Alentado por una nueva inyección de confianza en sí mismo, Hopkins hincó los hombros y empezó a cavar.
Quince minutos más tarde, el guardia cesó de cavar. Pese al frío, el trabajo le estaba resultando un tanto acalorado. La capa superficial de tierra estaba dura, pero la más profunda estaba húmeda y pesada y se pegaba a la hoja de la pala como cagadas de perro frescas. La lluvia hubiera sido una bendición. Al menos, serviría para refrescarle. Se quitó la gorra y la chaqueta y las colgó de una lápida. Tomando una bocanada de aire, se sacó un pañuelo del bolsillo del chaleco y se secó la frente. El anciano tenía razón, estaba tardando más de lo que esperaba. Echo un rápido vistazo por encima de su hombro, casi esperando recibir una fría y dura mirada, pero Hawkwood estaba de espaldas a él. Envuelto en su abrigo de montar, el
runner
parecía absorto en sus pensamientos, oteando el cementerio como un vigía en lo alto de un mástil. Hopkins se preguntó qué le estaría pasando por la mente.
—Ya no falta mucho —observó el asistente parroquial Pegg, interrumpiendo sus pensamientos—. Está casi a punto de alcanzarlo.
Tardó otros diez minutos. Cuando hubo cavado hasta la tapa del ataúd, Hopkins, ya contaba las ampollas de las manos y el número de músculos doloridos en sus dorsales. Su rojizo cabello se le pegaba al cuero cabelludo.
Bajo la atenta mirada del asistente, el guardia extrajo los últimos restos de tierra y esperó a recibir órdenes.
Hawkwood observó el interior de la fosa y divisó la archiconocida raja dentada que atravesaba la tapa del ataúd.
—Ábralo.
Hopkins tragó saliva nervioso.
—No se preocupes —dijo Hawkwood—. Está vacío.
El asistente parroquial y el guardia se giraron y lo miraron.
Hopkins encajó la hoja de la pala bajo la tapa y se apoyó sobre el mango. Después, invadido por una escalofriante sensación de pavor, hizo palanca y levantó la parte resquebrajada de la tapa hacia un lado de la tumba.
—¿Y bien? —preguntó Hawkwood.
Hopkins se arrodilló e inspeccionó el interior del ataúd abierto, arrugando la nariz al sentir cómo el penetrante olor a tierra arcillosa le daba de lleno en la cara. Levantó la vista.
—Tenía razón. No hay nada. ¿Cómo lo sabía?
Hawkwood ignoró la pregunta.
—¿Cómo iba vestido cuando lo enterraron, señor Pegg?
—Con su traje de los domingos.
—Dijo que no había ningún cadáver, guardia. ¿Hay alguna otra cosa? ¿Ropa, quizá? Métase y eche un buen vistazo. Hurgue bien a su alrededor.
El guardia hizo lo que se le ordenaba. «¿Que hurgue bien a mi alrededor?» Iba a necesitar un uniforme nuevo después de esto, pensó desalentado. Levantó la vista e hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No hay nada.
—¿Está seguro?
—Sí, señor.
¿Por qué insistía Hawkwood tanto? Se preguntó.
—Bien, puede salir —Hawkwood le tendió una mano. Hopkins la agarró y cogió impulso para trepar hasta el borde exterior—. Y ya se lo he dicho: no me llame señor.
El guardia se sonrojó.
—Los cabrones se lo han llevado —dijo Pegg escupiendo otro esputo de flema al suelo.
—No —dijo Hawkwood—. No fueron ellos.
El asistente señaló hacia el ataúd abierto con un movimiento de cabeza.
—El puñetero está vacío ¿no? ¡Claro que se lo llevaron ellos!
Hopkins ignoró el arrebato.
—¿Cómo sabía que estaría vacío? —volvió a preguntar.
Su camisa tenía manchas oscuras de sudor por la zona de las axilas a causa de la excavación. Se sacudió el calzón para limpiarse los restos de barro más difíciles y cogió su gorra y chaqueta.
—No lo sabía; no con toda seguridad. Fue un presentimiento. Quería confirmarlo.
—¿No habrá sido la Cuadrilla de la Comuna?
—¡Ruines cabrones! —rugió el asistente entre dientes sin dirigirse a nadie en concreto.
Hawkwood negó con la cabeza.
—No fueron los resucitadores.
Pegg volvió la cabeza.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Hopkins.
—Porque el que lo haya desenterrado se lo ha llevado absolutamente todo —contestó Hawkwood.
Hopkins bajó la mirada hacia la fosa.
—No comprendo. —Un cadáver es juego limpio. Si te llevas el cuerpo, la ley no te puede hacer nada. Pero si te llevas la ropa, se trata de un robo. Te pueden condenar por ello. Lo mismo da si llevaba puesto una bata o un sudario. Dos semanas de travesía encerrado en una carraca rumbo a Australia, a la colonia penal de Botany Bay. En cambio, ahí abajo no queda nada, aparte del ataúd. Quienquiera que lo haya hecho se lo llevó todo. Si
hubieran
sido los alzamuertos, habrían dejado la ropa.
—Si no fueron ellos ¿quién fue? —preguntó Hopkins desconcertado.
Hawkwood no respondió. Al principio había explicado a Hopkins lo que iban a hacer, pero no le había dicho la razón que se escondía tras la exhumación; por el momento se contentaba con que el guardia siguiera sin saberlo. De todas formas, había concluido Hawkwood, probablemente era mejor que sólo él y el magistrado jefe conocieran la dimensión completa de su fracaso y bochorno si se demostraba el error de su teoría.
Miró hacia la iglesia, y hacia la torre y los muros que seguían en pie. Después se volvió hacia el asistente parroquial.
—El hombre que estaba enterrado aquí, ¿cómo murió?
—Cruzando la calle. Lo atropelló un carruaje. El cochero perdió el control. El pobre diablo quedó atrapado bajo las ruedas y su cuerpo fue arrastrado casi hasta el final de la calzada antes de que pudieran detenerlo. Quedó hecho trizas. No fue una escena nada agradable.
El cadáver del hombre examinado por el cirujano Quill tenía, entre otras cosas, una pierna y un brazo rotos y el cráneo fracturado. Tanto el cirujano como Hawkwood habían aceptado las pruebas sin cuestionarlas porque concordaban con las lesiones producidas por una caída desde una altura considerable. Pero también podían haber sido causadas por el impacto contra un carruaje que pasaba a gran velocidad.
En cualquier casi, si Hyde había desenterrado el cuerpo sustituyéndolo por el suyo propio, aún quedaba por resolver la cuestión de cómo había escapado del incendio. Hawkwood y una veintena de testigos vieron como se arrojaba al fuego. Y, en aquellos instantes, el lugar ya estaba siendo consumido por las llamas. Hawkwood siguió mirando hacia la torre, que descollaba en el frío cielo invernal.
—Traed las linternas —ordenó.
El guardia y el asistente se miraron. Ninguno de los dos dijo nada, aunque la pregunta no formulada quedó flotando en el aire. Después, cogiendo cada uno una linterna, echaron a andar tras Hawkwood en dirección a la iglesia.
Cuando llegaron, Hawkwood levantó la vista. La distancia entre la ventana de la torre y el suelo era elevada. Hyde no había vacilado ni por un momento al arrojarse a las llamas. En un segundo estaba allí, y al siguiente se había esfumado, y su salto había coincidido con los tañidos de la campana. Nadie podía haber sobrevivido a la caída, ni al incendio. Hawkwood había oído hablar de un ave, el Fénix, que se consumía por la acción del fuego cada quinientos años, para resurgir de sus propias cenizas rejuvenecida. Pero aquello era una leyenda, y esto no era un ave sino un hombre. Y del montón de cenizas no había resurgido nada, exceptuando quizá el propio olor de las mismas.
Hawkwood se dio la vuelta. El asistente estaba apoyado contra un lienzo del muro y respiraba con dificultad.
—La iglesia —inquirió Hawkwood—, ¿cuando la construyeron?
El anciano parpadeó reaccionando ante la nueva pregunta.
—Este no es el edificio original —añadió Hawkwood.
—Pues claro que no lo es.
—Es porque el anterior se incendió también —prosiguió Hawkwood—, ¿No es cierto?
—Eso lo sabe todo el mundo. Terminó todo el maldito edificio envuelto en llamas, y la mitad de la ciudad con él.
Había ocurrido ciento cincuenta años atrás, o algo así, aunque eso no cambiaba nada; y todavía había partes de la capital que no se habían recuperado. Según se decía, se inició en una panadería, así que las casas de madera que se apiñaban unas contra otras no tuvieron posibilidad de salvación. El gran incendio de 1666 se había propagado por la ciudad destruyéndolo todo a su paso, todas las iglesias parroquiales incluidas, a excepción de un puñado, cuya reconstrucción había sido encargada por el rey al arquitecto Wren. Se habían terminado más de cincuenta. La de Saint Mary era una de tantas otras que se habían construido sobre los cimientos del templo anterior; una especie de Fénix de ladrillo, cristal y piedra.
Hawkwood agarró el brazo del asistente parroquial.
—¿Tiene cripta?
El asistente hizo una mueca.
—Pues claro que tiene una maldita cripta. Es una iglesia, ¿no?
—¿Dónde está?
El anciano tiró del brazo para liberarse y señaló hacia un montón de escombros y cascotes quemados que parecían ser la consecuencia de un bombardeo perpetrado por una batería de obuses.
—¿Dónde cree que está? Pues bajo esa mole.
—Enséñemela —dijo Hawkwood.
El asistente masculló algo ininteligible entre dientes, como si estuviera hasta el gorro de que le dijeran lo que tenía que hacer, pero después les hizo una señal con el dedo y se acercó con paso firme hacia el edificio en ruinas con Hawkwood y el guardia a sus espaldas.
Pisando con cuidado entre los escombros, el asistente los condujo hasta lo que había sido la cabecera de la nave. El olor a carbón flotaba en el aire. La lluvia había transformado las cenizas en un lodo negruzco. Hawkwood notaba que se le pegaba a las suelas de las botas. Mirando a su alrededor, quedó sorprendido por la magnitud del daño sufrido por la iglesia. Rafferty había dicho que el fuego había empezado de repente, intensificándose con una rapidez asombrosa. Estaba claro que el coronel no se había limitado a encender una cerilla esperando que ocurriera lo mejor.
—El cabrón usó el aceite de la lámpara —explicó Pegg—. Acababan de traernos una nueva provisión para que nos apañáramos durante todo el invierno. Los barriles estaban almacenados en la sacristía.
Así es cómo lo había hecho. Hyde había regado con aceite todo el interior del edificio, esparciéndolo sobre los bancos y el altar y por las escaleras que conducían a la torre. Los cortinajes y tapices que colgaban de la pared así como el mantel de lino del altar, impregnados con el aceite, habrían servido de mecha. Eso explicaba por qué las llamas habían prendido con tanta facilidad.
El anciano se detuvo de golpe y señaló entre las dos vigas astilladas y ennegrecidas los restos aplastados del altar.
—Ahí debajo.
Hawkwood evaluó la gravedad de los daños. A su lado, al guardia se le desencajó la cara. Hawkwood se enderezó y se quitó el abrigo. Encontró un trozo de viga que estaba relativamente seco y extendió el abrigo sobre ella. Después se volvió hacia el guardia.
—A quitarse la chaqueta, chico. Queda trabajo por hacer.
El asistente hizo lo mismo, si bien Hawkwood podía leer el aluvión de preguntas en los ojos del anciano. A primera vista, la tarea parecía abrumadora, pero Hawkwood había observado que gran parte de los escombros más visibles, aunque considerables, no eran inamovibles. Haciendo el trabajo entre los tres, al final no tardaron mucho tiempo. Se trataba más que nada de levantar y apalancar, aunque una vez hubieron retirado lo más difícil, una costra de ceniza y mugre les cubría la ropa y el rostro.
Ante ellos, en la base del altar ennegrecido por las llamas, apareció lo que una vez había sido una especie de alfombra que, por el efecto de las llamas y la nieve derretida, había quedado reducido a un trozo de estera empapada y chamuscada. A uno de los lados, se divisaba perfectamente la silueta de una trampilla en el suelo de piedra. En uno de los huecos de la portezuela había un gran aro de hierro.
Hawkwood sintió cómo el corazón le latía con rapidez dentro del pecho. Levantando el aro, flexionó las rodillas, cogió fuerzas y tiró de él. Sorprendentemente la losa se levantó sin apenas oponer resistencia, cogiéndolo casi desprevenido. Hawkwood deslizó la losa hacia un lado. Una bocanada de aire frío y húmedo le dio en plena cara.
—Ahí abajo no hay gran cosa —apuntó Pegg sorbiéndose la nariz—; aparte de unos cuantos huesos.
El guardia palideció. Hawkwood cogió su abrigo y extendió la mano. Sin mediar palabra, el asistente parroquial le pasó una de las linternas, después se metió la mano en el bolsillo y le ofreció a Hawkwood un pequeño yesquero.
Hopkins se puso la chaqueta y cogió la segunda linterna. No tenía ni idea de por qué Hawkwood quería entrar en la cripta, como tampoco había comprendido por qué el
runner
había querido examinar la tumba, pero ya que había llegado hasta allí, no parecía razonable dar marcha atrás ahora. Además, estaba cada vez más intrigado por el insólito comportamiento de Hawkwood. Algo extraño ocurría. No sabía lo que era, pero si se mantenía a la sombra de su superior, cabía la posibilidad de que lo averiguara.
Hawkwood encendió la linterna y le dio al guardia la yesquera. Sostuvo la linterna sobre la abertura y miró hacia abajo. Varios escalones grises de piedra quedaron a la vista.
Si Hyde se había refugiado en la cripta, ¿cómo tenía pensado salir? Carecía de garantías de poder volver a abrir la trampilla. Las dos vigas desplomadas que Hawkwood, Hopkins y el asistente acababan de apartar, eran buena prueba de ello.
—Hay otra entrada —afirmó Hawkwood, volviéndose hacia el asistente parroquial—. ¿No es cierto?
El asistente levantó la cabeza.
—En efecto —respondió entrecerrando los ojos—. ¿Cómo lo sabía?
—¿Dónde está?
El asistente parroquial señaló con la cabeza hacia el camino por donde habían venido.
—Hay un túnel que sale al exterior por la esquina del cementerio, dentro del antiguo depósito de cadáveres.
Hawkwood recordó haber visto la pequeña estructura de piedra rematada con almenas, con la forma de un torreón de un castillo en miniatura, mientras esperaba a que Hopkins cavara la tumba. Eran frecuentes en algunos camposantos y se utilizaban para almacenar ataúdes. De igual manera, se utilizaban cada vez más para guardar los cuerpos, a veces durante varias semanas, con la esperanza de que la consiguiente putrefacción impidiera robos en las tumbas. Hawkwood se preguntó si habrían depositado el cuerpo de Foley allí. No tenía los suficientes conocimientos sobre la rapidez con que se deterioran los cuerpos tras morir como para saber si la descomposición del cadáver que había visto en el mortuorio había comenzado antes de ser devorado por las llamas. Quill no lo había mencionado. Con todo y con eso, incluso si hubiera permanecido almacenado, es probable que el grado de descomposición no fuera perceptible debido al daño causado por el fuego. No es que eso importara en aquellos momentos.