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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (16 page)

BOOK: El rey del invierno
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Río abajo encontramos otros grandes prados donde pastaban novillos, que se acercaron torpemente a observar nuestra penosa marcha. Tal vez su movimiento fuera la causa de las complicaciones que siguieron. Poco después de haber llegado al bosque más allá de los prados oi fuertes cascos de caballo a nuestras espaldas. Mandé aviso a los que iban delante y me di la vuelta, lanza y espada en mano, para observar el camino.

Las ramas de los árboles eran bajas, tanto que un jinete no podía pasar montado. Quienquiera que nos siguiera, tendría que apearse del caballo y seguirnos a pie. No avanzábamos por los caminos anchos del bosque, sino por sendas ocultas que serpenteaban pegadas a los árboles, tan pegadas que nuestros perseguidores, igual que nosotros, tendrían que avanzar en fila de a uno. Temía que fueran rastreadores silurios enviados como avanzadilla de la pequeña tropa de Gundleus. ¿A quién, si no, podría interesarle el movimiento del ganado en la orilla del río a aquella hora perezosa de la tarde?

Gwlyddyn llegó a mi lado y me quitó la pesada lanza de la mano. Se quedó escuchando el distante galope de caballos e hizo un gesto de asentimiento como si se sintiera satisfecho.

—Son sólo dos —me dijo con tranquilidad—. Han abandonado los caballos y se acercan a pie. Yo me ocupo del primero y tú entretienes al segundo hasta que yo acabe con el otro. —Hablaba en un tono de extrema serenidad, lo cual alivió mis temores—. Y no olvides, Derfel —añadió—, que ellos también están asustados. —Me empujó hacia las sombras y luego se acuclilló en el lado opuesto del camino, detrás de las raíces de un haya caída—. ¡Agáchate! —me dijo en un susurro—. ¡Escóndete!

Me agaché, y de repente el terror volvió a apoderarse de mi. Me sudaban las manos, la pierna derecha me temblaba, tenía la garganta seca, quería vomitar y se me descompusieron las tripas. Hywel me había enseñado bien, pero jamás me había enfrentado a un hombre que quisiera matarme. Les oía cada vez más cerca, pero no los veía, y un instinto poderoso me empujaba a dar media vuelta y echar a correr con las mujeres. Pero me quedé, no tenía elección. Había oído historias de guerreros desde la infancia y me habían dicho una y otra vez que un hombre jamás da media vuelta y huye. Los hombres luchan por su señor, se enfrentan al enemigo de su señor y jamás huyen. Mi señor mamaba del pecho de Ralla y yo me enfrentaba a sus enemigos, pero ¡cuánto me habría gustado ser un niño en ese momento y echar a correr! ¿Y si hubiera más de dos lanceros enemigos? E incluso aunque sólo fueran dos, seguro que tenían mucha más experiencia en la lucha, serian hábiles, estarían curtidos y matarían sin piedad.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo —me dijo Gwlyddyn en voz baja.

Él había luchado en las batallas de Uter. Se había enfrentado a los sajones y empuñado la lanza contra los hombres de Powys. En ese momento, en el corazón de su tierra natal, se agazapó entre la maraña de terrosos chuparraices con una especie de sonrisa en la cara y mi larga lanza entre las manos, fuertes y morenas.

—Voy a vengar la muerte de mi hijo —me dijo con gravedad—; los dioses están con nosotros.

Yo estaba agachado detrás de una zarzamora, rodeado de helechos, incómodo por el peso de la ropa mojada. Miraba atentamente los árboles, cubiertos de liquenes y enredaderas. Un pájaro carpintero picoteó cerca de mi y me sobresalté alarmado. Mi escondite era mejor que el de Gwlyddyn, y aun así me sentía expuesto, sobre todo cuando por fin vi aparecer a nuestros perseguidores a menos de doce pasos de mi parapeto vegetal.

Eran dos lanceros jóvenes y ágiles, con cotas de cuero, calzas atadas con cordones y largas capas rojas echadas hacia atrás sobre los hombros. Las largas barbas trenzadas y el pelo sujeto en la nuca con cordones de cuero. Iban armados con sendas lanzas largas, pero el segundo tenía además una espada colgada del cinto, y no la había sacado todavía. Contuve el aliento.

El que iba primero levantó la mano y los dos se detuvieron y se quedaron escuchando un momento antes de continuar. El que estaba más cerca tenía en la cara la cicatriz de batallas pasadas, y como respiraba con la boca abierta vi los huecos que había entre sus dientes amarillentos. Parecía tremendamente fuerte, experimentado y temible y de pronto se apoderó de mi un impulso irreprimible de huir, pero entonces sentí el pálpito de la cicatriz de la mano izquierda, la que me hizo Nimue, y esa pulsación me dio valor.

—Era un ciervo lo que oímos —comentaba el segundo hombre en tono despreciativo.

Ambos avanzaban como a hurtadillas, mirando bien el suelo que pisaban y observando la hojarasca que tenían delante para detectar la menor señal de movimiento.

—Era un niño pequeño —insistió el primero, que iba un par de pasos por delante del otro y que, a mis ojos, parecía aún más alto y temible que su compañero.

—Esos mal nacidos han desaparecido —dijo el segundo, y vi que le sudaba la cara y que daba vueltas a la lanza de fresno, y supe que estaba nervioso.

Yo no paraba de repetir el nombre de Bel mentalmente, una y otra vez, rogando al dios que me concediera valor, que hiciera de mi un hombre. El enemigo se acercaba y no nos separaban ya más de seis pasos; a nuestro alrededor, el bosque reposaba cálido, conteniendo el aliento. Me llegó el olor de los dos hombres, el cuero que llevaban y un leve tufo a caballo. Gruesas gotas de sudor me entraban en los ojos y a punto estuve de empezar a aullar de terror, pero entonces Gwlyddyn salió de su escondite de un salto y lanzó un grito de guerra al tiempo que corría hacia delante.

Yo corrí también, y súbitamente quedé liberado del miedo y sentí la euforia divina de la batalla que me poseía por primera vez en la vida. Más tarde, mucho más tarde, descubrí que la euforia y el miedo son exactamente lo mismo, el uno se transforma en la otra en el momento de la acción, pero en aquella tarde de verano para mi fue puro júbilo. Que Dios y sus ángeles me perdonen, pero aquel día descubrí la alegría que proporciona la batalla, y a partir de entonces, durante mucho tiempo la busqué como el sediento busca agua. Eché a correr gritando igual que Gwlyddyn, aunque no fui tras sus pasos ciegamente. Viré hacia la diestra del estrecho sendero y pasé a su lado en el momento en que golpeaba al silurio que tenía mas cerca.

El hombre quiso detener el golpe de la lanza de Gwlyddyn, pero el carpintero esperaba el pase bajo de la vara de fresno y levantó su arma por encima de la enemiga al tiempo que se la clavaba. Todo sucedió muy deprisa. Un momento antes el soldado era una amenaza cierta con atuendo guerrero, y de pronto boqueaba y se retorcía en el suelo. Gwlyddyn hundió la pesada lanza en la coraza de cuero y se la clavó en el pecho hasta el fondo. Yo ya le había adelantado y gritaba blandiendo la espada de Hywel. En ese momento no sentía miedo; y tal vez el espíritu de Hywel hubiera regresado del más allá para inspirarme, porque de pronto supe con exactitud lo que tenía que hacer y lancé mi grito de guerra, que sonó como un grito de victoria.

El segundo hombre dispuso de una fracción más de tiempo para prepararse que su ya agonizante compañero y adoptó la postura acuclillada del lancero, que le permitiría saltar hacia delante con un impulso mortal. Arremetí contra él, y cuando la lanza se acercó a mi como un rayo metálico con destellos de sol, me hice a un lado y la paré con la espada, no con tanta fuerza que me hiciera perder control del acero pero si con el impulso necesario para desviarla a la derecha con un giro de espada.

Me pareció oir a Hywel diciendo El secreto está en las muñecas, muchacho, en las muñecas, y le clavé la espada con todas mis fuerzas en un lado de la garganta al grito de íHywel!.

Todo pasó tan rápidamente, tan increiblemente deprisa... La muñeca maneja la espada, pero el brazo le da la fuerza, y mi brazo recibió esa tarde toda la fuerza del brazo de Hywel. La espada se hundió sola en el gaznate del silurio como hiende el hacha el leño podrido. Debido a la inexperiencia, juzgué que el enemigo no había muerto y saqué la espada de un tirón para volver a clavársela. Se la clavé por segunda vez y entonces vi la sangre que teñía el día y al hombre que caía hacia un lado con un último estertor y un último esfuerzo por volver a golpear con la lanza; la vida se le atascó en la garganta, otro borbotón de sangre se derramó sobre su coraza y el silurio se desplomó en el moho del suelo.

Me quedé de pie temblando. Me entraron ganas de llorar. No tenía idea de lo que acababa de hacer. No me sentía victorioso, sólo culpable, y me quedé inmóvil, anonadado, con la espada clavada aún en la garganta del hombre alrededor del cual comenzaban a congregarse las primeras moscas. No podía moverme.

Un ave graznó en las hojas altas, el fuerte brazo de Gwlyddyn me rodeó los hombros y las lágrimas me inundaron las mejillas.

—Eres un buen hombre, Derfel —me dijo Gwlyddyn, y me volví hacia él y lo abracé como un niño se abraza a su padre—. Bien hecho —me repitió una y otra vez—, bien hecho.

Me dio palmaditas en la espalda torpemente hasta que conseguí controlar las lágrimas.

—Lo siento —me oi decir.

—¿Lo sientes? —se rió—. ¿Qué es lo que sientes? Hywel siempre decía que eras el mejor aprendiz que había tenido, tenía que haberle creído ya entonces. Eres rápido. Bien, veamos qué hemos ganado.

Cogí la funda de la espada de mi víctima, hecha de corteza curtida de sauce, y resultó adecuada para la espada de Hywel; luego registramos los cadáveres en busca del escaso botín que pudiéramos sacarles: una manzana verde, una vieja moneda con el cuño gastado por el uso, dos capas, las armas, unas correas de cuero y un cuchillo con mango de hueso. Gwlyddyn se planteó la posibilidad de retroceder para apoderarnos de los caballos, pero decidió que no teníamos tiempo. No me importó. Aunque viera borroso a causa de las lágrimas, estaba vivo, había matado a un hombre, había defendido a mi rey y me sentí delirante de felicidad cuando Gwlyddyn me llevó de nuevo con los asustados fugitivos y me levantó el brazo en señal de que había luchado bien.

—¡Cuánto jaleo habéis armado, vosotros dos! —gruñó Morga— Enseguida tendremos a media Siluria pisándonos los talones. ¡Vamos! ¡En marcha!

A Nimue no pareció interesarle mi victoria, pero Lunete quería que se lo contara todo, y al contárselo exageré la resistencia del enemigo y la fiereza del combate; la admiración de Lunete engendró más exageración aún. Volvió a tomarme del brazo, la miré y, al ver su rostro moreno, me pregunté cómo es que nunca me había dado cuenta de lo bonita que era. Tenía la cara angulosa como Nimue, pero lo que en Nimue era cautelosa sabiduría, en Lunete era suavidad y cálido humor, y su proximidad me infundió una confianza que no conocía; así avanzamos a lo largo de la tarde hasta que por fin giramos hacia el este, hacia las montañas entre las que sobresalía Caer Cadarn como un vigía.

Una hora después nos encontrábamos en el lindero del bosque que había frente a Caer Cadarn. Ya era tarde, pero estábamos en pleno verano y el sol todavía estaba alto en el cielo, y su luz, adorable y suave, bañaba las fortificaciones occidentales de Caer Cadarn con una luz verdosa. Estábamos todavía a una milla de la fortaleza, pero ya lo suficientemente cerca como para distinguir las empalizadas amarillas sobre las almenas y comprobar que allí no había soldados ni salía humo del pequeño poblado que vivía en el interior.

Tampoco se veían enemigos, y Morgana decidió salir a terreno despejado y subir por el camino de poniente hacia la fortaleza del rey. Gwlyddyn opinaba que debíamos quedarnos en el bosque hasta la caída de la noche, o bien ir a la cercana aldea de Lindinis, pero Gwlyddyn era carpintero y Morgana una dama de alcurnia, de modo que tuvo que avenirse a sus deseos.

Salimos pues a los prados y nuestra sombra se alargaba delante de nosotros. La hierba estaba corta, había servido de pasto a corzos o a vacas, pero se notaba suave y abundante bajo los pies. Nimue, que parecía todavía presa de un trance doloroso, se quitó el calzado prestado y continuó descalza. Un halcón surcó el cielo y luego una liebre, asustada por nuestra repentina aparición, salió de un brinco de un agujero entre las hierbas y desapareció corriendo ágilmente.

Seguimos un sendero bordeado de aciano, margaritas, ambrosía y cornejo. A nuestra espalda, sumido en la oscuridad porque el sol caía ya muy oblicuo desde el oeste, el bosque parecía sombrío. Estábamos cansados y andrajosos, pero veíamos cerca el final del viaje y algunos parecían incluso alegres. Llevábamos a Mordred al lugar en que había nacido, a la montaña real de Dumnonia, pero cuando no habíamos recorrido ni la mitad del camino hacia el glorioso refugio verde, avistamos al enemigo tras nuestros pasos.

La banda guerrera de Gundleus hizo su aparición. No sólo los hombres a caballo que habían llegado a Ynys Wydryn esa misma mañana, sino también los lanceros. Seguro que Gundleus supo desde el primer momento adónde nos dirigíamos, y condujo a la caballería superviviente y a sus más de cien lanceros al lugar sagrado de los reyes de Dumnonia. Aunque no hubiera tenido que perseguir al pequeño rey, Gundleus habría acudido a Caer Cadarn, pues no ambicionaba otra cosa que la corona de Dumnonia, y esa corona se ceñía a las sienes de los reyes en Caer Cadarn. Quien tuviera Caer Cadarn, tendría Dumnonia, decía el antiguo dicho, y quien tuviera Dumnonía, tendría Britania.

La caballería de Siluria adelantó a los lanceros. Nos daría alcance en unos minutos y yo sabia que ninguno de nosotros, ni siquiera el más veloz, alcanzaría el final de la larga cuesta hasta la fortaleza antes de que los caballos nos rodearan y nos acribillaran con afilados aceros y puntiagudas lanzas. Me acerqué a Nimue y vi su rostro demacrado y cansado, y su único ojo amoratado y lloroso.

—Nimue —le dije.

—No te preocupes, Derfel.

Parecía molestarle mi inquietud por ella.

Pensé que había enloquecido. De todos los que habíamos sobrevivido a aquel aciago día, era ella la que había sufrido peor experiencia; ahora se hallaba en un lugar que escapaba a mi comprensión, allí no podía acompañarla.

—Te quiero, Nimue —dije, intentado llegarle al alma por la ternura.

—¿A mi? ¿No a Lunete? —replicó furiosa.

No me miraba a mi, sino a la fortaleza; me volví hacia la caballería que se acercaba formando en una ancha línea como cazadores aprestados para levantar corzos. Sus capas se posaban sobre la grupa de los caballos, las vainas de las espadas colgaban a lo largo de las botas y el sol se reflejaba en las puntas de las lanzas y encendía la enseña del zorro. Gundleus cabalgaba bajo la enseña, con la cabeza cubierta por su casco de hierro empenachado con una cola de zorro. A su lado cabalgaba Ladwys, con una espada en la mano, y Tanaburs, con su larga túnica golpeándole las piernas, montaba un caballo gris y avanzaba cerca del rey. Pensé que moriría el mismo día en que me había convertido en hombre. Semejante reflexión me resultó cruel.

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