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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (72 page)

BOOK: El rey del invierno
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Acercóse Arturo a abrazar a Tristán y después a saludar a Oengus Mac Airem, el rey irlandés de Demetia cuyo contingente salvara la batalla. Postróse Arturo ante el rey, como siempre, pero Oengus lo levantó y le dio un abrazo de oso. Mien—tras ellos departían, di la vuelta y miré hacia el valle. Estaba fétido de hombres destrozados, lastimoso de caballos en agonía, saturado de cadáveres y cubierto de armas. Me sentía más fatigado que nunca en mi vida, y también mis hombres, pero vi que la leva de Gorfyddyd había llegado desde la montaña y comenzaba a despojar a los muertos y a los heridos, de modo que envié a Cavan con un puñado de los nuestros para que los expulsaran de allí. Los cuervos cruzaban el río y arrancaban las entrañas a los cadáveres. Las cabañas que habíamos incendiado por la mañana todavía humeaban. Pensé en Ceinwyn y, en medio de tanto espanto, mi espíritu voló repentinamente como dotado de grandes alas blancas.

Al volverme, Arturo y Merlín se abrazaban. Arturo parecía a punto de desmoronarse en brazos del druida, pero Merlín lo sostuvo a tiempo y le dio coraje. Después se alejaron juntos hacia los escudos del enemigo.

El príncipe Cuneglas y el druida Iorweth salieron de la barrera circular. Cuneglas llevaba lanza pero no escudo y Arturo no portaba sino a Excalibur en la vaina. Caminaba delante de Merlín y, al acercarse a Cuneglas, hincó una rodilla en tierra e inclinó la cabeza.

—Lord príncipe —le dijo.

—Mi padre se muere —dijo Cuneglas—. Una lanza le dio por la espalda.

Su tono era de acusación, aunque todos sabíamos que, desde el momento en que la línea defensiva se rompía, muchos morían por la espalda.

Arturo permaneció postrado. Pareció quedarse sin respuesta durante unos momentos; después levantó la mirada.

—¿Dais licencia para verlo? —preguntó—. Ofendí a los vuestros, lord príncipe, os insulté en el honor y, aunque no pretendía ofenderos, deseo rogar el perdón de vuestro padre.

Cuneglas quedó desconcertado y se encogió de hombros como no sabiendo si tomaba o no la decisión acertada, pero al fin señaló hacia la barrera de escudos. Arturo se puso en pie y, caminando al lado del príncipe, fue a visitar al rey Gorfyddyd en su lecho de muerte.

Quise advertir a mi señor de que no fuera, pero se lo tragaron las lineas enemigas antes de que yo recuperara el juicio. Me estremecí al pensar en lo que Gorfyddyd le diría, y sabia que le diría las mismas palabras despreciables que me escupiera a mi por encima del escudo machacado por las lanzas. El rey Gorfyddyd no perdonaba a sus enemigos ni les escatimaba sufrimientos, aunque se hallara al borde de la muerte. Máxime hallándose al borde de la muerte. El último placer de Gorfyddyd en este mundo seria hacer daño a su enemigo. Sagramor compartía mis temores y ambos observábamos angustiados hasta que, al cabo de unos momentos, Arturo salió de entre las filas enemigas con el rostro tenebroso como la cueva de Cruachan. Sagramor acudió presto a su lado.

—Miente, señor —dijo Sagramor en voz baja—, siempre ha mentido.

—Sé que ha mentido —dijo Arturo, y se estremecio—. Pero hay mentiras difíciles de escuchar e imposibles de olvidar. —Entonces la rabia se apoderó de él y sacó a Excalibur volviéndose como una fiera hacia el enemigo—. ¿Alguno de vosotros quiere batirse por las mentiras de su rey? —Los retó a voces, paseando ante ellos de lado a lado—. ¿Hay alguno entre vosotros? ¿Hay siquiera uno dispuesto a defender al malvado que morirá con vosotros? ¿Ni uno solo? íPorque maldigo el espíritu de vuestro rey hasta la última oscuridad! ¡Vamos, luchad! —Blandió a Excalibur ante los escudos levantados—. ¡Luchad, basura! —Su rabia era más terrible que todo lo visto en el valle a lo largo del día—. ¡En nombre de los dioses, declaro que vuestro rey miente, que es un malnacido, un ser sin honor, nada! —Les escupió y empezó a abrirse con una sola mano los cierres de mi armadura, que aún llevaba puesta. Logró desatar las correas de los hombros, pero

no las de la cintura, de modo que la coraza le quedó colgando como el mandil de un herrero—. ¡Os doy ventaja! —aulló—. ¡Sin armadura y sin escudo! ¡Venid a luchar contra mi! ¡Demostradme que el malnacido protector de rameras de vuestro rey dice la verdad! ¿Ni uno se atreve? —Estaba fuera de si, en manos de los dioses, y escupía su rabia al mundo, que se encogía ante fuerza tan sobrecogedora. Volvió a escupir—. ¡Rameras rancias! —Se volvió en redondo al ver salir a Cuneglas del circulo de escudos—. ¿Tú, cachorro? —Apuntó la espada hacia Cuneglas—. ¿Tú lucharás por ese montón de basura moribunda?

Cuneglas, como todos los demás, se conmovió ante la furia desatada de Arturo, pero se adelantó desarmado y, a pocos pasos de Arturo, se arrodilló.

—Estamos a vuestra merced, lord Arturo —dijo, y Arturo le miró fijamente. Su cuerpo era presa de la tensión, toda la rabia y la frustración de un día de lucha hervían dentro de él, y por un momento creí que Excalibur silbaría en la oscuridad llevándose por delante la cabeza de Cuneglas; pero entonces el príncipe levantó los ojos—. Ahora soy rey de Powys, lord Arturo, pero estoy a vuestra merced.

Arturo cerró los ojos. Después, sin abrirlos todavía, buscó la vaina de Excalibur a tientas y guardó la larga hoja. Dio la espalda a Cuneglas, abrió los ojos, nos miró a nosotros, sus lanceros, y vi que la locura se desvanecía. Todavía vibraba de rabia, pero la ira incontenible había pasado, y con voz serena pidió a Cuneglas que se levantara. Después llamó a los portadores de las enseñas para que el dragón y el oso prestaran dignidad a sus palabras.

—Estas son mis condiciones —dijo para que todos le oyeran en el valle ensombrecido—; exijo la cabeza del rey Gundleus. Tiempo ha que la conserva gratuitamente y debe hacerse justicia por el asesinato de la madre de mi rey. Cumplido esto, sólo pido la paz entre el rey Cuneglas y mi rey y entre el rey Cuneglas y el rey Tewdric. Pido la paz para todos los britanos.

La perplejidad sumió a todos en el silencio. Arturo había ganado la batalla, sus soldados habían acabado con la vida del rey enemigo y capturado al heredero de Powys, y todos esperaban que exigiera un rescate real por Cuneglas. Sin embargo sólo pidió la paz.

Cuneglas frunció el ceño.

—¿Qué decís de mi trono? —preguntó sin salir de su asombro.

—Vuestro trono vuestro es, lord rey. ¿Qué otro podría sentarse en él? Aceptad mis condiciones, lord rey, y sois libre para regresar a él.

—¿Y el trono de Gundleus? —preguntó Cuneglas, sospechando que tal vez Arturo lo quisiera para si.

—No es vuestro —replicó Arturo con firmeza—, ni mio. Entre ambos encontraremos a quien pueda mantenerlo caliente. Cuando Gundleus muera —añadió implacable—. ¿Dónde se encuentra?

Cuneglas señaló hacia la aldea.

—En uno de los edificios, señor.

Arturo se volvió hacia los lanceros derrotados de Powys y levantó la voz para que todos le oyeran.

—¡Esta batalla nunca debió tener lugar! —declaró—. Mía es la culpa, la acepto y pagaré por ella en cualquier moneda salvo mi vida. Debo a la princesa Ceinwyn mucho más que una disculpa y satisfaré sus deseos sean cuales sean, pero lo único que pido ahora es la alianza entre nosotros. A diario llegan más sajones para tomar nuestras tierras y esclavizar a nuestras mujeres. Contra ellos tenemos que luchar, no entre nosotros. Pido vuestra amistad y, como prueba de tal deseo, quedaos con vuestras tierras, vuestras armas y vuestro oro. No hay victoria ni derrota —señaló hacia el valle ensangrentado y lleno de humo—, sino paz. Lo único que pido es paz y una vida. La de Gundleus. —Miró a Cuneglas de nuevo y bajó la voz—. Espero vuestra decisión, lord rey.

El druida Iorweth corrió presuroso al lado de Cuneglas y hablaron entre ellos. Ninguno de los dos parecía dar crédito a la oferta de Arturo, pues los lores no solían ser magnánimos en la victoria. Quien ganaba batallas exigía rescate, oro, esclavos y tierra; Arturo sólo buscaba amistad.

—¿Y Gwent? —preguntó Cuneglas a Arturo—. ¿Qué pedirá Tewdric?

Arturo hizo un gesto ampuloso dominando el valle con la mirada.

—No veo hombres de Gwent, lord rey. Cuando un hombre no participa en la batalla tampoco participa de los acuerdos posteriores. Pero os aseguro, lord rey, que Gwent desea la paz. El rey Twedric no pedirá sino vuestra amistad y la de mi rey. Una amistad que prometemos no romper jamás.

—¿Y puedo marchar libre si os hago tal promesa? —preguntó Cuneglas con recelo.

—Allá donde deseéis, lord rey, aunque os pido licencia para acompañaros a Caer Sws y hablar más largamente con vos.

—¿Y mis hombres son libres? —insistió Cuneglas.

—Pueden conservar las armas, el oro, la vida y mi amistad —replicó Arturo.

Hablaba más fervientemente que nunca, desesperado por asegurarse de que aquélla seria, para siempre, la última batalla entre britanos, aunque observé que había omitido discretamente toda alusión a Ratae. Tal sorpresa podía esperar.

Cuneglas, al parecer consideraba la oferta harto generosa como para creerla, pero entonces, recordando tal vez su anterior amistad con Arturo, sonrió.

—Tendréis la paz que pedís, lord Arturo.

—Con una última condición —añadió Arturo inesperada y bruscamente, mas no en voz alta, de modo que sólo algunos alcanzamos a oir sus palabras. Cuneglas parecía fatigado, pero aguardó—. Prometedme, lord rey, por vuestra palabra y por vuestro honor, que vuestro padre me mintió en el lecho de muerte.

La paz pendía de la respuesta de Cuneglas, el cual cerró los ojos por un momento como presa del sufrimiento y después habló.

—La verdad nunca fue importante para mi padre, lord Arturo, sólo mostraba interés por las palabras que contribuyeran a colmar sus ambiciones. Mi padre era un mentiroso, lo juro.

—¡Entonces, sea la paz! —exclamó Arturo.

Tan sólo en una ocasión le había visto más feliz, el día en que desposó a Ginebra; pero en ese instante, en medio del humo y el hedor de la batalla ganada, parecía casi tan dichoso como en aquel claro florido a orillas del río. Y, ciertamente, el júbilo le impedía hablar, pues había ganado aquello que había deseado más que nada en el mundo. Había proclamado la paz.

Partieron mensajeros hacia el norte y hacia el sur, a Caer Sws y a Durnovaria, a Magnis y a Siluria. El valle del Lugg apestaba a sangre y humo. Muchos heridos agonizaban allá donde habían caído y gritaban lastimosamente en la noche; los vivos se agrupaban en torno a las fogatas y decían que los lobos bajarían de los montes a cebarse con los muertos de la batalla.

Arturo apenas daba crédito a la magnitud de la victoria. Se había convertido, aunque difícilmente alcanzaba a comprenderlo, en el verdadero soberano del sur de Britania, pues nadie

osaría levantarse contra su ejército, aun encontrándose tan maltrecho. Necesitaba hablar con Tewdric, necesitaba enviar lanceros a la frontera con los sajones, deseaba ansiosamente enviar nuevas a Ginebra y los hombres no cesaban de rogarle favores y tierras, oro y rango. Merlín le hablaba de la olla, Cuneglas quería hablar de los sajones de Aelle y Arturo de Ceinwyn y Lanzarote, mientras que Oengus Mac Airem exigía tierras, mujeres, oro y esclavos de Siluria.

Aquella noche sólo pedí una cosa, y Arturo me la concedió.

Me entregó a Gundleus.

Habiase refugiado el rey de Siluria en la aldea, en un pequeño templo romano adjunto a un casa romana de mayores dimensiones. El templo era de piedra, no tenía más ventana que un burdo agujero en el alto techo para dar salida al humo y una sola puerta que se abría al patio de las cuadras de la casa. Gundleus había intentado salir del valle, pero su caballo había caído por el arma de un jinete de Arturo; en aquel momento, el rey aguardaba su destino como un rata en el último agujero. Un puñado de fieles lanceros silurios guardaba la puerta del templo, pero desertaron tan pronto vieron a mis guerreros salir de la oscuridad.

Tanaburs se hallaba solo vigilando el templo, iluminado por fuego, y había levantado una pequeña valla de espíritus con dos cabezas recién cortadas, que había colocado al pie de las jambas de la puerta. Vio destellar las puntas de nuestras lanzas en la entrada del patio y levantó la vara de media luna lanzándonos maldiciones sin parar. Rogaba a los dioses que marchitaran nuestros espíritus cuando, súbitamente, dejó de gritar.

Interrumpió sus maldiciones en el momento en que desenvainé a Hywelbane. Al oir el ruido, atisbó en el oscuro patio por donde Nimue y yo avanzábamos juntos; me reconoció y chilló asustado, un chillido breve, como el que exhalan la liebres atrapadas por un gato montés. Sabia que su espíritu me pertenecía y desapareció aterrorizado por la puerta del templo. Nimue dio un puntapié burlonamente a las cabezas y entró detrás de mi. Llevaba una espada. Mis hombres aguardaban fuera.

El templo estuvo en su día dedicado a algún dios romano, aunque las calaveras que colgaban en aquel momento de lo alto, contra las desnudas paredes de piedra, eran en honor de los dioses britanos. Las negras órbitas de los ojos de los cráneos miraban sin ver las dos fogatas que iluminaban la estancia alta y estrecha donde Tanaburs se había hecho un circulo mágico de cráneos amarillentos. Lo encontramos en el interior del circulo, salmodiando hechizos; detrás de él, contra la pared del extremo opuesto, donde había un altar bajo de piedra manchado de negro por la sangre de un sacrificio, estaba apostado Gundleus con la espada desenvainada.

Tanaburs, la túnica bordada salpicada de barro y sangre, levantó la vara e insultóme con sucias palabras. Me maldijo por el agua y por el fuego, por la tierra y por el aire, por la piedra y por la carne, por el rocio y por la luz de la luna, por la vida y por la muerte, y ninguna de sus maldiciones detuvo mi lento andar hacia él, con Nimue, que llevaba sucia su blanca túnica a mi lado. Tanaburs escupió la última maldición y me señaló directamente a la cara con la vara.

—¡Tu madre vive, sajón! —me dijo a gritos—. Tu madre vive y su vida me pertenece. ¿Me oyes, sajón? —Me enseñó los dientes sin moverse de su circulo, el viejo rostro hundido en la sombra entre las dos hogueras encendidas en el templo que hacían su mirada fulminante y roja—. ¿Me oyes? —volvió a gritar—. ¡El espíritu de tu madre me pertenece! Me lo apropié copulando con ella. Hice con ella la bestia de dos espaldas y derramé su sangre para apoderarme de su espíritu. Tócame, sajón, y el espíritu de tu madre irá directo a los dragones de fuego. La tierra la aplastará, el aire la quemará, el agua la ahogará y penará por los siglos de los siglos. Y no sólo penará su espíritu, sajón, sino también el espíritu de todo ser viviente engendrado en sus entrañas. Derramé su sangre por el suelo, sajón, y llene su vientre de mi poder. —Rió y levantó la vara hacia las vigas del techo—. Tócame, sajón, y la maldición le segará la vida arrastrando la tuya consigo. —Bajó la vara y me apuntó nuevamente—. Pero si me dejas ir, ella y tú viviréis.

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