El Resucitador (31 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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—Tendrá que serlo. Carslow tiene amigos poderosos. Tiene influencia.

—Eso me suena. ¿No es lo que dijimos sobre ese maldito lord Mandrake?

—No, eso era lo que pensamos de William Lee. Por lo que sabíamos, lord Mandrake no era más que otro de sus amigos bien situados.

—Que resultó ser un cabrón traicionero —soltó Hawkwood.

Lee era un aventurero americano quien, con el apoyo de lord Mandrake, había sido el cabecilla de una trama urdida por los franceses para asesinar al príncipe de Gales. Lee murió en el atentado; Mandrake cogió un barco en Liverpool y escapó cruzando el Atlántico.

—En efecto. Por otra parte, Carslow es probablemente el mejor cirujano del país. Su aportación a la medicina ha sido extraordinaria. Usted dijo antes que quizá tuviera que levantar más de una ampolla. Y en lo que se refiere a Edén Carslow, sería sensato que se anduviera con mucho cuidado. Hablo en serio, Hawkwood. Aunque tengo una gran confianza en su instinto investigador, hay otras personas de temperamento… ¿cómo se lo explicaría?… refinado, que podrían interpretar su estilo directo como una actitud recalcitrante hacia la autoridad. Le insto a que se muestre circunspecto.

—Sí, señor. Entendido. En ese caso, ¿puedo ofrecerle el mismo consejo en su trato con el ministro del Interior?

Read parpadeó.

—¿Cómo dice?

—Bien, es que se me ocurrió, que mientras yo interrogo a Carslow sobre su relación con el coronel Hyde, usted podría servirse de su competencia para averiguar por qué el ministro del Interior Ryder sintió la necesidad de añadir su nombre a la lista de personas que hubieran preferido que el coronel permaneciera en Bethlem.

—Tiene usted una cara más dura que el mismísimo diablo, Hawkwood.

—Sí, señor. Gracias, señor. ¿Entiendo que eso es una confirmación de que hablará con el ministro del Interior? Después de todo, usted se reúne regularmente con él para tratar asuntos de seguridad. Sería una pena no sacar ventaja de ello. ¿O le parece que estoy siendo recalcitrante, señor?

—Está rozando la insolencia, lo que demuestra mi argumento —espetó Read.

—¿Pero le hablará usted?

Read suspiró.

—Uno no le habla
al
ministro del Interior, Hawkwood; uno habla
con
él. Y sospecho que el mismo principio podría aplicarse a su inminente conversación con Carslow.

—Lo tendré en mente —respondió Hawkwood.

—Asegúrese de que es así. Y ahora ¿tenía algo más que añadir? ¿Una regañina pública al Primer Ministro, quizá?

—Posiblemente —respondió Hawkwood dirigiéndose a grandes zancadas hacia la puerta—. El día aún no ha acabado.

Capítulo 13

El aula estaba llena a rebosar; ya no quedaban asientos. Las cinco gradas en forma de herradura que ascendían desde el suelo del anfiteatro le recordaron a Hawkwood a la estructura inclinada de una gallera. Incluso el ambiente era similar: espectadores apiñados, un vibrante murmullo de conversaciones, y la exacerbada sensación de expectación de una multitud a la espera de que comenzara el espectáculo.

Hawkwood se había presentado en el hospital Guy, donde al anunciar su deseo de ver al cirujano jefe recibió un rechazo frontal. El señor Carslow estaba a punto de realizar una intervención quirúrgica. Los asuntos policiales tendrían que esperar. Consciente de que no le quedaba otro remedio que esperar el momento oportuno, la curiosidad llevó a Hawkwood a buscar un sitio en la galería entre los demás asistentes.

Hacía calor en la sala debido a la gran afluencia de público. Se quitó el abrigo y lo colgó en la barandilla de madera que tenía delante. Desde su sitio en la grada superior, paseó la mirada por un mar de jóvenes que aparentaban no tener más de quince o dieciséis primaveras. Aunque algunos de los muchachos que habían combatido bajo sus órdenes en la Península no eran mucho mayores que ellos.

Levantó la vista hacia el techo. El teatro estaba iluminado por una gran claraboya, más unos candeleros que colgaban del centro de la estancia gracias a un sistema de poleas. Justo debajo de la claraboya, en medio del escenario, se encontraba la mesa de operaciones. Era un mueble macizo con un cabezal unido por bisagras a uno de los extremos y con una hoja extensible en el otro. Debajo de la hoja, sobre el suelo cubierto de serrín, había una bandeja grande alargada con más serrín en su interior. En la esquina del anfiteatro había un gran armario. De la pared del fondo, colgaba una pizarra rectangular bajo la cual se encontraban dos mesas de menor tamaño y una pequeña vitrina de roble.

Habían colocado varias sillas en el suelo mirando hacia la mesa de operaciones. Eran los asientos de los visitantes ilustres, algunos de los cuales ya habían ocupado su sitio. El escalón inferior del graderío semicircular estaba reservado al personal médico del hospital, mientras que los superiores alojaban a los estudiantes.

Los ojos de Hawkwood captaron un movimiento en el suelo de la sala que provocó un murmullo de voces y se disipó inmediatamente cuando la multitud cayó en la cuenta de que eran simplemente los auxiliares que traían sábanas, toallas y una jarra de agua caliente. A pesar de ello, la sensación de expectación se mantuvo puesto que se había hecho patente que la intervención y la clase iban a comenzar en pocos minutos. Los dos auxiliares, completamente ajenos a la reacción provocada por su entrada, se dedicaron a su labor concienzudamente y sin prisas, colocando las sábanas en el centro de la mesa, y las toallas y la jarra en la vitrina de roble, junto a una palangana esmaltada.

Cerca de la mesa principal de operaciones habían puesto otra cuadrada más pequeña sobre la cual había una caja honda de madera y un diminuto cuenco de estaño. Uno de los auxiliares empezó a sacar instrumental quirúrgico de la caja y a depositarlo sobre la mesa. Cuando terminaron de colocar todos los utensilios, se apartaron a un lado de la sala y se quedaron allí de pie, esperando en silencio con las manos tras la espalda.

De repente, la intensidad de la conversación decayó. Hawkwood notó cómo los estudiantes a ambos flancos se ponían tensos. Entraron tres hombres por una puerta de la esquina del anfiteatro, cuyos sus pasos resonaban sobre el piso de madera. Dos de ellos iban ataviados con oscuros fracs, y el más joven llevaba del brazo a un tercero, vestido con un camisón largo hasta los tobillos y pantuflas. El hombre joven conminó al individuo con ropa de dormir a acercarse a la mesa, invitándole a sentarse y dejando que su acompañante tomara la palabra.

Así que este era el gran hombre, pensó Hawkwood.

Carslow tenía presencia, de eso no había duda. Alto, de buena constitución, de porte casi militar y una ancha frente coronada por un cabello peinado hacia atrás. A Hawkwood su elegante talla y firme y resuelta mirada le recordaron a Arthur Wellesley.

En el aula se hizo un silencio.

—Litotomía, caballeros. Cortar la piedra. Del griego:
lithos,
piedra, y
thomos,
cortar. La extracción de uno o varios cálculos que no pueden expulsarse por los canales naturales y por tanto han de ser extraídos mediante incisión quirúrgica.

El orador se volvió y señaló al hombre del camisón.

—El paciente es un hombre de cuarenta y tres años y es comerciante de profesión. Sus síntomas, dolor abdominal y malestar agudo al orinar, indican la presencia de una piedra en la vejiga. Esta tarde realizaré la extracción del objeto causante de las molestias.

Los espectadores volvieron la cabeza hacia el paciente sentado sobre la mesa. Tenía la frente resplandeciente por el sudor. Bajo sus axilas se veían manchas oscuras y se podía apreciar un temblor en su pierna izquierda. El hombre parecía aterrorizado.

—La intervención para la extracción de una o varias piedras es una de las más importantes que puede realizar un cirujano. No sólo requiere exhaustivos conocimientos de anatomía, sino una mente que nunca vacile y una mano que en ningún momento tiemble —Carslow interrumpió su alocución y recorrió con una mirada severa los rostros de sus espectadores. Después, el cirujano se volvió hacia los auxiliares que esperaban y se quitó el abrigo—. Comencemos.

Un auxiliar dio un paso al frente para coger el abrigo del cirujano, cambiándoselo por un delantal que colgaba de un gancho junto a la puerta.

Carslow se dirigió de nuevo a sus oyentes.

—Existen sólo dos vías seguras para penetrar en la vejiga; la primera es directamente desde arriba, a través de la parte inferior del abdomen. Esto es lo que se conoce como intervención superior. La segunda es a través del perineo, y se denomina intervención lateral. La segunda es la que voy a realizar hoy. Sin embargo, antes de comenzar, necesitaré la ayuda de otros dos asistentes.

Carslow posó el dedo índice en los labios y recorrió con la mirada las gradas semicirculares. Hawkwood, que presenciaba la escena desde arriba, tuvo la impresión de que se trataba de una farsa interpretada antes de cada operación. Vio a los alumnos darse codazos y sonreír como si se tratara de una competición en la que el capitán del equipo tenía que elegir a su brazo derecho.

La mirada del cirujano se detuvo en la segunda grada inferior, a la izquierda de donde se encontraba Hawkwood de pie. Carslow señaló hacia allí.

—Usted, señor, y el joven caballero de su derecha; sean tan amables de unirse a nosotros. Sus nombres, por favor. El señor Listón y el señor Oliver, ¿no es así? Muy bien, les ruego que asistan a mi colega, el señor Gibson; él les dará instrucciones.

Carslow condujo a los dos estudiantes hasta su acompañante, que permanecía de pie junto a la mesa con una mano tranquilizadora sobre el hombro del paciente.

—Veamos, caballeros, tengan la amabilidad de colocar al paciente en la posición adecuada para la litotomía.

Los espectadores presenciaron cómo elevaban el cabezal de bisagras hasta formar un ángulo agudo y lo fijaban en esa posición. Cubrieron la mesa con una tela de lino y luego recostaron al paciente boca arriba, con las manos a los lados y la nuca apoyada en la tabla inclinada. Le extendieron las piernas hasta que sobresalieron del borde de la mesa y quedaron por encima de la bandeja de serrín.

Le subieron el camisón al paciente, remangándoselo sobre el pecho. El hombre no llevaba nada debajo. Tenía la piel blanca como el papel. Siguiendo las instrucciones de Carslow, le inmovilizaron los tobillos con correas; y después de que el cirujano diera nuevas indicaciones con un gesto de cabeza, le plegaron las rodillas al paciente hasta el pecho, separándole las piernas hasta dejar los genitales y las nalgas completamente descubiertos.

Carslow volvió a dirigirse al público.

—Hay que inmovilizar al paciente y mantenerlo absolutamente inmóvil. El más mínimo desvío, un resbalón de la cuchilla, por ejemplo, podría provocar una lesión fortuita en la pierna o en el recto del paciente, incluso en el dedo del cirujano, y no queremos que eso ocurra ¿verdad?

Una marea de risas afables recorrió la sala. La mirada de alarma en el rostro del paciente dejaba bien claro que en la sala había al menos un hombre que no compartía el sentido del humor del cirujano. Su cuerpo temblaba visiblemente.

Carslow se acercó a los pies de la mesa de operaciones. Paseó las manos por la fila de instrumentos.

—Señor Listón y señor Oliver, una muñeca cada uno, si son tan amables. Señor Allerdyce and señor Flynn, les ruego que sujeten los tobillos y las rodillas del paciente. Hay que agarrarlo bien fuerte, caballeros. ¿Está usted listo señor Ashby?

Era la primera vez que se mencionaba el nombre del paciente. Pero a juzgar por la afligida expresión de su rostro, Hawkwood sospechó que el pobre hombre probablemente se había olvidado de su propio nombre. Hizo un levísimo movimiento afirmativo con la cabeza.

Carslow le dirigió una mirada interrogante a los auxiliares, a los dos estudiantes y a su colega, Gibson. Los cinco ayudantes le respondieron con un cabeceo afirmativo casi imperceptible. Hawkwood vio cómo los músculos de los antebrazos se les tensaban por el esfuerzo.

El cirujano bajó la mano hacia la mesa. Cuando apareció a la vista, sujetaba una varilla de metal del grosor de una brizna de paja, con un extremo curvo similar al del un anzuelo de pesca sin lengüeta. La levantó para que la audiencia la viera.

—La sonda de la vejiga. Fíjense en la ranura de la curva exterior de la misma.

Sujetando la varilla con la mano derecha, Carslow se inclinó hacia delante, agarró el flácido miembro viril del paciente con la mano izquierda, lo levantó, y sin pausa alguna, empezó a introducir el extremo de la varilla por la punta del pene, empujándola hacia dentro.

«¡Dios bendito!», Hawkwood apretó los puños ante lo inesperado de la acción.

Un aullido de dolor brotó de la boca del paciente y su cuerpo se arqueó. La mesa se convirtió en un caos de brazos y piernas que se agitaban frenéticamente.

—¡Agárrenlo bien, caballeros! ¡Agárrenlo! ¡Tranquilo, señor Ashby! ¡Tranquilo!

Por la rapidez con la que los dos auxiliares tensaron las correas, era evidente que estaban bien acostumbrados a forcejear con pacientes. Sin embargo, a pesar estar agarrando con fuerza, la ferocidad de la resistencia había cogido desprevenidos a los dos estudiantes. Sólo gracias a la ayuda del asistente principal del cirujano, Gibson, que se tumbó encima del pecho del paciente, lograron al fin volver a sujetarlo bien.

Tardaron unos cuantos segundos en inmovilizar al hombre sobre la mesa. Durante toda la maniobra, el paciente continuaba meneando la cabeza de un lado a otro como un pez recién pescado.

Hawkwood se notó las palmas de las manos resbaladizas por el sudor. Había sido una escena extremadamente turbadora. Cuando penetró la sonda, ninguno de los presentes era capaz de evitar imaginarse a sí mismos en el pellejo del paciente.

Ignorando los gritos de este último, Carslow siguió donde lo habían interrumpido. Agarrando la varilla de metal una vez más, comenzó a empujarla hacia el interior del pene. Su voz seguía teniendo un tono comedido, aunque hablaba más alto que al inicio, para contrarrestar el ruido del hombre que forcejeaba sobre la mesa.

—Introducimos la varilla por la uretra hasta la vejiga, así, y escuchamos…

Al oír las palabras del cirujano, Hawkwood se dio cuenta de repente de lo callada que se había quedado el resto de la sala. Era como si todo el mundo contuviera la respiración. Incluso los alaridos del paciente decayeron hasta convertirse en una sucesión de gemidos apagados, aunque el dolor debía ser atroz. Entonces, para sorpresa de Hawkwood, el cirujano se inclinó hacia delante y apoyó la oreja en la base de la verga del paciente.

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