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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (19 page)

BOOK: El rey del invierno
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—Gwlyddyn asegura que eres sajón —me dijo en son de broma.

—Señor —fue la única palabra que logré articular mientras caía de rodillas.

Se agachó y me levantó por los hombros con mano firme.

—No soy rey, Derfel —me dijo—, no debes arrodillarte ante mí, soy yo quien habría de postrarse ante ti por haber arriesgado la vida para salvar al rey —sonrió—. Te doy las gracias por ello. —Tenía el don de hacerte sentir que eras la persona más importante para él; yo ya lo adoraba sin remisión—. ¿Qué edad tienes? —me preguntó.

—Quince, creo.

—Pero tu altura es propia de veinte —sonrió—. ¿Quién te enseñó a luchar?

—Hywel —dije—, el administrador de Merlín.

—Ah, ¡El mejor maestro! También a mí me enseñó, ¿cómo se encuentra mi buen Hywel? —preguntó con deseos de saber, pero me faltaron palabras y valor para contestar.

—Muerto —contestó Morgana en mi lugar—. Gundleus lo asesinó. —Escupió por la ranura de la máscara en dirección al rey cautivo, que se encontraba custodiado a pocos pasos de ellos.

—¿Hywel ha muerto? —Arturo quería que le respondiera yo, me clavó los ojos y yo asentí con un parpadeo para evitar que se me cayeran las lágrimas. Arturo me abrazó al instante—. Eres un hombre bueno, Derfel —dijo— y te debo una compensación por haber protegido la vida del rey. ¿Qué deseas?

—Deseo ser guerrero, señor —dije.

Sonrió y se alejó de mi unos pasos.

—Eres afortunado, Derfel, pues eres lo que deseas ser. Lord Owain —se dirigió al fornido y tatuado paladín—, ¿os será de utilidad este buen guerrero sajón?

—Me será de utilidad —replicó Owain, bien dispuesto.

—Así pues, vuestro es —dijo Arturo, y debió de percibir mi decepción porque se volvió hacia mí y me puso la mano en el hombro—. De momento, Derfel —añadió en voz baja—, mis guerreros son de caballería, no lanceros. Sirve a Owain ahora, pues nadie te enseñará mejor el oficio de soldado.

Me apretó el hombro con la enguantada mano, luego se dirigió a los soldados que custodiaban a Gundleus y les hizo seña de que se alejaran. Un tropel de gente se había congregado alrededor del rey cautivo, que permanecía bajo los estandartes de la victoria. Los caballeros de Arturo, con yelmos de hierro, armadura de cuero y hierro y manto de lienzo o lana, junto con algunos lanceros de Owain y fugitivos del Tor se agolparon en el pastizal alrededor de Arturo, que se dirigió a Gundleus.

Gundleus enderezó la espalda. Estaba desarmado pero no renunciaría a su orgullo y no se intimidó al ver aproxímarse a Arturo.

Arturo se acercó en silencio y se detuvo a dos pasos del rey prisionero. La gente contuvo el aliento. Gundleus permanecía a la sombra del estandarte del oso negro en campo blanco. El oso

ondeaba entre la recuperada enseña del dragón de Mordred y el estandarte del oso de Owain, mientras que a los pies de Gundleus se hallaba su propia enseña, la máscara de zorro, sobre la que habían escupido, orinado y pisoteado los vencedores. Gundleus miró a Arturo y éste sacó a Excalibur de la funda. La hoja, bruñida como la cota de escamas, el yelmo y el escudo, lanzó un destello azulado de acero.

Aguardábamos la estocada fatal, pero Arturo hincó una rodilla en tierra y tendió hacia Gundleus la empuñadura de Excalibur.

—Lord rey —dijo humildemente, y los presentes, que esperaban ver morir a Gundleus, reprimieron un grito de sorpresa.

Gundleus tuvo un instante de duda y luego tocó la empuñadura de la espada. No dijo una palabra, tal vez enmudeciera de asombro.

Arturo se puso en pie y envainó el arma.

—Juré proteger a mi rey —dijo—, no matar a otros reyes. Lo que de vos haya de ser, Gundleus ap Meilyr, no es de mi incumbencia, pero viviréis cautivo hasta que se tome la decisión.

—¿Quién ha de tomarla? —inquirió Gundleus.

Arturo vaciló pues no tenía una respuesta clara. Muchos de los nuestros pedían la muerte de Gundleus, Morgana instaba a su hermano a que vengara a Norwenna y Nimue aullaba reclamando el derecho de venganza sobre el rey prisionero, pero Arturo movió la cabeza negativamente. Tiempo más tarde, me contó que Gundleus era primo de Gorfyddyd, el rey de Powys, de manera que la muerte de Gundleus había constituido cuestión de Estado, no de venganza. Me confesó que deseaba instaurar la paz, y la paz no venia de mano de la venganza. También me dijo que, seguramente, tendría que haberlo matado, aunque tampoco así habrían cambiado mucho las cosas. Pero en ese momento, mirando a Gundleus de frente bajo el sol oblicuo, a las puertas de Caer Cadarn, se limitó a anunciar que el destino de Gundleus estaba en manos del consejo de Dumnonía.

—¿Y qué sucederá con Ladwys? —preguntó Gundleus, señalando a la mujer alta y de blanco rostro que, de pie y detrás de Gundleus, miraba con expresión aterrorizada—. Solicito que se le permita permanecer conmigo —añadió.

—Esa ramera es mía —terció Owain ásperamente.

—¡Es mi esposa! —arguyó Gundleus, dirigiéndose a Arturo y confirmando así el antiguo rumor de que había contraído matrimonio con su amante de baja cuna.

Lo cual implicaba al mismo tiempo que su matrimonio con Norwenna había sido un engaño, aunque tal pecado careciera de importancia frente al trato de que la había hecho objeto.

—Esposa o no esposa —insistió Owain—, esa mujer es mía —vio que Arturo dudaba— hasta que el consejo decida otra cosa —añadió retomando la idea de Arturo de remitirse a una autoridad superior.

Habríase dicho que la reivindicación de Owain preocupara a Arturo, pues su posición en Dumnonia era incierta todavía; por haber sido nombrado protector de Mordred y ser uno más de los señores de la guerra en el reino su rango era equiparable al de Owain. Los allí presentes habíamos percibido que Arturo, tras la derrota de Siluria, había tomado el mando, pero Owain, al reclamar a Ladwys como esclava, le recordó que los dos tenían igual poder. Fue un momento difícil, hasta que Arturo tomó la decisión de sacrificar a Ladwys a la unidad de Dumnonía.

—Owain ha decidido el asunto —le dijo a Gundleus, y se dio media vuelta para no verse obligado a presenciar el efecto que sus palabras causaban en los amantes.

Ladwys expresó su rechazo a gritos, pero enmudeció cuando uno de los hombres de Owain se la llevó a rastras.

Tanaburs soltó una carcajada ante la aflicción de Ladwys. A él, como druida, nada malo le sucedería. No era prisionero, podía marcharse libremente, aunque tendría que hacerlo sin alimentos, bendiciones ni compañía. No obstante, envalentonado por los acontecimientos del día, yo no quería dejarlo partir sin más y lo seguí por el campo cubierto de silurios muertos.

—¡Tanaburs! —le llamé.

El druida se volvió y me vio sacar la espada.

—¡Deténte, muchacho! —me dijo, e hizo una señal de aviso con su vara de media luna.

Tendría que haber sentido miedo pero, al acercarme y colocar la espada entre las enmarañadas guedejas blancas de su barba, un nuevo espíritu guerrero me poseyó. Echó la cabeza atrás al sentir el contacto del acero y los huesecillos amarillentos de su pelo tintinearon. Tenía la tez vieja, arrugada, marrón y llena de manchas, los ojos rojos y la nariz torcida.

—Tengo que matarte —le dije, y se echó a reír.

—Te perseguirá la maldición de toda Britania. Tu alma jamás alcanzará el otro mundo, te infligiré desconocidos tormentos sin nombre.

Me escupió y trató de apartar la espada de sus barbas, pero me mantuve firme y se alarmó al notar mi resistencia.

Me habían seguido unos pocos curiosos y algunos quisieron advertirme del horrible sino que me perseguiría si mataba a un druida, pero yo no tenía intención de matarlo, sólo quería asustarlo.

—Hace diez años o más —le dije—, fuiste a las tierras de Madog. Madog era el hombre que había hecho esclava a mi madre, y sus tierras fueron invadidas por Gundleus.

Tanaburs asintió al recordar el ataque.

—Así fue, así fue. ¡Una campaña memorable! Recogimos mucho oro —dijo— y muchos esclavos.

—Y cavasteis un pozo de la muerte —añadí.

—¿Y bien? —dijo, encogiéndose de hombros con una mueca de burla—. Es necesario dar gracias a los dioses por la buena fortuna.

Sonrei y le hice cosquillas en la descarnada garganta con la punta de la espada.

—Y sobreviví, druida, sobreviví.

Tanaburs tardó unos segundos en comprender lo que le decía, pero después palideció y comenzó a temblar, pues sabía que yo era el único en toda Britania con poder para quitarle la vida. él me había ofrecido a los dioses en sacrificio, pero por no haber elegido la ofrenda con mayor tino, los dioses habían dejado su vida a mi merced. Aulló de terror, pensando que la espada iba a hundirsele en el gaznate, pero retiré el arma de su descuidada barba y me reí de él; dio media vuelta y echó a correr por el prado dando tumbos. Huía de mi desesperado, pero justo antes de alcanzar el lindero del bosque donde se había refugiado un puñado de soldados supervivientes, se volvió hacia mí y me señaló con su mano huesuda.

—Tu madre vive, muchacho —gritó—. ¡Está viva! —Y desaparecio.

Me quedé plantado con la boca abierta y la espada inerte en la mano. No porque me invadiera una emoción desbordante, pues apenas recordaba a mi madre y no guardaba memoria de escenas tiernas entre los dos, pero la sola idea de que estuviera viva desgarraba mi mundo con la misma violencia que la destrucción de la fortaleza de Merlín, acaecida esa misma manana. Sacudí la cabeza con incredulidad, ¿cómo podría acordarse Tanaburs de una esclava entre tantas? Seguro que era mentira, simples palabras para turbarme el ánimo, nada más, de modo que envaine la espada y volví caminando despacio hacia la fortaleza.

Gundleus fue puesto bajo vigilancia en una estancia aneja a la gran fortaleza de Caer Cadarn. Aquella noche se improvisó una especie de festejo, aunque, siendo tan numerosos los asistentes, la carne se preparó precipitadamente y las porciones resultaron cortas. Gran parte de la noche transcurrió en el intercambio de noticias sobre Britania y Armórica entre antiguos amigos, pues muchos de los seguidores de Arturo provenían de Dumnonía u otros reinos britanos. Se me confundieron en la cabeza los nombres de los seguidores de Arturo, pues había

más de setenta caballeros, amén de mozos, servidores, mujeres y una recua innúmera de niños. Con el tiempo llegué a familiarízarme con el nombre de los guerreros de Arturo, pero aquella noche no me decían nada: Dagonet, Aglaval, Cei, Lanval, los hermanos Balan y Balin, Gawain y Agravain, Blaise, Illtyd, Eiddilig, Bedwyr... Enseguida identifiqué a Morfans, pues era el hombre más feo que había visto en mi vida, tan feo que se enorgullecía de su horrible apariencia, del bocio de su cuello, de su labio leporino y de su mandíbula contrahecha. También

reconocí pronto a Sagramor, pues era negro y nunca había visto a un hombre como él, ni creía siquiera en su existencia. Era un hombre alto, delgado, lacónico y con cierta amargura, mas cuando se le convencía para que contara alguna anécdota en el horrísono britano que hablaba, lo hacía con tal gracia que todo el salón estallaba en carcajadas.

Y, por supuesto, también conocí enseguida a Ailleann, una esbelta mujer de pelo negro algo mayor que Arturo, de rostro fino, serio y amable que le hacia parecer muy sabia. Aquella noche vestía galas reales: una túnica de lino teñida de rojo herrumbre con tierra ferruginosa, ceñida por una gruesa cadena de plata y con mangas largas y sueltas ribeteadas con piel de nutria. Se adornaba la garganta con una torques reluciente de oro macizo, las muñecas con brazaletes de oro y en el pecho llevaba un broche de esmalte con el símbolo artúrico del oso. Sus movimientos eran gráciles, hablaba poco y miraba a Arturo con aire protector. Pensé que debía de ser una reina, o una princesa cuando menos, pero llevaba y traía cuencos de comida y frascas de hidromiel como cualquier doncella de la servidumbre.

—Ailleann es una esclava, muchacho —me dijo Morfans el Feo.

Estaba acuclillado en el suelo, en frente de mi, y me había visto seguir con la mirada a la esbelta mujer, que recorría el salón desde las zonas alumbradas por el fuego hasta las que permanecían en las sombras.

—¿De quién es esclava? —pregunté.

—¿A ti qué te parece? —me preguntó a su vez; luego se llevó una costilla de cerdo a la boca y, con los dos dientes que le quedaban, dejó el hueso mondo—. De Arturo —dijo, tras arrojar el hueso a uno de los muchos canes que había en el salón—. Es su amante, claro está, además de su esclava. —Eructó y bebió un trago del cuerno—. Se la regaló su cuñado, el rey Budic, hace mucho tiempo. Es bastante mayor que él y supongo que Budic pensaría que no la conservaría mucho tiempo, pero cuando Arturo se encapricha con alguien, no lo suelta nunca. Esos son sus hijos gemelos.

Señaló con la grasienta barba hacia el fondo del salón, donde había dos niños de unos nueve años acuclillados en el suelo, entre la suciedad, con sus cuencos de comida.

—¿Son hijos de Arturo? —pregunté.

—Y de nadie más —dijo Morfans con soma—, Amhar y Loholt se llaman, y su padre los adora. Nada es excesivo para ese par de pequeños bastardos, y nunca mejor llamados, muchacho, porque no son más que dos auténticos bastardos inútiles. —Su voz se impregnó de verdadero odio—. Te lo aseguro, hijo, Arturo ap Uter es un gran hombre. Es el mejor soldado que he conocido en mi vida, pero en lo tocante a la crianza, más airosas salen las puercas.

—¿Están casados? —le pregunté, mirando a Ailleann otra vez.

Morfans se echó a reír.

—¡Claro que no! Pero ella le ha hecho feliz estos últimos diez años, aunque verás como llega el día en que la despida, como su padre despidió a su madre. Arturo se casará con una dama de sangre real, que no será ni la mitad de amable que Ailleann, pero así deben proceder los hombres como él, han de contraer matrimonio conveniente. No como tú o como yo, muchacho;

nosotros podemos casarnos con quien nos plazca, siempre que no sea de sangre real. íEscucha!

Sonrió al oir el grito de una mujer en la noche, fuera del salón.

Owain había salido del salón y seguramente estaba enseñando a Ladwys sus nuevas obligaciones. A Arturo le sobrecogió el grito y Ailleann, levantando la cabeza con elegancia, lo miró con el ceño fruncido, pero la única otra persona que pareció acusar la aflicción de Ladwys fue Nimue. Su rostro vendado ofrecía una expresión demacrada y triste, pero el grito la hizo sonreír por el tormento que causaría ese grito a Gundleus. El perdón no tenía cabida en ella, ni una sola gota. Ya había pedido permiso a Arturo y a Owain para matar a Gundleus con sus propias manos, pero se lo habían negado; no obstante, mientras Nimue viviera, Gundleus sabría lo que era el miedo. Al día siguiente, Arturo llevó una partida de hombres a caballo hasta Ynys Wydryn y regresó esa misma tarde para informar de que la fortaleza de Merlín había sido arrasada hasta los cimientos. Trajo consigo al desgraciado Pelinor, el loco, y al indignado Druidan, que se habían refugiado en un pozo perteneciente a los monjes del Santo Espino. Arturo anunció sus intenciones de reconstruir la residencia de Merlín, aunque nadie sabía cómo lo llevaría a término sin dinero y sin un ejército de peones, y nombró a Gwlyddyn real constructor de Mordred, con orden de proceder a la tala de árboles para iniciar la reconstrucción del Tor. Pelinor fue confinado en una despensa vacía de paredes de piedra aneja a la villa romana de Lindinis, que era la aldea más próxima a Caer Cadarn y el lugar donde las mujeres, los niños y los esclavos que seguían a Arturo encontraron refugio. Arturo organizó todos los trabajos. No se permitió un momento de holganza; odiaba la inactividad, y durante aquellos primeros días tras la derrota de Gundleus, trabajó desde el alba hasta entrada la noche. Pasó la mayor parte del tiempo arreglando el alojamiento de sus seguidores; hubo de alquilárseles tierras reales y agrandar casas para alojar a las familias, y todo sin ofender a los habitantes de Lindinis. Arturo se adjudicó la villa romana, que perteneciera a Uter. No había tarea que considerase trivial, incluso lo sorprendí una mañana peleándose con una plancha de plomo.

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