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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (20 page)

BOOK: El rey del invierno
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—¡Ayúdame, Derfel! —me dijo. Me halagó que recordara mi nombre y me apresuré a levantar con él aquella mole de tan difícil manejo—. ¡Qué material tan raro, éste! —comentó animosamente. Estaba desnudo de cintura para arriba y tenía la piel manchada de plomo. Quería cortar la plancha en tiras para forrar el canal de piedra que anteriormente llevaba el agua desde una fuente hasta el interior de la villa—. Los romanos se llevaron todo el plomo cuando se fueron de aquí —dijo—, por eso no funcionan los conductos. Tendríamos que abrir las minas de nuevo. —Dejó caer la plancha y se enjugó el sudor de la frente—. Abrir las minas, reconstruir los puentes, empedrar los vados, cavar presas y encontrar la forma de convencer a los sais de que vuelvan a su tierra. Trabajo suficiente para una vida,¿no te parece?

—Sí, señor —respondí nervioso, y me pregunté por qué se ocuparía un señor de la guerra de reparar canales de agua.

El consejo se reuniría ese mismo día, más tarde, y me había imaginado que Arturo estaría ocupado preparándose para la reunión, pero el plomo parecía preocuparle más que los asuntos de Estado.

—No sé si el plomo se sierra o se corta a cuchillo —dijo compungido—. Debería de saberlo. Voy a preguntar a Gwlyddyn; parece que todo lo sabe. ¿Sabias que los troncos de árbol se colocan al revés cuando se usan para hacer pilares?

—No, señor.

—Así se evita que la humedad suba, ¿entiendes?, y la techumbre no se pudre. Me lo ha dicho Gwlyddyn. Admiro esos conocimientos, son útil sabiduría práctica que mantiene al mundo en funcionamiento. —Me sonrió—. Bien, ¿qué tal te encuentras con Owain? —me preguntó.

—Me trata bien, señor —dije, ruborizado por la pregunta.

En realidad, Owain aún me intimidaba aunque jamás se mostrara brusco conmigo.

—Seguro que te trata bien —replicó Arturo—, todo jefe precisa contar con el aprecio de los suyos para engrandecer su reputacion.

—Pero yo preferiría servíros a vos, señor —dije, impulsado por la indiscreción de la juventud.

—Me servirás, Derfel —aseguró con una sonrisa—, me servirás, con el tiempo, si superas la prueba de luchar por Owain. —Hizo el comentario como de pasada, pero más tarde me pregunté si no habría intuido Arturo lo que había de suceder. Con el tiempo, superé la prueba de Owain, aunque fue dura, y tal vez Arturo deseara que yo aprendiera esa lección antes de unirme a los suyos. Volvió a agacharse para agarrar la plancha de plomo y, en el momento en que se erguía, un aullido estremeció el mugriento edificio. Era Pelinor, que protestaba por su encierro—. Owain dice que debemos enviar al pobre Pelí a la isla de los Muertos —dijo Arturo, refiriéndose al islote donde se confinaba a los locos peligrosos—. ¿Qué opinas tú?

La pregunta me sorprendió tanto que me quedé sin palabras, y luego solté de pronto que Merlín apreciaba mucho a Pelinor, que siempre había querido tenerlo entre los vivos y que, en mí opinión, había que respetar los deseos de Merlín. Arturo me escuchó seriamente e incluso me pareció que agradecía el consejo. Naturalmente, para nada lo necesitaba, pero quería que yo me sintiera útil.

—En ese caso, muchacho, que Pelinor se quede aquí —dijo—. Bien, ahora levanta por ese lado. ¡Arriba!

Lindinis quedó vacía al día siguiente. Morgana y Nimue volvieron a Ynys Wydryn, donde pensaban reconstruir el Tor. Nimue me prestó poca atención a la hora de la despedida; aún le dolía el ojo, estaba amargada y nada quería de la vida excepto vengarse de Gundleus, cosa que le había sido negada. Arturo partió al norte con todos sus caballeros para reforzar la frontera septentrional de Tewdric, y yo me quedé con Owain, que se instaló en la gran fortaleza de Caer Cadarn. Por más que fuese guerrero, en aquel final de verano era más importante recoger la cosecha que montar guardia en las almenas del castillo, de modo que durante muchos días seguidos renuncié a la espada y el yelmo, el escudo y la coraza de cuero que había heredado de un silurio muerto y fui a los campos a ayudar a los siervos a recolectar la cebada, el centeno y el trigo. Fue un trabajo duro; se hacia con una hoz corta que había que afilar cada dos por tres con una amoladera, consistente en un bastón de madera impregnado de sebo y recubierto de fina arena que dejaba el filo como para cortar un pelo en el aire, aunque los resultados nunca me satisfacían del todo; a pesar de mi buena forma física, la tarea de manejar la herramienta sin parar con la cintura doblada, me dejó la espalda baldada y los músculos entumecidos. Nunca había laborado tan duramente mientras viví en el Tor pero entonces ya había dejado el mundo privilegiado de Merlín y formaba parte de la tropa de Owain.

Agavillamos la siega en la era, cargamos la paja del centeno en carretas y la acarreamos a Caer Cadarn y Lindinis. La paja se destinaba a la reparación de techumbres y al relleno de colchones, de modo que durante unos cuantos días disfrutamos de la bendición de camas sin piojos ni pulgas, aunque duró poco. Fue entonces cuando empezó a salirme la barba, una pelusa rubia y rala de la que me sentía desmesuradamente orgulloso. Pasaba los días deslomándome en labores del campo, pero luego tenía que someterme a dos horas de entrenamiento militar todas las noches. Si Hywel me había enseñado bien, Owain era aún mas exigente.

—Ese silurio al que diste muerte —me dijo Owain una tarde, cuando sudaba en las murallas de Caer Cadarn después de un asalto con palos con un guerrero llamado Mapon—. Te apuesto la paga de un mes contra un ratón muerto a que lo mataste con el filo de la espada. —No acepté la apuesta pero le confirmé que, efectivamente, había hincado la espada como un hacha. Owain lanzó una carcajada y despidió a Mapon con un gesto de la mano—. Hywel siempre enseñaba a luchar empleando el filo —dijo Owain—. Fijate en Arturo la próxima vez que lo veas luchando. Zas, zas, como un segador de heno que quiere acabar antes de que empiece a llover. —Sacó la espada—. Usa la punta, muchacho —me dijo—. Usa la punta siempre, mata más rápido. —Arremetió contra mí y tuve que esquivarlo a la desesperada—. Se ataca con el filo cuando se lucha en campo abierto, cuando el enemigo rompe la formación de defensa de tu bando; en ese caso eres hombre muerto, por buen espadachín que seas. Pero si la defensa resiste, quiere decir que estás hombro con hombro entre los tuyos y no dispones de espacio para estocadas largas, sólo puedes clavar la espada. —Volvió a cargar contra mí y volví a esquivarlo—. ¿Por qué crees que los romanos tenían espadas cortas? —me pregunto.

—Lo ignoro, señor.

—Porque se clava mejor una espada corta que una larga, ahí lo tienes. No pretendo hacerte cambiar de espada, pero no te olvides de usar la punta. La punta siempre gana, siempre. —Se dio

media vuelta y volvió a girarse de pronto atacándome con la punta de la espada, pero no se cómo, conseguí apartar el arma con un golpe de palo. Owain sonrió—. Eres rápido —dijo—, eso está bien. Lo conseguirás, muchacho, si permaneces sobrio —Envainó el arma y se quedó oteando el horizonte oriental. Buscaba columnas de humo gris en la lejanía que delataran la presencia de hordas invasoras, pero también era época de cosecha para los sajones y sus soldados tenían mejores cosas que hacer que cruzar nuestras fronteras más lejanas—. Bien, muchacho, ¿qué opinas de Arturo? —me preguntó Owain de repente.

—Me gusta —dije torpemente, acobardado por sus preguntas, como me sucediera antes, cuando Arturo me interrogó sobre él.

Owain, con su cabezota greñuda tan semejante a la de su amigo Uter, se volvió hacia mi.

—Si, es bastante agradable —dijo de mala gana—. A mí siempre me ha gustado Arturo. Gusta a todo el mundo, pero sólo los dioses saben si hay alguien que le entienda, exceptuando a Merlín. ¿Crees que Merlín sigue con vida?

—Sé que si—repuse fervientemente, sin saber nada al respecto.

—Bien —replicó Owain. Sólo porque procedía del Tor, Owain suponía que yo poseía un conocimiento mágico negado a los demás. También había corrido entre sus guerreros el rumor de que me había salvado misteriosamente del pozo de la muerte, al que me había arrojado un druida; me consideraban afortunado y de buen augurio al mismo tiempo—. Me gusta Merlín —prosiguió Owain—, aunque fue él quien dio la espada a Arturo.

—¿Caledfwlch? —dije yo, llamando a Excalibur por su verdadero nombre.

—¿Acaso lo ignorabas? —inquirió Owain, asombrado.

Captó mi sorpresa en la voz; en efecto, Merlín nunca nos dijo que hubiera hecho semejante regalo a nadie. A veces nos había hablado de Arturo, a quien conoció durante la breve época que pasó en la corte de Uter, pero siempre se refería a él con un tono de cordial desprecio como si Arturo fuera un alumno lento pero tenaz cuyas últimas hazañas superaban todas las expectativas de Merlín, pero el hecho de que le hubiera entregado la famosa espada hacía sospechar que lo tenía en mucha mayor estima de lo que nos hacia creer.

—Caledfwch —me dijo Owain— fue forjada en el otro mundo por Gofannon. —Gofannon era el dios de la fragua—. Merlín la halló en Irlanda —prosiguió Owain—, donde se la conocía con el nombre de Cadalcholg. Se la ganó a un druida en un concurso de sueños. Según los druidas irlandeses, siempre que el portador de Cadalcholg se encuentre en una situación desesperada, no tiene más que clavar la espada en el suelo para que Gofannon deje el otro mundo y acuda a éste en su ayuda. —Sacudió la cabeza negativamente, no porque dudara de la leyenda sino porque le llenaba de admiración—. Así pues —añadió—, ¿por qué entregó Merlín semejante regalo a Arturo?

—¿Por qué no? —pregunté con mucho tino, pues noté los celos de Owain.

—Porque Arturo no cree en los dioses, ya lo ves. Ni siquiera cree en ese dios cobarde que los cristianos adoran. Por lo que sé y puedo deducir, Arturo no cree en nada más que en los corceles grandes, y los dioses sabrán para qué demonios sirven.

—Asustan —dije, manteniéndome leal a Arturo.

—Sí, asustan —convino Owain—, pero sólo cuando se ven por primera vez. Además son lentos, consumen el doble o el triple de forraje que las monturas normales, necesitan dos mozos a su cuidado, se les abren los cascos como manteca caliente si no les atan esas herraduras entorpecedoras y tampoco son capaces de cargar contra un muro de escudos.

—íAh! ¿No?

—¡No hay caballo que lo haga! —replicó Owain sarcásticamente—. Si mantienes la posición, cualquier caballo se aparta de una barrera de escudos erizada de firmes lanzas. Los caballos no sirven para la guerra, muchacho, si no es para enviar exploradores por delante.

—Entonces, ¿por qué...?

—Porque —me cortó Owain— el objetivo principal de toda batalla es romper la línea de defensa del enemigo, muchacho. Lo demás es fácil; los caballos de Arturo infunden terror en las lineas enemigas, que huyen despavoridas, pero llegará el día en que el enemigo no ceda terreno y entonces, que los dioses se compadezcan de esos caballos. Y que se compadezcan también de Arturo si llega a caerse de ese montón de carne de caballo e intenta luchar a pie con esa armadura escamosa. El único metal que necesita un guerrero es la espada y la punta de la lanza, lo demás es peso muerto, chico, peso muerto. —Miró hacia las dependencias de la fortaleza; Ladwys se aferraba a la cerca que rodeaba la prisión de Gundleus—. Arturo no durará mucho aquí —dijo en tono confidencial—, a la primera derrota que sufra, volverá a Armórica, donde tanto impresionan los caballos, las cotas de escamas y la espadas mágicas. —Escupió y me di cuenta de que, a pesar del cariño que profesara a Arturo, Owain albergaba algún sentimiento más hacia él, algo más profundo que los celos. Owain sabia que tenía un rival, pero aguardaba que llegara su hora, igual que Arturo, según mis suposiciones, y esa enemistad recíproca me preocupaba, pues a mi me gustaban los dos. La aflicción de Ladwys hizo sonreír a Owain—. Es una perra fiel, eso hay que admitírselo —comentó Owain—, pero acabaré doblegándola. ¿Es ésa tu mujer? —preguntó, señalando hacia Lunete, que llevaba un pellejo de agua a las cabañas de los guerreros.

—Sí —dije, y me sonrojé.

Lunete, como mi reciente barba, era un signo de madurez, dos cosas que sobrellevaba con torpeza. Lunete había preferido quedarse conmigo en vez de regresar a las ruinas de Ynys Wydryn con Nimue. Fue ella la que tomó la decisión, en realidad; a mí todavía me resultaba embarazoso todo lo referido a nuestra relación, aunque ella no parecía tener dudas en cuanto al arreglo. Se había adueñado de un rincón de la cabaña, lo había barrido y lo había rodeado de unas ramas colgantes y había empezado a hablar de nuestro futuro juntos. Yo pensaba que sus preferencias se inclinarían hacia Nimue, pero desde la violación, Nimue se mostraba silenciosa y retraída, hostil incluso, no hablaba con nadie excepto para zanjar cualquier amago de conversación. Morgana le curaba el ojo y el mismo orfebre que ,había fabricado la máscara de Morgana se ofreció a fabricarle un ojo de oro. Lunete, igual que todos los demás, tenía ahora un poco de miedo de esa malcarada Nimue nueva que escupía a todas horas.

—Es bonita —dijo Owain de Lunete, con poco ánimo—, pero las chicas viven con los guerreros sólo por una razón, muchacho, para enriquecerse. Así que procura tenerla contenta, o como hay peces en el mar que te hará un desgraciado. —Rebuscó en el bolsillo de su capa y sacó un pequeño anillo de oro—. Regálaselo —me dijo. Le di las gracias tartamudeando. Los grandes guerreros solían dar regalos a sus seguidores, pero a pesar de todo, el anillo era más de lo que cabía esperar, pues en verdad yo no había combatido todavía como soldado de Owain. A Lunete le gustó el anillo, que, junto con la pulsera de plata que le hiciera del pomo de mi espada, era la segunda pieza de su tesoro particular. Hizo una incisión en forma de cruz en la gastada superficie del aro, no porque fuera cristiana, sino porque así lo convertía en anillo de compromiso y en prueba visible de que había pasado de niña a mujer. También los hombres llevaban a veces anillos de compromiso, mas a mí me gustaban los simples aros de hierro que los guerreros victoriosos se hacían con la punta de la lanza de los enemigos vencidos. Owain llevaba una nutrida colección de tales aros en las barbas, y tenía los dedos ennegrecidos por otros cuantos más. Arturo, sin embargo, no llevaba ninguno.

Tan pronto como terminamos la cosecha en Caer Cadarn emprendimos la marcha por tierras de Dumnonia para recoger los impuestos pertinentes. Visitamos a reyes y caciques vasallos, siempre acompañados de un actuario del tesoro de Mordred que hacía el cómputo de las rentas. Resultaba extraño pensar que ahora Mordred fuera rey y que ya no llenábamos las arcas de Uter, pero hasta un rey tan joven necesitaba dinero para pagar a las tropas de Arturo y a los demás soldados que velaban por la seguridad de las fronteras de Dumnonia. Algunos de los hombres de Owain fueron enviados a reforzar la guardia permanente en la plaza fronteriza de Gereint, en Durocobrivis, mientras que el resto nos convertimos, temporalmente, en recaudadores de impuestos.

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