En el interior del Perro, una alfombra de serrín había conseguido absorber la mayor parte de la sangre del día; no obstante, los pedazos de intestinos machacados y los glóbulos de origen animal pisoteados que habían logrado colarse en el bar bajo las suelas de los clientes, habían contribuido a transformar lo que antes era polvo blanco en una apestosa melaza negruzca, que hacía que las agrietadas losas del pavimento parecieran haber sido impregnadas con mierda de perro.
El olor de Bedlam ya había le había parecido insoportable, pensó Hawkwood levantando su jarra, pero esto era mucho peor.
Al acordarse del hospital, el incendio y la espantosa desaparición del coronel volvieron a ocupar irremediablemente su pensamiento.
El guardia Hopkins había preguntado por qué, pero Hawkwood era consciente de que la escueta respuesta que le había dado, aunque correcta, seguía dejando muchas preguntas sin contestar.
El boticario Locke había dicho que, en un principio, el coronel había sido recluido en Bethlem porque tenía la mente trastornada debido a sus vivencias en la Península. Hawkwood conocía demasiado bien los horrores que aquel hombre habría presenciado en su calidad de médico del frente: mesas inundadas de sangre, sus colegas cirujanos con los brazos ensangrentados hasta los codos seccionando, sondeando y cauterizando jirones de carne en un desesperado intento por recomponer los cuerpos de soldados lisiados por disparos de mosquete, mutilados por sables, o hechos trizas por obuses de cañón.
Hawkwood recordaba demasiado bien sus visitas a las tiendas de los hospitales de campaña. No sólo se le había quedado grabada en la mente la imagen de los heridos y de los moribundos, sino también los sonidos que emitían. Soldados escupiendo la mordaza de cuero y gritando de agonía cuando los dientes romos de una sierra empezaban a cercenar algún hueso; los gimoteos de un joven tamborilero mientras los fórceps buscaban el huidizo fragmento de perdigón de plomo; el alarido desgarrador de un insignia moribundo con las entrañas desparramadas sobre su vientre como vísceras sanguinolentas, pidiendo la reconfortante mano de su madre. Ya fuera de las tiendas, bajo el calor y el polvo, el desagradable y dulzón olor de la gangrena procedente de grandes montones de miembros amputados infestados de moscas, flotaba en el ambiente como manzanas podridas. No era de extrañar en absoluto que el coronel hubiera perdido la razón, reflexionó Hawkwood.
Muchos hubieran considerado al coronel un salvador, un hombre con compasión que se había dedicado a preservar la vida. ¿Quién podía prever que una oscura y maligna fuerza escondida en los recovecos de su mente le empujaría a cometer dos salvajes asesinatos?
¿Era posible que junto a esa oculta malignidad siguiera ardiendo una diminuta chispa de consciencia? No sólo había asesinado al párroco; también había matado a una mujer inocente. ¿Le habría vencido finalmente la culpa? Eso parecía. Al final, atormentado por el remordimiento, el coronel se había quitado la vida.
Incluso había utilizado la campana de la iglesia para convocar a la multitud a presenciar su suicidio y cremación.
Hawkwood intentó recordar. ¿Qué había dicho el boticario Locke? ¿Qué la confesión era beneficiosa para el alma? A juzgar por sus actos, estaba claro que el coronel creía que el fuego tendría el mismo efecto purificador, aun cuando fueran seguramente las llamas del Infierno y de la condena eterna.
Aunque tal vez esa había sido precisamente su intención.
Fuera cual fuera la razón, el caso estaba cerrado. El magistrado jefe Read había expresado su satisfacción por ello. Como había anunciado cuando Hawkwood regresó a Bow Street para informarle del desenlace, esto significaba que ahora podía concentrarse de lleno en el asesinato de Cripplegate.
Y así es como, en el pestilente interior de la taberna del Perro Negro, Hawkwood se encontraba sentado con la espalda hacia la pared, sorbiendo su cerveza Porter y contemplando la estancia.
Lizzie había decidido que ya era hora de mandar a sus pretendientes a paseo. Los dos estaban prácticamente en estado comatoso. Uno de ellos tenía la cara completamente pegada a la mesa. Su respiración era cada vez más irregular y Lizzie sabía que no tardaría mucho en empezar a roncar. El otro estaba reclinado sobre el otro extremo del banco, y tenía toda la pinta de estar a punto de vomitar el contenido de su estómago sobre las losas bañadas en sangre y veteadas por el serrín.
Lizzie lanzó un suspiro. Ayudándose de su considerable peso, se abrió paso a empujones entre los dos hombres. Mientras avanzaba, uno de sus pechos consiguió liberarse con enérgico esfuerzo. Con gran desparpajo, Lizzie se metió la huidiza mama en su sitio y salió por detrás de la mesa.
Vio que el hombre de cabello oscuro no se había movido de su asiento. Quizá era necesario emplear una táctica más cercana e íntima, distinta a su anterior intento de llamar su atención desde lejos. Sin desalentarse ante la posibilidad de un rechazo, Lizzie hurgó en su corpiño y se apretujó su ya espectacular busto hacia arriba. Por experiencia, un ataque frontal normalmente solucionaba el problema.
* * *
Hawkwood contempló a la fulana librarse de las garras de sus acompañantes. Le daba la ligera impresión de que no tardaría en acercársele, a juzgar por la expresión de determinación en su rostro, y, a diferencia de las otras compañeras de su hermandad, a ésta le iba a costar mucho más aceptar un no por respuesta. Se preparó para repeler el abordaje. A no ser que tuviera la información que él buscaba, claro está: nadie conocía mejor los sórdidos establecimientos y la gente que los frecuentaba que las fulanas de la ciudad.
Durante su trayectoria como agente del orden, Hawkwood se había servido bien de las chicas de la calle. La ventaja era que rara vez era él el que tenía que tomar la iniciativa. Simplemente esperaba a que las fulanas vinieran a él. La táctica no tenía nada que ver con la vanidad. Sabía que si se limitaba a rondar un lugar el tiempo suficiente, las mujeres darían el primer paso con toda seguridad. Flirtearían, algunas más descaradamente que otras, y probarían suerte, lo que normalmente implicaba una generosa exhibición de la mercancía en oferta. Y durante el curso de sus insinuaciones él solicitaría
sus
favores en busca de información.
Y así ocurría con el caso de Doyle. En todos los antros que había visitado, Hawkwood había dejado caer subrepticiamente el nombre con el pretexto de que era un viejo conocido suyo, añadiendo que había un trabajillo a la vista con el que ambos podían sacarse unos cuantos chelines. Pero, hasta entonces, todas las respuestas habían sido la misma: nadie conocía al hombre. O si lo conocían, no hablaban. Por lo menos, aún no. Lo único que había obtenido de las chicas hasta el momento había sido las miradas de decepción —genuinas y fingidas— que le lanzaban mientras lo abandonaban para ir en busca de otra persona que
sí
estuviera dispuesta a pagar por su compañía.
Hawkwood le echó una ojeada a la fulana. No cabía duda de que se encaminaba hacia él. Tomó un sorbo de su jarra, y se puso en guardia.
Lizzie tenía ya a su presa a la vista cuando notó una presencia a su espalda.
—Búscate a otro, cariño. Ese es mío.
Su voz era baja y seductora, con la cruda aspereza propia de toda una vida consumiendo bebidas alcohólicas fuertes y castigada por humo de tabaco barato.
Lizzie notó cómo se le erizaba el vello de los brazos y de la nuca. Se dio la vuelta despacio y se vio acosada por un par de ojos azul oscuro engarzados en un delicado y pálido rostro, el cual estaba enmarcado por una maraña de tirabuzones negros azabache.
—¡Sal! —Lizzie tragó saliva nerviosamente—. No sabía que estabas aquí esta noche.
—¿De verdad, Lizzie? Y yo que pensaba que estabas evitándome —exclamó dibujándosele una sonrisa en la comisura de los labios, aunque en su tono no se percibía signo alguno de alegría. Sus oscuros ojos carecían por completo de afecto.
Lizzie se sintió empequeñecer bajo la penetrante mirada.
—Sólo intento ganarme la vida, Sal —dijo precipitadamente—. Ya sabes lo que es. Una chica tiene que ganarse el pan.
La mujer joven asintió despacio, con las manos apoyadas en las caderas, como si tratara de dar a la respuesta de Lizzie la debida consideración.
—Entonces, no estaría mal que intentaras ganártelo en otra parte.
Pese a haberlo expresado con suavidad, el tono de amenaza era evidente.
Lizzie palideció.
—No tenía intención de importunarte, Sal, de verdad.
—¡Claro que no, Lizzie! Lo sé.
La chica sonrió dulcemente posando una mano sobre el brazo de Lizzie.
Lizzie sintió que se le retraía la piel. Rezó para que no se le notara en la cara.
—¿No se lo dirás a Sawney, verdad? —balbuceó, odiándose a sí misma por el temblor de su voz.
Los ojos de la chica se entrecerraron momentáneamente. A Lizzie le recordaron a los de un gato que ha sido alguna vez domesticado y termina convirtiéndose en una criatura indómita, astuta y salvaje. Sintió cómo unas poderosas garras la asían fuertemente del brazo, provocándole una mueca de dolor.
—¿Por qué iba a hacer yo eso? —dijo en voz baja, casi en un susurro, aunque perfectamente audible—. Esto es sólo una charla tranquila entre tú y yo. ¿Sabes qué? ¿Por qué no te largas como una buena chica y no hablamos más del asunto? ¿Te parece?
Lizzie notó un vigoroso golpeteo y cayó en la cuenta de que era su propio corazón que latía con gran fuerza. Se preguntó si la otra mujer lo había percibido. Probablemente sí: los dedos que continuaban atenazándole la muñeca estaban muy cerca de su pulso. Asintió con la cabeza, notando cómo una pompa de sudor que se le había formado entre los omóplatos estallaba en lo que parecía ser un millar de gotitas de humedad. Tenía la parte trasera del vestido totalmente pegada al cuerpo, como si estuviera empapada de agua caliente.
—Gracias, Sal. No volverá a pasar. Prometido.
La chica la soltó.
—Por supuesto que no. Y ahora, ¡marchando! —Y dándole unos golpecitos tranquilizadores en el brazo a Lizzie con sus finos dedos añadió—: Y cuídate, Lizzie. ¿Me oyes?
Lizzie asintió otra vez. Girándose apresuradamente y conteniendo la respiración, se encaminó hacia la puerta. Cuando estaba a algo más de un metro, la puerta se abrió, dejando entrar una bocanada de aire frío y media docena de nuevos clientes: más hombres con los bolsillos vacíos y bajas expectativas cuyas anhelantes miradas se dirigían inmediatamente hacia la barra y a la mesa de pago en el compartimento. La mayoría venía en busca de una copa. Muchos de ellos no tendrían dinero para costeársela, pero si sus nombres figuraban en el libro de contabilidad, Hanratty les daría crédito. Sólo por esa noche, mañana ya se vería.
Si no hubiera sido la hora que era, Lizzie habría dado un rápido giro de ciento ochenta grados, haciendo ojitos y subiéndose el busto para ponerse a trabajar, pero esa noche no. Ignorando la sarta de peticiones groseras y manos sobonas, Lizzie se abrió paso a empujones entre los recién llegados y salió por la puerta abierta.
Cuando ya estaba en la calle se dio cuenta de que seguía conteniendo la respiración. Soltó el aire lentamente, emitiendo un gemido involuntario de alivio. Se miró las manos y vio que le temblaban. Cerró con fuerza los puños, se irguió y se cobijó en las sombras del costado del edificio. Apoyada contra la pared, esperó a que sus latidos se calmaran. Oyó unos pasos aproximarse en la oscuridad; otros dos hombres que entraban en la taberna. Al principio no se percataron de su presencia. Cuando lo hicieron, parecieron sorprendidos de no recibir una proposición. Lizzie, con la mejilla pegada al húmedo ladrillo de la pared, permaneció en silencio y los dejó marchar.
Entonces, mientras esperaba a recuperar su respiración normal, Lizzie cayó en la cuenta de que aún no había ganado el dinero del alquiler. Volvió la mirada hacia la entrada del pub, sopesando sus opciones. Siempre quedaban el George o el Rey de Dinamarca. La noche era cada vez más fría. La calle se había tornado de repente oscura y amenazante, y en el ambiente se respiraba un indicio de lluvia. Lizzie tembló. Apartándose de la pared, echó a andar hacia Field Lane. Aquella noche quería dormir en su propia cama. Y si ello significaba sucumbir a las libidinosas pretensiones de Luther Miggs, por esta vez, era un precio que estaba más que dispuesta a pagar.
Hawkwood había presenciado el cruce de palabras entre las dos mujeres. La expresión del rostro de la fulana de mayor edad le había parecido intrigante. En el turbio interior del pub, entre las sombras que caían sobre rasgos difuminados y arruinados por el alcohol, a veces era difícil estudiar las facciones de una persona o adivinar su estado de ánimo. En cambio, la mirada de aprensión que invadió el rostro de la gruesa fulana tras darse la vuelta y descubrir a su lado a la mujer más joven, no dejaba lugar a dudas.
Hawkwood sabía que en todos los estratos de la sociedad existía un orden jerárquico, y eso era tan válido para la profesión más vieja del mundo como para cualquier otra. La prostitución era, por naturaleza, de carácter territorial. Las fulanas protegían celosamente su territorio. No importaba si ese territorio estaba bajo un pasaje abovedado de Covent Carden, en un callejón de Saint Giles o en el pub del Perro Negro, todos se regían por la misma ley no escrita: a los intrusos se les daba su merecido. Era evidente que en el Perro se había rebasado algún tipo de barrera. Lo que desde la perspectiva de Hawkwood había sido sorprendente era que todo se había desarrollado sin dramatismo alguno. No se había producido ningún altercado histérico, ni chillidos o arañazos en los ojos. Sólo unas palabras pronunciadas en voz baja, aunque evidentemente con gran persuasión. Tenía toda la pinta de haber sido una seria advertencia.
Lo curioso era que había sido la mujer mayor la que había cedido. En circunstancias normales, Hawkwood habría esperado que fuera la fulana más joven la que se batiera en retirada, pero no había sido así. Y si había otras prostitutas ejerciendo su oficio en el Perro ¿por qué la fulana de más edad había sido la única en recibir una reprimenda?
Hawkwood supuso que se habría alejado de su guarida de costumbre y habría elegido el Perro, porque estaba bien caldeado, porque era día de cobro y quizá habría bastantes hombres con dinero en el bolsillo o con crédito para pasar el rato. El motivo de la precipitada marcha de la fulana de más edad era probablemente así de simple. Habría errado al elegir su coto de caza y la matriarca del Perro le habría ordenado que se largara, la cual, tras salir victoriosa del encontronazo, avanzaba ahora pavoneándose entre la masa de cuerpos hacia el lado de la habitación en el que se encontraba Hawkwood.