal que hicieran algunas indagaciones para averiguar (discretamente) si ha aparecido por algún sitio.

Hanratty asintió, ahora con la conciencia algo más tranquila.

—Sí, estaría bien. Y mientras están en ello, a ver lo que pueden escarbar sobre ese maldito
runner
, por si todavía anda rondando por ahí. ¿Cómo dijo Symes que se llamaba? Hawkwood, ¿no?

—Dalo por hecho.

—Bien. En ese caso, volveré a mis cuentas —dijo Sawney. Separó un montón de monedas y lo deslizó hasta el otro extremo de la mesa manchada de cerveza —Los honorarios por el almacenaje de esta semana.

Hanratty recogió el dinero en la palma de su mano y cerró después el puño. Sus dedos eran cortos y gruesos, y la piel de los nudillos estaba surcada de cicatrices. Tenía suciedad enterrada bajo las uñas mordidas hasta el nacimiento.

Sawney levantó la vista.

—Lo más probable es que Tate y Murphy cumplieran su misión, de lo contrario habría una tropa de la pasma ahí fuera aporreando la puerta. Y no la hay, así que parece que seguimos en el negocio, ¿no te parece?

—Exacto —respondió Hanratty, metiéndose su parte en el bolsillo y asintiendo.

Sawney lo vio marcharse. Quizá había sido un error ir tras el
runner.
Un vez más, Sawney se recordó a sí mismo que tenía un sustento que proteger y responsabilidades; las cuales no le salían nada baratas. Maggett y los hermanos Ragg no trabajaban por caridad.

Y después estaba Sal, claro. Tenía que mantenerla contenta. Aunque Sawney pensaba desde hacía tiempo que Sal no estaba en el ajo por dinero sino por puro placer y diversión. A veces parecía como si lo hiciera por antojo.

Sawney recordaba más de una ocasión en la que, tras una provechosa noche de
colecta
, Sal había mostrado tal excitación que habían acabado los dos bañados en sudor y más calientes que la fragua de un herrador. Sal se volvía ingeniosa cuando se excitaba; y Sawney debía admitir que una Sal ingeniosa era casi tan placentera como tener dinero contante y sonante en mano. También tenía resistencia; había ocasiones en las que Sawney tenía que hacer un esfuerzo para seguirle el ritmo.

Sawney aceptaba que Sal fuera con otros hombres. De hecho, consideraba su gusto por la independencia un alivio en comparación con sus otras relaciones. Sal necesitaba el sexo como algunas personas necesitaban alcohol. Se crecía con él. Era una prostituta; era su naturaleza. Ella se reía y decía que necesitaba el ejercicio físico. Además, decía que le ayudaba a mantenerse ágil, y sabía que a Sawney le gustaba que ella lo fuera. Ágil como una anguila.

No obstante, Sawney marcaba el límite con los agentes de policía. Sal le había dicho que estaba bromeando cuando le insinuó que le atraía el
runner
pero, por un instante, no había estado tan seguro. Había percibido un brillo en sus ojos que sugería que hablaba medio en serio. En cambio, la amenaza de Sawney sí que iba en serio. Prefería que recreara a Maggett antes que al maldito
runner.
Habiendo notado la forma en que Maggett la miraba a veces cuando creía que nadie lo veía, Sawney se preguntó si se lo estarían haciendo a sus espaldas de todas formas. Conociendo a aquellos dos, no le extrañaría nada.

La había conocido un par de años atrás, cuando Sawney la recogió una noche en Covent Garden. Acababa de vender un par de cadáveres a un profesor de anatomía de Webb Street, al sur del río, se sentía espléndido y le apetecía tener compañía; en su opinión, estaba en el lugar y en el momento oportunos. Por aquel entonces, Sal llevaba ya tiempo en el oficio, trabajando en un prostíbulo de tres plantas en Henrietta Street. El local ofrecía sus servicios a clientes a los que les gustaban las chicas jóvenes, y siendo así de bonita, con piel suave y cuerpo firme, a Sal rara vez se la veía falta de compañía, a pesar de que no era tan joven como hacía creer a sus clientes. Incluso ahora, Sawney no estaba seguro de saber la verdadera edad de Sal y se preguntaba incluso si ella misma lo sabía. Suponía que estaría rondando la veintena, aunque tenía una cabeza de vieja sobre sus hombros. Le había dicho que había perdido la cuenta de las veces que se había hecho pasar por una dulce virgen a la espera de ser deshojada por un atento caballero. Resultaba increíble que pudieran obtenerse tantas recompensas ocultando en la palma de una mano un diminuto saco de tripa lleno de sangre de cerdo que se pudiera rasgar con la afilada punta de un anillo en el instante preciso.

En realidad había perdido su virginidad a los trece años, con un compañero de copas de su padre, un obrero de Shoreditch. El colega de su padre le había dicho que no se lo dijera a nadie, que sería el secreto especial de los dos. Así que Sal no se lo había dicho nunca a nadie, hasta que se lo contó a Sawney. Además le había descrito cómo había degollado a su abusador con la cuchilla de afeitar de su padre antes de vaciarle los bolsillos y poner rumbo hacia las luces de la gran ciudad. Sawney no estaba del todo convencido de que le hubiera contado la verdad; con Sal, nunca se podía estar seguro. Tenía un carácter fuerte, de eso no había duda. Había sido testigo de ello en bastantes ocasiones, normalmente a expensas de alguna desdichada fulana que se le hubiera insinuado a alguno de los clientes regulares de Sal.

La primera vez que había ido con Sawney le había preguntado sobre las piezas dentales que éste había envuelto en un pañuelo mientras se vestía. Su expresión era tan seductora que Sawney se lo dijo.

Después de su tercera vez juntos, ella le había pedido que la llevara con él al siguiente trabajo de la cuadrilla.

—Yo podría ser vuestro vigía —le sugirió—. Nadie sospechará de una chica.

Después, dedicándole la más amplia de sus sonrisas, se lo metió en la boca y, entre jadeos, Sawney decidió que no sería una mala idea.

El reto fue convencer a los demás. Como era de esperar, la primera reacción de Maggett y de los hermanos Ragg no fue nada positiva pero, cuanto más discutían la cuestión, más aceptación fue cobrando la idea, porque
nadie
sospecharía de una chica. Si veían a una mujer merodeando sola, lo más probable era que la gente sospechara que andaba a la caza de clientes, y no que hacía de centinela para una banda de resucitadores. Desde el principio, su cara bonita había resultado ser una gran ventaja. Como en una ocasión en que un vigilante la había sorprendido en el exterior del cementerio del Saint Sepulchre. Mientras la astuta Sal se encargaba de entretener al vigilante contra la fachada principal del cementerio, Sawney y sus muchachos se las habían arreglado para sacar tres fiambres por el muro de atrás. Todos sacaron un buen partido del esfuerzo de aquella noche, incluido el vigilante, cuyo estado de aturdimiento posterior era tal, que al reanudar su patrulla, tardó unos buenos cinco minutos en acordarse de que se había dejado el farol encima del muro. Esa misma noche, el ingenio de Sal llevó a Sawney a cotas de placer que sólo habría imaginado en sus sueños más locos.

Desde entonces, nadie volvió a cuestionar el tema. Sal había demostrado su valía. De todas formas, era la mujer de Sawney, y Sawney era un mandamás: su palabra era la ley. Eso era lo único que los otros debían saber.

Sawney terminó de contar. Pronto se presentarían los demás para dividir el botín y planear su próxima incursión. Con el nuevo curso recién empezado en las escuelas de anatomía, la demanda de cuerpos no haría más que aumentar. Sólo de pensarlo, a Sawney le invadió un agradable cosquilleo de satisfacción y decidió permitirse el lujo de tomar un trago de Porter para celebrar su buena suerte y las perspectivas de negocio que vislumbraba.

—Usted es Rufus Sawney.

Más que una pregunta, era una afirmación.

Sawney dio un respingo en su asiento. No había oído a nadie acercarse. Se dio la vuelta.

Había una oscura figura de pie, por encima de su hombro derecho. Estaba muy erguida e inmóvil, como un espectro. En una de las manos sujetaba un bastón, la otra le caía a un lado. Tenía el rostro lívido, y la piel de las mejillas y la mandíbula estaba tan tirante, que su textura parecía traslúcida. Y sin embargo, no era el contorno de la cara del hombre lo que había llamado la atención de Sawney, sino el color de sus ojos que, en contraste con la palidez de la piel que los circundaba, eran los más hundidos y oscuros que hubiera visto jamás. Tan oscuros, que era difícil saber dónde terminaba la pupila y dónde comenzaba el iris. Su mirada de depredador se hacía aún más pronunciada por el saliente frontal de cabello que, peinado hacia atrás desde el borde de la frente, se asemejaba al afilado y puntiagudo pico de un ave.

A Sawney se le ocurrió que el forastero debía de haber estado sentado en la mesa contigua, oculto tras el tabique de separación. Sawney no sabía cuánto tiempo llevaría allí. Tampoco sabía exactamente por qué ese pensamiento y el tono seductor de la voz del extraño le habían parecido vagamente inquietantes. Echó una rápida ojeada a su alrededor en busca de refuerzos, pero no había ni rastro de Hanratty.

Sawney recobró la voz.

—¿Quién lo pregunta?

—Me llamo Dodd.

A Sawney no le gustaba que lo pillaran desprevenido, sobre todo en el que consideraba el corazón de su dominio personal. ¿Qué hacía ese estúpido de Hanratty permitiendo a un desconocido acercársele así como así, sin su venia?

—¿Es
usted
Sawney?

Por un momento, Sawney se sintió tentado a negarlo, pero si el extraño había estado en la mesa de atrás habría escuchado su conversación con Hanratty y por tanto conocería de sobra su identidad antes de formular la pregunta.

—¿Y qué si lo soy? —replicó Sawney amenazante.

—Quiero contratar sus servicios.

—¿De verdad? —preguntó Sawney, entornando los ojos en señal de desconfianza—. ¿Y para qué sería?

—Acopio.

Sawney parpadeó.

—Ese es su fuerte ¿no es así?

—¿Mi qué?

—Su especialidad.

—No —respondió Sawney rápidamente sacudiendo la cabeza—. Lamento decepcionarle señor, pero se ha equivocado de hombre. No estoy seguro de comprenderle.

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