El resto del formulario era exactamente como lo había descrito Locke; un resumen conciso de las circunstancias personales del paciente. Hawkwood observó que la duración de la enajenación indicada era de cuatro meses, lo cual no parecía mucho tiempo. Aparte de eso, el resto del denso texto ofrecía escasa información sobre el estado mental del paciente, a excepción del diagnóstico definido por una única palabra. Curiosamente, no había espacio para anotar la fecha de ingreso, pero en el margen alguien había escrito con una caligrafía algo descuidada: «23 de oct. de 1809».
Siguió recorriendo el texto con la mirada, y sus ojos se fijaron en la palabra «fianza».
—¿Qué es esto?
—¿La fianza? Es simplemente un trámite de garantía. El firmante accede a cubrir el coste de la indumentaria del paciente, de su recogida si se le de de alta o de su entierro a su muerte. Es un importe preestablecido, como verá: cien libras. Tengo la del coronel aquí.
Locke sacó otro papel de entre los documentos que había encima del escritorio y murmuró enojado. De todos los papeles, el de la fianza parecía ser el más descolorido. La tinta se había corrido y el cuarto superior de la página era completamente ilegible. Haciendo una mueca, Locke alisó la página lo mejor que pudo con la palma de la mano. El resto del documento sí era legible, aunque por muy poco.
Hawkwood se fijó en las dos firmas que figuraban en la esquina inferior derecha de la página.
La primera era inteligible. Si la mitad superior del documento no hubiera estado completamente deteriorada, habría podido leerse la anotación del oficial que detallaba claramente los nombres completos, pero el daño causado por la humedad lo imposibilitaba. De todas formas, no era el nombre del primer firmante lo que había llamado la atención de Locke. Su dedo se había parado sobre la segunda de las firmas, la más legible.
«Edén Carslow, Miembro del Real Colegio de Cirujanos».
Hawkwood leyó el nombre de nuevo.
—¿El mismo
Edén Carslow?
Locke asintió. Con cierta cautela, pensó Hawkwood.
—¿Está seguro?
—Dudo que exista otro —murmuró Locke.
Aunque había muchos hombres cuyos nombres infundían un respeto inmediato, aquellos cuya reputación rozaba lo sobrenatural simplemente a causa de su profesión podían contarse con los dedos de una mano. Si el ejército tenía a Wellington y la Marina Real Británica a Nelson, el mundo de la medicina tenía a Edén Carslow.
—Dicen que gana más de quince mil al año sólo con consultas privadas —añadió Locke con un tono de sobrecogimiento en la voz—. Y que las clases que imparte a sus alumnos congregan audiencias de cuatrocientas personas o más.
—Lo cual le hace preguntarse a uno por qué se molesta en avalar una fianza de cien libras para un paciente ingresado en un manicomio —murmuró Hawkwood.
Locke permaneció callado. En un primer momento Hawkwood supuso que era porque seguía abrumado por la mención de tal eminencia, pero resultó que era porque estaba concentrado en otra de las páginas.
—Hay más —dijo Locke en voz baja pasándole la hoja—. También encontré esto.
Era una carta escrita con elegante caligrafía:
«Whitehall, 27 de octubre de 1810
Caballeros:
Mi recomendación es que se continúe reteniendo en su hospital como es pertinente al paciente lunático Tito Xavier Hyde, el cual se encuentra actualmente a su cargo. Asimismo recomiendo que se efectúen las diligencias oportunas con objeto de que se realice el pago de los costes habituales por vestimenta, etc., así como de los gastos de su funeral en caso de fallecer. Tengo el honor de ser su más humilde y sumiso servidor, Ryder».
Hawkwood leyó el texto, dándole vueltas en su cabeza. Finalmente, se apartó del escritorio y respiró hondo. Alguien tenía que decirlo.
—Bien, doctor, tengo que hacerle dos preguntas. La primera es: ¿por qué iba un hombre de la reputación de Edén Carslow a depositar una fianza por un paciente que está a cargo del centro? La segunda es: ¿le importaría decirme exactamente a cuántos pacientes se le ha denegado el alta hospitalaria debido a una nota personal del ministro del Interior?
Sawney y Hanratty se encontraban en el Perro.
—He estado haciendo algunas averiguaciones sobre ese
runner
—anunció Hanratty—, tal y como me pediste.
—¿Ah, sí? —Sawney se pasó la lengua por una caries dental haciendo una mueca de dolor al sentir el doloroso latido del nervio—. ¿Y qué has averiguado?
—Es un auténtico cabrón —dijo deslizándose por el banco de la mesa de Sawney.
—Vaya, hombre,
eso
te lo podía haber dicho hasta
yo
—replicó Sawney moviendo la cabeza incrédulo.
Siempre al acecho de oídos indiscretos, echó un rápido vistazo a su alrededor. El Perro se estaba llenando. El suelo estaba ya cubierto de cerveza desparramada, serrín negruzco y gargajos.
—Lo que quiero decir es que es más cabrón que la mayoría, y duro de pelar también.
—Por eso probablemente Tate y Murphy no han salido con vida —observó Sawney con mordacidad—. Les está bien empleado a esos gilipollas.
—Corren rumores de que estuvo en el ejército.
Sawney mostró un leve atisbo de interés.
—¿Ah sí?
—Ya sois dos, ¿no? Sería gracioso que os hubierais topado antes.
—No es probable —respondió Sawney irritado—. Me hubiera acordado. ¿Qué más has averiguado?
—¿Sobre qué?
—Sobre el precio de las manzanas. ¡No fastidies! Sobre ese maldito Hawkwood, por supuesto.
—He oído que fue el que puso a esa vieja bruja de Gant y a su prole bajo llave hace un tiempo.
—¿Aquella con el hijo imbécil?
—La misma. Probablemente anden ahora por la costa de Malabar, vomitando sus entrañas desde la cubierta de alguna maldita carraca rumbo a una colonia penal.
—Entonces quizá deberíamos invitar a ese capullo a tomarse una copa —dijo Sawney con sarcasmo.
—¿Qué te parece si le envío a
mis
chicos? Ellos se ocuparían de él —sugirió Hanratty esbozando una sonrisa torcida—. Además, les vendría bien el ejercicio.
Sawney negó con la cabeza. Ya había llegado a la conclusión de que Hanratty llevaba razón desde el principio. Enviar a Tate y a Murphy a cazar a Hawkwood había sido un error. Con la muerte de los dos, o al menos la de uno de ellos y la desaparición o clandestinidad del otro, probablemente lo mejor era que todos se calmaran.
—Nos lo tomaremos con calma durante un tiempo —dijo Sawney—. Pero mantendremos los ojos bien abiertos por si vuelve a husmear por aquí. No es que ese cabrón tenga algo de que acusarnos. Por lo que a todos los que estamos aquí respecta, Tate y Murphy no eran más que dos bandidos que probaban suerte. El sacristán ya ha pasado a mejor vida, con lo que el rastro está sepultado —Sawney sonrió—; por así decirlo.
Hanratty se rascó su incipiente barba con uno de sus dedos romos.
—¿Y qué hay de Sal?
—¿Qué pasa con ella? —los ojos de Sawney se entornaron.
—La gente de por aquí la habrá visto con Symes y sabrán que ella
lo conocía.
—Querrás decir en el sentido bíblico —replicó Sawney—, porque lo mismo podría decirse de la mitad de tus malditos clientes o al menos de todos los que hayan tenido alguna vez dinero en los bolsillo. Dios, eso incluiría a cualquier persona que siga teniendo pulso de aquí a Limehouse Reach. Además ¿quién va a irse de la lengua? Está más claro que el agua que Sal no lo hará. Todo saldrá bien. Nos tomaremos un respirito, se calmará el patio, y ese
runner
se aburrirá y se irá con la misa a otra parte. Ya han pasado un par de días.
Hanratty se removió en su asiento.
—¿Qué? —inquirió Sawney.
—He oído que tiene ojos y oídos acechando nuestro lado de la calle.
—¿Eso qué significa?
—Se ha corrido la voz de que lo han visto con ese cabrón de Jago.
—Jago?
—Por Dios, Rufus, deberías salir más. Ese está entre los que definitivamente no te apetecería encontrarte. Dirige los chanchullos de la zona de Saint Giles.
—¿Y se supone que eso debe impresionarme?
—A mi sí que me impresiona, joder —contestó Hanratty con vehemencia.
—Bueno, mientras él no se salga de su territorio y se mantenga al margen… —dijo Sawney.
—Esperemos que así sea. Aunque seguiré indagando para ver si puedo averiguar algo más. No puede perjudicarnos echarle un ojo a la competencia —Hanratty acumuló flema y la escupió—. Y por lo que respecta a los demás, no nos moveremos del asiento, ¿no?
—Serás tú el que no se mueva de su asiento —replicó Sawney—; a algunos de nosotros nos queda trabajo por hacer.
Hanratty frunció el ceño y se pasó una mano por la coronilla.
—Creí que habías dicho que nos lo tomáramos con calma.
—Eso dije, pero eso no significa que debamos paralizarnos por completo. Tenemos bocas que alimentar. Interrumpiremos nuestros asuntos habituales pero tengo un cliente que está dispuesto a pagar un buen dinero por entregas especiales. Eso nos tendrá liados una temporadita.
—¿Tienes un encargo? —se interesó Hanratty.
—Puede ser. No lo sabré hasta que me den luz verde. Me reuniré con él más tarde. Por cierto ¿has visto a Maggsie o a los hermanos Ragg?
—Creo que Maggett está en su corral. Los hermanos Ragg se llevaron a un par de chicas arriba hace un buen rato. Les gusta montárselo juntos e intercambiar cuando van por la mitad. Tengo que confesar que a mí no me cogerían metiendo mi picha en ningún sitio en el que hayan estado esos dos.
Sawney no hizo comentario alguno. Hacía mucho tiempo que el apetito de los hermanos Ragg había dejado de impresionarle, repelerle o incluso interesarle. Mientras cumplieran su parte y acataran las órdenes, a Sawney no le importaba en lo más mínimo lo que hicieran el resto del tiempo. Por lo que a él concernía, incluso le traía al fresco que tuvieran arriba una manada de monos y una banda de majorettes, siempre que no hicieran mucha bulla ni atrajeran la atención de las fuerzas de la ley, por supuesto.
Claro que eso no significaba que Sawney no pudiera permitirse saciar sus propios apetitos. Tenía varias horas que matar antes de la visita que debía hacerle al doctor. Sal estaba en el piso de arriba, y cuando la dejó para bajar a tomarse una rapidita, su mirada le había dejado bien claro que en cuanto hubiera saciado su sed, más le valía apresurarse en regresar. Cuando Hanratty se alejó de la mesa y regresó al mostrador, Sawney se deslizó por el banco y se dirigió hacia las escaleras. Sería una lástima desaprovechar la oportunidad, pensó.
James Read frunció el ceño.
—¿Edén Carslow
y
el ministro del Interior? ¿Y cuál fue la respuesta del boticario Locke?
—No me respondió a la pregunta sobre Edén Carslow. En cuanto al otro, dijo que conocía otro caso en el que el ministro del Interior había denegado el alta, y era Matthews.
—¿Matthews?
El magistrado jefe levantó la cabeza.
—James Tilly Matthews. Al parecer lo encerraron hace quince años tras haber acusado de traición a lord Hawkesbury. Pensaba que los franchutes revolucionarios le controlaban la mente. Pero claro,
estaba
loco de remate. Lo curioso es que el ministro del Interior sólo tardó un año en denegarle la libertad a Hyde, mientras que en el caso de Matthews tardó doce, y para entonces el hombre al que había acusado de traición se había convertido en ministro del Interior, así que no es en absoluto extraño que no aprobara su liberación.
El semblante de Read permaneció impasible.
—Matthews… Sí, creo que recuerdo el caso. ¿Dice que continúa siendo un paciente?
Hawkwood asintió.
—En lo que a ese se refiere, le han echado el cerrojo y han tirado la llave. Y si hay algo que añadir sobre nuestro coronel, es que no es un desconocido entre los poderosos.
—Eso es lo que parece —murmuró Read.
—Pero sigo sin saber por qué —prosiguió Hawkwood—. De hecho, no dispongo de más información que antes de mi visita. Sus malditos archivos me han sido igual de útiles que una mula de una sola pata… Espero que los nuestros sean mejores, por cierto. Me interesaría saber por orden de quién fue ingresado. Por lo que he podido comprobar, no tenía familia, ni esposa. Hubo una hija, Locke me lo comentó en mi primera visita, pero murió.
Read frunció el ceño.
—¿Qué está insinuando?
—No lo sé. El parte de ingreso dice que lo ingresaron en el hospital en octubre de 1809 y para aquel entonces llevaba cuatro meses en estado de melancolía. Así que los primeros síntomas se habrían manifestado en junio. ¿Dónde se encontraba en aquellos momentos? —Hawkwood se mordió los carrillos—. Claro que las otras opciones posibles, aparte de la melancolía, eran manía o demencia. Pero él no padecía ninguna de las dos. Quizá el historial era impreciso a propósito.
—¿A dónde quiere llegar…?
—Según los documentos hospitalarios el único mal que ha sufrido hasta la actualidad es melancolía. Y, sin embargo, doce meses después de su ingreso, nos encontramos con una nota remitida por Whitehall (nada más y nada menos que del mismísimo ministro del Interior) recomendando que lo mantengan encerrado, lo que parece un poco demasiado severo. Bien, pues mi teoría es que si uno recibe una recomendación de Whitehall, no se trata en realidad de una recomendación, sino de una orden.
—Disculpe, Hawkwood, pero no acierto a comprender.
—Me refiero a que Locke no consideraba a Hyde una persona peligrosa, y mucho menos asesina. Nadie en el hospital le consideraba como tal. Pero si, como sospechamos, el coronel llevaba tiempo planeando el asesinato y su fuga, entonces quizá tenía esa tendencia asesina desde el principio y ese hecho se mantuvo oculto, lo que significaría que las únicas personas que conocían su verdadera personalidad eran las mismas que organizaron su detención y denegaron su libertad.
—¿Está sugiriendo que lo ingresaron bajo un diagnóstico falso? Pero ¿por qué? ¿Cuál habría sido la razón?
—Quizá es eso lo que deberíamos intentar averiguar. En primer lugar me gustaría saber cuál es la relación entre el coronel Hyde y Edén Carslow. Eso ciertamente me intriga.
—¿Tiene intención de interrogar a Carslow? —preguntó Read.
Había un claro tono de cautela en la voz del magistrado.
—Le prometo que seré cortés —replicó Hawkwood antes de poder contenerse.