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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (61 page)

BOOK: El rey del invierno
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—¡Mátalo! ¡Mátalo!

Tanaburs brincaba, ataviado con su harapienta túnica bordada; y los huesecillos prendidos de su pelo entrechocaban como alubias en una cazuela.

—Si lo tocáis, Gorfyddyd —intervino otra voz—, vuestra vida queda en mis manos. Os enterraré en el estercolero de Caer Idion y haré que los perros orinen encima. Entregaré vuestro espíritu a los espíritus de los niños que no tienen con qué jugar. Os condenaré a la oscuridad hasta el final del último día y luego escupiré sobre vos hasta el nacimiento de la nueva era, pero incluso entonces vuestros tormentos sólo habrán empezado a manifestarse.

La tensión desapareció de mis músculos como una corriente de agua. Sólo un hombre podía atreverse a hablar en esos termínos al rey supremo. Era Merlín. ¡Merlín! Merlín, que avanzaba despacio, erguido en toda su estatura, por el pasillo central del salón. Merlín, que pasó a mi lado y, con un gesto más majestuoso de lo que Gorfyddyd pudiera soñar siquiera, apartó la espada de mi con un golpe de su negra vara. Merlín, que dirigiéndose después a Tanaburs, le musitó al oído unas palabras que hicieron huir del salón al druida menor dando gritos de espanto.

Era Merlín, el que sabía transformarse como nadie. Le gustaba fingir, confundir y engañar. Podía mostrarse brusco, perverso, paciente o señorial, pero aquel día se presentó revestido de severa y fría majestad. Su rostro oscuro no sonreía, sus ojos profundos no mostraban rastro de alegría, sólo una mirada de autoridad y arrogancia tales que los hombres más próximos a él se postraron de hinojos involuntariamente e incluso el rey Gorfyddyd, que un momento antes se disponía a decapitarme de un tajo, bajó la espada.

—¿Abogáis por este hombre, lord Merlín? —inquirió Gorfyddyd.

—¿Estáis sordo, Gorfyddyd? —le espetó Merlín—. Derfel Cadarn no perderá la vida, sino que lo trataréis como huésped de honor. Comerá de vuestra comida y beberá de vuestro vino. Dormirá en vuestros lechos y tomará a vuestras esclavas si ése es su deseo. Derfel Cadarn y Galahad de Benoic están bajo mi protección. —Se volvió a todos los presentes retando a quien quisiera oponérsele—. ¡Derfel Cadarn y Galahad de Benoic están bajo mi protección! —repitió, alzando la negra vara. Los guerreros vacilaron bajo su amenaza—. Sin Derfel Cadarn y Galahad de Benoic —prosiguió Merlín—, la sabiduría de Britania no existiría. Yo habría perecido en Benoic y todos vosotros estaríais condenados a la esclavitud bajo el dominio sajón. —Volvió a dirigirse a Gorfyddyd—. Necesitan comer. ¡Y deja de mirarme, Derfel! —añadió sin siquiera dirigirme la vista.

Era cierto que no le había quitado los ojos de encima, tanto por puro asombro como por verdadero alivio, pero no lograba imaginar qué hacia Merlín allí, en la ciudadela enemiga. Claro está que los druidas podían viajar a su antojo incluso en territorio enemigo, pero su presencia en Caer Sws, con los tiempos que corrían, me parecía incomprensible e incluso peligrosa, pues aunque los hombres de Gorfyddyd se acobardaran ante él, estaban resentidos por su entrometimiento, y los que se hallaban al fondo, lejos de su alcance inmediato, murmuraban que se fuera a meter las narices en sus propios asuntos.

A ellos, precisamente, se dirigió entonces.

—Mis propios asuntos —dijo en voz baja, aunque suficiente para cortar las murmuraciones de raíz— son cuidar de vuestros espíritus, y si me tomara la molestia de sumirlos en la desgracia, desearíais que vuestras madres no os hubieran parido jamás. ¡Necios! —Pronunció la última palabra en voz alta y cortante subrayándola con un movimiento de la vara que obligó a arrodillarse a los hombres, aun a los que portaban armadura. Ningún rey osó intervenir cuando Merlín golpeó con fuerza una calavera que pendía de una columna—. ¡Pedís victoria! —prosiguió—. ¿Victoria sobre quién? ¡Sobre vuestros congéneres, en vez de sobre vuestros enemigos! ¡Vuestros enemigos son los sajones! Pasamos largos años de sufrimiento bajo la férrea mano romana, pero al fin los dioses tuvieron a bien liberarnos de los gusanos romanos, y ahora, ¿qué hacemos? Luchamos unos contra otros mientras el nuevo enemigo se apodera de nuestras tierras, viola a nuestras mujeres y recoge nuestras cosechas. ¡Id a la guerra, insensatos! ¡íd y venced, pero ni aun así os alzaréis con la victoria!

—Pero mi hija será vengada —dijo Gorfyddyd a espaldas de Merlín.

—Tu hija, Gorfyddyd —replicó Merlín, volviéndose hacia él—, vengará su propia herida. ¿Deseas conocer su destino? —preguntó en son de burla, aunque respondió con sobriedad, en un tono preñado de matices proféticos—. Nunca será encumbrada y nunca será rebajada, pero será feliz. Gorfyddyd, su espíritu tiene la bendición divina, y si tuvieras el cerebro de una pulga, te conformarías con eso.

—Sólo me conformaré con el cráneo de Arturo —insistió Gorfyddyd en tono desafiante.

—Entonces, ve a buscarlo —replicó Merlín con sarcasmo, y me tomó por el codo—. Ven, Derf el, y disfruta de la hospitalidad de tu enemigo.

Nos sacó del salón a paso tranquilo, cruzando despreocupadamente entre el hierro y el cuero de las filas enemigas. Los guerreros nos miraban con rencor, pero nada podían hacer por detenernos ni por impedir que nos instaláramos en uno de los aposentos destinados a los huéspedes, el mismo en que se había instalado Merlín.

—De modo que Tewdric quiere paz, ¿no es así? —nos pregunto.

—Sí, señor —respondí.

—No podía esperarse otra cosa de él. Es cristiano y cree saber más que los dioses.

—¿Y vos conocéis el pensamiento de los dioses, señor? —inquirió Galahad.

—Creo que los dioses odian el aburrimiento, de modo que hago todo lo posible por divertirlos, así que me sonríen. Tu dios —añadió agriamente— desprecia la diversión y exige que os postréis para adorarlo. Ha de ser por fuerza una criatura lamentable, semejante a Gorfyddyd, eternamente suspicaz y celoso de su reputación hasta la náusea. ¿No os alegráis ambos de mi oportuna aparición? —dijo repentinamente con una sonrisa maliciosa, y comprendí lo mucho que había disfrutado humillando a Gorfyddyd públicamente.

La reputación de Merlín se alimentaba en parte de sus demostraciones públicas; unos druidas, como Iorweth, trabajaban discretamente; otros, como Tanaburs, empleaban métodos de astucia siniestra; pero a Merlín le gustaba dominar y aturdir; humillar a un rey ambicioso era una tendencia instintiva que le procuraba gran placer.

—¿Es cierto que Ceinwyn tiene la bendición de los dioses? —le pregunté; pero le tomé por sorpresa y me miró atónito.

—¿Por qué habría de importarte a ti? Es una muchacha bonita y confieso que las muchachas bonitas son mi debilidad, de modo que la bendeciré con un hechizo. Hice lo mismo contigo en una ocasión, Derfel, aunque no porque seas bonito. —Soltó una sonora carcajada y comprobó lo avanzado de la tarde en la largura de las sombras del exterior—. Pronto tendré que partir.

—¿Qué motivo os trajo aquí, señor? —preguntó Galahad.

—Necesitaba hablar con Iorweth —respondió Merlín, al tiempo que echaba un vistazo alrededor para comprobar si había recogido todos sus enseres—. Aunque sea un torpe incompetente, posee ciertos conocimientos raros que yo había olvidado por un momento relativos al anillo de Eluned, que por cierto lo tengo por aquí. —Se palpó los bolsillos cosidos al forro de la túníca—. Bien, lo tenía —comentó sin darle importancia, aunque me pareció que fingía indiferencia.

—¿Qué es el anillo de Eluned? —preguntó Galahad.

Merlín frunció el ceño ante la ignorancia de mi amigo, pero optó por perdonársela.

—El anillo de Eluned —dijo pomposo— es uno de los trece tesoros de Britania. Siempre hemos sabido de la existencia de los tesoros, claro está, al menos aquellos de nosotros que reconocemos a los verdaderos dioses —subrayó mirando a Galahad—, pero nadie conocía a ciencia cierta su auténtico poder.

—¿Y lo averiguasteis gracias al pergamino? —pregunté.

Merlín sonrió con astucia. Llevaba la larga cabellera blanca pulcramente recogida en la base del cuello con un lazo negro, y las barbas en apretadas trenzas.

—El pergamino —dijo— confirma todo lo que sabia o sospechaba, e incluso insinúa uno o dos secretos más. ¡Ah, aquí está! —Tras rebuscar en diversos bolsillos por fin encontró el anillo y nos lo enseñó. Parecióme un vulgar aro de hierro como los de los guerreros, pero Merlín lo sujetaba en la palma cual si fuera la joya más grande de Britania—. El anillo de Eluned, forjado en el más allá al principio de los tiempos. Un fragmento de metal, en realidad, sin nada especial. —Me lo lanzó y me apresuré a atraparlo—. El anillo por sí solo no tiene poder alguno; ninguno de los trece tesoros lo tiene por separado. El manto de la invisibilidad no hace invisible, como el cuerno de Bran Galed no suena mejor que cualquier otro cuerno de caza. Por cierto, Derfel, ¿fuiste a buscar a Nimue?

—Si.

—Bien hecho, sabia que irías. Es un lugar interesante, la isla de los Muertos, ¿verdad? Suelo ir allí cuando necesito compañía estimulante. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, los tesoros! En realidad no valen nada. La capa de Padarn no se la darías ni a un pordiosero, si fueras buena persona, y sin embargo es uno de los tesoros.

—Entonces, ¿para qué sirven? —preguntó Galahad.

Me había quitado el anillo de la mano y en ese momento se lo devolvió al druida.

—Mandan sobre los dioses, ¿qué esperabas? —soltó Merlín, como si la respuesta fuera tan evidente—. Cada uno por separado son pura chatarra, pero todos juntos pueden hacer que los dioses se pongan a saltar como ranas. Claro está que no es suficiente con ponerlos juntos —añadió inmediatamente—, es necesario llevar a cabo un par de ceremonias más. ¿Y quién sabe si de verdad funcionarán o no? Nadie lo ha intentado hasta ahora, que yo sepa. ¿Nimue se encuentra bien? —me preguntó con mucho interes.

—Ahora si.

—¡Cuánto resentimiento detecto en tu voz! ¿Crees que tendría que haber ido yo a buscarla? Mi querido Derfel, bastante tengo que hacer ya como para ir tras Nimue por toda Britania. Si no es capaz de vérselas con la isla de los Muertos, ¿de qué nos sirve en la tierra?

—Pudo haber muerto —le dije en tono acusatorio acordándome de los necrófagos y los caníbales de la isla.

—¡Naturalmente! ¿Qué sentido tendrían las pruebas sí no encerraran peligro alguno? En verdad tienes ideas infantiles, Derfel. —Sacudió la cabeza de un lado a otro como compadecíendome; luego se puso el anillo en un dedo y nos miro con solemnidad; nos quedamos los dos en suspenso, llenos de respeto y temor esperando una manifestación de poder sobrenatural. Al cabo de unos segundos de ominoso silencio, Merlín se río de nuestra expresión—. ¡Ya os lo he dicho! ¡Los tesoros no tienen nada de especial!

—¿Cuántos habéis reunido? —preguntó Galahad.

—Varios —respondió Merlín evasivamente—, pero aunque tuviera doce de los trece, seguiría necesitando el decimotercero. Derfel, se trata del tesoro perdido, la olla de Clyddno Eiddyn. Sin la olla estamos perdidos.

—Estamos perdidos de cualquier manera —dije con amargura.

Merlín me miró como sí tuviera ante si a un idiota redomado.

—¿La guerra? —preguntó al cabo de unos segundos—. ¿Ese es el motivo que os ha traído aquí? ¿Suplicar la paz? ¡Qué necios sois los dos! Gorfyddyd no quiere la paz a ningún precio, es un verdadero bruto. Tiene el cerebro de un buey, de un buey no muy espabilado, además. Quiere ser rey supremo, lo cual significa reinar en Dumnonía.

—Dice que dejará a Mordred en el trono —arguyó Galahad.

—¡Naturalmente! —replicó Merlín con sarcasmo—. ¿Qué otra cosa iba a decir? Pero en el momento en que ponga las manos en el gaznate de esa criatura contrahecha, se lo retorcerá como a un pollo, de lo cual me alegrare.

—¿Deseáis que venza Gorfyddyd? —pregunté horrorizado.

—Derfel, Derfel —dijo con un suspiro—, te pareces mucho a Arturo. Crees que el mundo es sencillo, que lo bueno es bueno y lo malo, malo, que arriba es arriba y abajo, abajo. ¿Preguntas qué es lo que deseo? Te lo voy a decir. Deseo los trece tesoros y deseo utilizarlos para traer a los dioses de nuevo a Britania; luego les ordenaré que devuelvan a Britania su condición de tierra bendita, como antes de que llegaran los romanos. Se acabaron los cristianos —señaló a Galahad con un dedo— y se acabaron los adeptos a Mitra —y me señaló a mi—, sólo el pueblo de los dioses morará en el país de los dioses. Eso es lo que deseo, Derfel.

—¿Y Arturo? —pregunté.

—¿Qué le pasa a Arturo? Es un hombre, tiene una espada, sabe cuidarse solo. El destino es inexorable, Derfel. Si el destino quiere que Arturo gane esta guerra, no importa que Gorfyddyd reúna a todos los ejércitos del mundo contra él. Si yo no tuviera nada mejor que hacer, confieso que acudiría en ayuda de Arturo, porque le aprecio; pero el destino me hace viejo, cada vez más débil y con una vejiga que parece un pellejo de agua agujereado; tengo que dosificar mis menguantes energías. —Habló de su triste estado con tono enérgico—. Ni siquiera yo puedo ganar la guerra de Arturo, sanar la mente de Nimue y buscar los tesoros de Britania al mismo tiempo. Claro que si descubro que salvando la vida a Arturo encuentro los tesoros, ten por seguro que acudiré a la batalla. Pero si no... —Se encogió de hombros como si la guerra no le importara en absoluto. Y seguramente no le importaba nada. Volvió a mirar por la ventana, hacia las tres estacas clavadas fuera—. Supongo que os quedaréis a presenciar las formalidades.

—¿Os parece oportuno? —pregunté.

—¡Naturalmente, si Gorfyddyd os lo permite! Toda experiencia es buena, por más repugnancia que inspire. He oficiado esos ritos muchas veces, de modo que no voy a quedarme a la diversión, pero descuidad, aquí no corréis peligro. Convertiré a Gorfyddyd en una babosa si se atreve a tocaros un pelo de esa cabeza insensata que tenéis, pero ahora tengo que irme. Iorweth cree que hay una anciana en la frontera con Demetia que tal vez recuerde algún dato de utilidad, si es que vive, claro está, y si conserva la memoria. No me gusta hablar con viejas, agradecen tanto la compañía que no dejan de cotorrear y cambian de tema continuamente. ¡Lo que me espera! Dile a Nimue que tengo muchas ganas de verla.

Y con esas palabras salió por la puerta y cruzó el patio interior a grandes zancadas.

El cielo se nubló por la tarde y una llovizna fea y gris empapó el fuerte antes de caer la noche. El druida Iorweth acudió a visitarnos y nos aseguró que nada nos sucedería, pero nos advirtió con diplomacia de que pondríamos a prueba la hospitalidad de Gorfyddyd, concedida de mala gana, si nos presentábamos al festín de la noche, que señalaría la última reunión de aliados y jefes de Gorfyddyd; después los hombres de Caer Sws emprenderían la marcha hacia el sur para unirse al resto del ejército en Branogenium. Le dijimos que no deseábamos asistir al festín; el druida sonrió al darnos las gracias y se sentó en un banco junto a la puerta.

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