Viéndola aproximarse, Hawkwood notó que las otras prostitutas parecían cederle el paso. Se preguntó si eran imaginaciones suyas, pues parecía que la mayoría de ellas intentaban evitar cruzarse con su mirada, como reconociendo su superioridad dentro de la manada. Se había deshecho de una rival más débil y las otras chicas lo sabían; y a juzgar por su comportamiento colectivo, le guardaban un intenso rencor por ello.
A diferencia de la mayoría de las otras, ésta era agraciada; eso era incuestionable. Adolecía de un cierto pavoneo que sugería que se vanagloriaba de ello. El obligado corpiño apretado y escotado sacaba el máximo partido a su pálida piel y sus finas curvas; pero era su rostro lo que llamaba la atención, sobre todo sus ojos oscuros. Hawkwood imaginó que habría sido una niña guapa que probablemente habría utilizado su belleza para conseguir sus propósitos. Su conducta demostraba una clara conciencia de sí misma. Era propia de alguien que había padecido un rosario de nefastas y degradantes experiencias a manos de los hombres y que, a fuerza de carácter, habría conseguido superarlas, con toda probabilidad, a costa de otros. En este tipo de lugar, a veces era difícil echarle edad a una persona, ya fuera hombre o mujer. Rondaría los veintitantos, adivinó, aunque podría ser más joven.
Incluso teniéndola parada ante su mesa, era difícil adivinarlo. Fue entonces cuando se dio cuenta del motivo de la confrontación.
Ella lo miró sonriendo descaradamente.
—Eres un hombre con suerte, tesoro.
—¿De verdad? —respondió Hawkwood—. ¿Y eso porqué?
—Acabo de salvarte el pellejo. Diez segundos más, y la regordeta de Lizzie se te hubiera pegado como un sarpullido. Y créeme que ha tenido unos cuantos de esos durante su carrera. Le gusta pasarlos también, si sabes a lo que me refiero.
La chica guiñó un ojo sugerentemente.
—Suerte que estabas tú protegiéndome entonces —dijo Hawkwood.
—Encantada de poder ayudarte, cariño —le puso una mano en el hombro, inclinándose hacia delante. Desde el fondo de su blusa desabrochada, el oscuro valle entre sus pechos era una tentadora incitación—. Me llamo Sal —su mirada se posó sugestivamente en la ingle de Hawkwood—. Bonito calzón —volvió a mirarle a la cara—. ¿Qué te trae al Perro? ¿Buscas compañía?
—Esta noche, no —respondió Hawkwood.
En ese momento, el cliente de la mesa contigua se puso de pie tambaleándose, se toqueteó torpemente la bragueta del calzón y lanzó una mirada hacia la salida que conducía al retrete, al fondo del local. Apenas hubo dejado libre su asiento, la chica se acercó, agarró la silla vacía y la arrastró hacia ella. Percatándose de la acción con el rabillo del ojo, el hombre se dio la vuelta para protestar.
—¿Qué demonios…?
Pero cuando su vista recayó sobre la culpable, sus varicosas mejillas palidecieron.
—¿No te importa, verdad, Charlie? —dijo la chica, sentándose—. Es que me di cuenta de que no la estabas usando —en sus ojos oscuros se reflejó un destello de luz.
Por un segundo pareció como si el hombre estuviera a punto de hablar. La indecisión recorrió su rostro. Entonces dejó caer los hombros y negó con la cabeza.
—No, no pasa nada, Sal —dijo con voz apagada—. De todas formas, mejor me marcho.
Girándose rápidamente para evitar las miradas avergonzadas de sus acompañantes, dejó la mesa y se alejó dando tumbos por el suelo cubierto de serrín.
La chica se volvió de nuevo hacia Hawkwood como si no hubiera pasado nada.
—Bueno ¿dónde estábamos? Ah, sí, decías que no buscabas compañía —enarcó una ceja—. ¿Estás seguro? Podemos pedirle a alguna de las otras chicas que venga. Allá atrás tienen habitaciones. Nos podemos divertir los tres. ¿Qué te parece? ¿Te apuntas? Yo sí —volvió a lanzarle una mirada—. Yo siempre me apunto.
—En otra ocasión —dijo Hawkwood—. Estoy esperando a alguien.
La chica se puso el dedo índice entre los labios, se lo chupó provocativamente y recorrió con la yema mojada la manga de Hawkwood.
—Pues llevas esperando un buen rato, ¿no? ¿Estas seguro de que van a aparecer?
—Le conviene hacerlo —respondió Hawkwood—. Puede ganarse una perras si lo hace —tomó un sorbo de su jarra—. Quizá tú le hayas visto por ahí. Dijo que estaría aquí. Se llama Doyle, Edward Doyle.
La chica frunció el ceño.
—El nombre no me dice nada. ¿Cómo es?
«Como un muerto», pensó Hawkwood, pero no lo dijo.
La chica escuchó a Hawkwood hacerle una descripción del aspecto que tendría Doyle si continuara teniendo pulso y la dentadura completa, y después hizo una negación con la cabeza.
—Lo siento, tesoro. Sigue sin sonarme. ¿Estás seguro de que se refería al Perro? También está el Perro y el Carro al otro lado de Long Lane. A lo mejor te has equivocado de lugar.
—Joder —respondió Hawkwood chasqueando la lengua—. Vaya suerte la mía.
—¿Qué tipo de trabajo era, si no te importa que te lo pregunte?
—Hay un tipo que quiere que le lleven cerdos ya sacrificados. Sólo es una mañana de carga y transporte, pero se puede sacar una o dos libras —Hawkwood frunció el ceño y añadió abatido—: parece que tendré que buscarme a otra persona.
—Muchos de los que están aquí estarían dispuestos —dijo la chica señalando con un movimiento de cabeza hacia la mesa de contabilidad.
Hawkwood miró en la dirección que le indicaba.
—Probablemente tienes razón. Puede que pruebe un par de sitios más primero, ya que somos amiguetes. ¿Cómo se llamaba ese sitio que dijiste? El Perro y el Carro, ¿no? Si no aparece por allí, puede que vuelva.
—Estaré deseosa de que así sea. Mientras tanto, puedo preguntar por ahí, si quieres. Si me entero de algo y vuelves, te pasaré la información. ¿Cuál es
tu
nombre, por cierto? No me lo has dicho.
Hawkwood tomó un sorbo de grog.
—Matthews —respondió con rostro impasible.
—¿Cómo te llaman?
—Jim.
Hawkwood tomó otro trago. La Porter sabía como si le hubieran echado fulminato. Evitó hacer una mueca de disgusto.
Ella volvió a sonreírle, haciéndole ver que no lo había logrado del todo.
—¿Estás seguro de que no puedo convencerte, Jim Matthews? Porque sin duda parecías algo solitario, sentado aquí tú solo.
—La respuesta sigue siendo no —contestó Hawkwood.
La chica vaciló, después se encogió de hombros con filosofía, retiró la silla de un empujón y se puso en pie.
—Bueno, nadie podrá culparme de no haberlo intentado. Tú te lo pierdes, tesoro.
Tirándole un beso, se dirigió a la parte trasera del local. Hawkwood la vio desaparecer tras la cortina de humo de tabaco y los cuerpos apretujados. Por el exagerado contoneo de sus caderas supuso que sabía perfectamente que él la estaba mirando, aunque no se volvió para comprobarlo.
Notó una evidente disminución de la tensión en la mesa contigua. La conversación, antes forzada, se volvió más animada. Un par de hombres le lanzaron miradas de curiosidad, seguramente preguntándose por qué no se había levantado para salir con la chica. «Dejemos que se lo pregunten», pensó Hawkwood. Consideró las perspectivas de la chica. Se acordó de una historia que le habían contado sobre los tiburones, esos depredadores marinos que se veían obligados a desplazarse y alimentarse continuamente para mantenerse vivos. Pensó en las chicas que ejercían este oficio. Sus vidas se asemejaban mucho a las del tiburón: se pasaban los días a la caza constante de presas. En ese respecto, todas estaban tan sumidas en la desesperación como los hombres que guardaban cola ante la mesa de Hanratty.
Hawkwood dudaba de que, tras su breve encuentro, la chica tardara mucho en conseguir compañía. Era agraciada y astuta, y había clientes por doquier, así que el riesgo de que la cola de los que buscaban compañía menguara rápido era inexistente.
Hawkwood echo una ojeada a su alrededor. Una nueva tanda de almas desconsoladas había empezado desfilar por la mesa de pago. Otra media horita más, decidió, y daba por finalizada la noche. Su mirada se cruzó con la de una camarera y levantó su jarra. Se había convencido a sí mismo de que el grog no estaba tan malo. Apenas importaba ya, porque, de todas formas, una vez tragado el primer sorbo, se perdía por completo la sensibilidad dentro de la boca.
Sawney se encontraba en el sótano, apilando cuerpos a la luz de una linterna, cuando oyó unos pasos enérgicos en la escalera.
—Su Santidad ha hecho acto de presencia, Rufus. No sabía que le esperáramos.
Sawney perjuró con vehemencia. El cuerpo que había estado intentando apoyar contra la pared estaba envuelto en una mugrienta sábana, sin embargo, los extremos de la misma se habían aflojado y el cadáver de rostro macilento, cuyo rigor mortis comenzaba a disiparse lentamente, le estaba haciendo sudar la gota gorda.
—¿Rufus?
—Te he oído, Maggsie. Que no estoy sordo, puñetas.
Sawney lo intentó de nuevo. Esta vez, logró que el brazo del cadáver se mantuviera dentro de la sábana. Suerte que era una mujer. Un hombre hubiera pesado más y sería más difícil de manipular.
—Ven aquí, sujeta esto —ordenó Sawney con brusquedad—. Esta jodida puerca se está saliendo por todas partes.
Por encima del hombro de Sawney asomó una corpulenta figura.
—¿Qué quieres que haga?
Con la cabeza, Sawney señaló el brazo, que se había salido por tercera vez.
—Que mantengas esta maldita cosa aquí metida mientras yo la envuelvo bien. Y cuidado con lo que haces. Quiero asegurarme de que la entregamos enterita.
—¿Cuánto crees que le sacarás a ésta?
Sawney buscó la esquina de la sábana.
—Cuatro, quizá —chasqueó la lengua y echó una ojeada por la habitación—. No está nada mal para una noche de trabajo.
Abel Maggett gruñó.
—Completamente de acuerdo. Aunque me costó un huevo pasarla por encima de aquella pared. La condenada ha estado a punto de fastidiarme el lomo.
El hombre corpulento presionó su mano carnosa contra la base de su columna haciendo una mueca de dolor.
Sawney examinó a su acompañante con ojos ictéricos. El mismo no era ni mucho menos un hombre de poca estatura; Maggett, empero, le sacaba más de una cuarta y era muy fornido. Matarife de profesión, Maggett era capaz de cargarse a la espalda tres cerdos muertos a la vez. La idea de que un hombre de tal envergadura pudiera fastidiarse la espalda subiendo el cadáver de una mujer por una pared de metro y medio era irrisoria. Pero así era Maggett: un tipo de lo más raro.
Después de apretar bien el nudo de la sábana, Sawney dio un paso atrás para admirar su trabajo. En total, había cinco cuerpos esperando a ser entregados: dos hombres adultos, un niño y dos mujeres. Un buen botín, sin lugar a dudas.
No obstante, Sawney sabía que tendrían que trasladarlos pronto. El tiempo invernal era una ventaja, el sótano estaba frío como un témpano. Aún así, los cuerpos no tardarían mucho en empezar a pudrirse. Sawney ya a tenía sus dudas sobre el cadáver del niño. Creyó haber detectado que estaba algo mojado cuando lo envolvía. Cuanto antes entregaran los cuerpos, mejor. Una vez iniciada la descomposición, los precios caían significativamente. También era verdad que podían descuartizarlos y vender los miembros por separado, el caso es que ése era un trabajo muy engorroso y sólo quería decantarse por esa vía en último recurso.
Se volvió hacia Maggett.
—¿Dónde está?
—En el piso de arriba.
—El hombre robusto señaló con la cabeza los cinco cuerpos envueltos en sábanas. A Maggett le recordaban capullos de orugas.
—¿Cuándo quieres trasladarlos?
—Tendrá que ser antes de que amanezca. Quizá más tarde, esta misma noche. No podemos arriesgarnos a llevarlos por las calles a plena luz del día. Usaremos el carro.
Maggett emitió un gruñido de asentimiento. Su enorme pecho parecía constreñido por la tela de la camisa y los botones de su oscuro chaleco de piel de topo.
Sawney levantó la linterna por el asa.
—Bien, veamos lo que quiere ese cabrón.
Echando una última ojeada al sótano, Sawney empezó a subir primero las escaleras y entró en la habitación seguido de Maggett. Frunció el ceño al descubrir a su único ocupante, quien se paseaba de un lado a otro cual gato enjaulado.
—Creí que teníamos un acuerdo. No ibas aparecer por aquí a menos que se te invitara. No recuerdo haber mandado que te llamaran para verte.
El sacristán Lucius Symes dejó de pasearse y parpadeó nervioso. A la luz de la vela, su rostro reflejaba un enfermizo brillo cerúleo.
—¿Y bien? —preguntó Sawney con voz ronca—. No tengo toda la maldita noche. ¿Qué quieres? Vienes a buscar tu parte, ¿me equivoco? Te dije que las condiciones eran las mismas que de costumbre. Tendrás lo tuyo cuando nosotros tengamos lo nuestro, y para eso todavía queda. Le diré a uno de los hermanos Ragg que te lleve tu parte por la mañana.
Sawney se volvió hacia Maggett, negó con la cabeza y, desinflando los carrillos, resopló.
—¡Dios!, todo este esfuerzo físico me ha trastornado la cabeza. Mataría por un trago. Tengo la garganta más seca que el coño de una bruja. El sacristán también tiene toda la pinta de querer meterse algo entre pecho y espalda. Maggsie, estás olvidando tus modales. Tráenos unas jarras y abre una botella.
Maggett frunció el ceño. No tenemos jarras, Rufus, y tampoco tengo priva.
—¡Por todos los demonios! —Sawney alzó los ojos al techo—. Estamos en una maldita taberna, ¡por el amor de Dios! Usa tu sesera.
Maggett frunció sus tupidas cejas ante el cambio detono.
Como ilustrando el argumento de Sawney, del otro lado de la pared les llegó el sonido de un torrente de carcajadas embriagadas de ginebra, recordándoles que el concurrido bar inundado de humo se hallaba a escasos centímetros de distancia.
Sawney suspiró.
—Ve a traernos algo, y dile a Hanratty que lo apunte en la cuenta.
Para una persona de su envergadura, Maggett se movía con asombroso sigilo. Sawney lo observó salir silenciosamente de la habitación, y ladeó la cabeza de nuevo entre divertido y exasperado. Maggett era un aliado incondicional con muchas cualidades excelentes: fuerza física, lealtad y obediencia siendo las más destacadas. Con todo, había ocasiones en que un poste, a su lado, era más inteligente que él.
Cuando Maggett hubo desaparecido de la vista, oyeron los pasos de una segunda persona y un frufrú de faldas procedentes del pasillo, seguidos del murmullo de una conversación. A continuación, otra figura más diminuta apareció bajo la puerta abierta. Los ojos del sacristán se abrieron un instante de par en par.