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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (43 page)

BOOK: El río de los muertos
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En el camino al Consejo, lady Odila desconcertó a Gerard al echar repetidas miradas a su cabello, que seguramente estaría todo de punta, como era habitual.

—Es amarillo —dijo finalmente, molesto—. Y necesita un corte. Por lo general no...

—Los molletes de maíz de Tika —comentó lady Odila, sin apartar los verdes ojos del pelo—. Tienes el cabello tan amarillo como los molletes de Tika.

—¿De qué conoces a Tika? —demandó Gerard, estupefacto.

—¿Y tú? —preguntó ella a su vez.

—Era la propietaria de la posada El Último Hogar, en Solace, donde estaba destacado, como ya he dicho. Si lo que intentas es ponerme a prueba...

—Ah, esa Tika —dijo lady Odila.

—¿Dónde has...? ¿Quién te...?

La dama, con gesto pensativo, sacudió la cabeza y rehusó contestar a sus preguntas. Los dedos de la mujer se cerraban sobre su brazo como un cepo —era corpulenta y tenía manos muy fuertes—; sin darse cuenta lo instaba a caminar a su mismo paso, largo y rápido, sin reparar en que los grilletes y las cadenas de los pies le obstaculizaban los movimientos, de manera que se veía forzado a mantener un incómodo y doloroso trote para no quedarse atrás.

No vio razón para llamar la atención de la dama sobre ese detalle. No pensaba hablar más con esa desconcertante mujer, que se limitaría a hacer un chiste o sacar punta a sus palabras. Se dirigía ante el Consejo de Caballeros, se presentaría ante lores que lo escucharían sin prejuicios. Había decidido qué partes de su historia contaría sin reserva y qué otras se guardaría para sí (como lo del kender muerto que viajaba en el tiempo). Su relato, aunque extraño, era verosímil.

Llegaron a la Cámara de los Caballeros, el edificio más antiguo de Solanthus, que databa de la época en que la ciudad fue fundada por, según la leyenda, un hijo de Vinas Solamnus, el fundador de la Orden de los Caballeros de Solamnia. Edificada con granito recubierto de mármol, la Cámara de los Caballeros había sido una construcción sencilla en su origen, a semejanza de un fortín. Con el paso de las eras se habían ido añadiendo pisos, alas, torres y atalayas, de manera que el sencillo fortín se había transformado en un conjunto de edificios alrededor de un patio central. Se había establecido una escuela donde se instruían los aspirantes a caballeros no sólo en el arte de la guerra, sino también en el estudio de la Medida y cómo debían interpretarse sus leyes, ya que dichos caballeros dedicarían sólo una pequeña parte de su tiempo a la lucha. Nobles lores, eran líderes en sus comunidades y de ellos se esperaba que atendieran peticiones e impartieran justicia. Aunque el vasto complejo de estructuras había sobrepasado hacía mucho tiempo la denominación de «cámara», los caballeros seguían refiriéndose a él con ese término por deferencia al pasado.

Antaño, los templos de Paladine y de Kiri-Jolith, este último un dios particularmente venerado por los caballeros, habían formado parte del complejo. Tras la marcha de los dioses, los caballeros habían permitido cortésmente a los clérigos que se quedaran, pero —perdido el poder de su oración— los clérigos se sintieron inútiles e incómodos. Los templos guardaban recuerdos tan penosos que habían acabado marchándose. Ahora seguían abiertos y se habían convertido en el lugar preferido por los caballeros para estudiar o pasar veladas enfrascados en largos debates filosóficos. Los templos rezumaban una paz que propiciaba la reflexión, o eso se decía. Muchos de los estudiantes más jóvenes los consideraban una curiosidad.

Gerard nunca había visitado Solanthus, pero había oído a su padre describir la ciudad y, evocando esas descripciones, intentó adivinar cuál era este o aquel edificio. Reconoció el Gran Salón, por supuesto, con su tejado de dos aguas formando un pronunciado ángulo, sus arbotantes y su ornamentada manipostería.

Odila lo condujo al interior de ese edificio. Gerard vio de refilón la enorme cámara donde se celebraban las asambleas ciudadanas. Odila lo escoltó primero por una escalera de piedra que ascendía en espiral, y luego por un pasillo largo que devolvía el eco de sus pisadas. El corredor estaba iluminado por lámparas de aceite instaladas en altos y pesados pedestales de piedra, los cuales se habían tallado a semejanza de doncellas que sostenían las lámparas en sus manos extendidas. Las esculturas eran extraordinarias —todas las doncellas eran distintas, inspiradas en modelos reales—, pero Gerard estaba tan absorto en sus pensamientos que apenas se fijó en ellas.

El Consejo, formado por tres caballeros, los cabezas de las tres Órdenes de la caballería —la de la Espada, la de la Rosa y la de la Corona— acababa de reunirse. Los caballeros se encontraban al final del pasillo, separados de los nobles lores y ladies y de unos pocos plebeyos que habían acudido a presenciar el juicio y que ahora empezaban a entrar silenciosamente en la sala. Un Consejo de Caballeros era un acto solemne. Muy pocos hablaban, y los que lo hacían mantenían la voz baja. Lady Odila hizo que su detenido se parara, lo dejó al cuidado de los guardias y fue a informar al heraldo que el prisionero estaba presente.

Cuando hubieron entrado todos los que se sentaban en la galería, los caballeros coroneles entraron en la sala precedidos por varios escuderos que llevaban el emblema de los Caballeros de Solamnia, con la espada, la rosa, la corona y el martín pescador. A continuación marchaba la bandera de Solanthus, y tras ésta, los estandartes de los tres caballeros coroneles que formaban el Consejo.

Mientras esperaba a que ocuparan sus sitios, Gerard recorrió con la mirada la muchedumbre, buscando a alguien que lo conociera a él o a su padre. No vio a nadie conocido y se le cayó el alma a los pies.

—Hay alguien que afirma conocerte —dijo lady Odila al regresar. La mujer se había percatado de su mirada escudriñadora a la asamblea e imaginó su intención.

—¿De verdad? —preguntó, aliviado—. ¿Quién es? ¿Quizá lord Jeffrey de Lynchburgo o quizá lord Grantus?

Lady Odila negó con la cabeza y sus labios se curvaron.

—No, no. Ninguno de esos. De hecho, no es un caballero en absoluto. Lo llamarán para que testifique a tu favor. Acepta mis condolencias, por favor.

—¿Qué...? —empezó, furioso, Gerard, pero ella lo interrumpió.

—Oh, y en caso de que estuvieras preocupado por tu Dragón Azul, te complacerá saber que hasta ahora ha escapado a nuestros intentos de acabar con él. Encontramos la cueva vacía, pero sabemos que sigue por los alrededores. Hemos recibido informes de ganado que ha desaparecido.

Gerard sabía que debería estar del lado de los caballeros en esa contienda, pero se sorprendió animando para sus adentros a Filo Agudo, que había sido una montura leal y valiente. Lo conmovió el hecho de que el dragón estuviera arriesgando su vida para permanecer en la zona, aunque a estas alturas Filo Agudo debía suponer que a Gerard tenía que haberle pasado algo malo.

—Traed al prisionero —llamó el alguacil.

Lady Odila tendió la mano para agarrar a Gerard y conducirlo a la sala.

—Siento que tengas que llevar los grillos —le dijo en voz baja—, pero es la ley.

La miró sorprendido. No podía entenderla aunque en ello le fuera la vida. Respondió con una inclinación de cabeza a regañadientes, esquivó sus dedos y echó a andar por delante de ella. Puede que tuviera que entrar en la sala engrillado y haciendo tintinear las cadenas, pero lo haría por sí mismo, con orgullo, bien alta la cabeza.

Penetró en la sala renqueando, en medio de los susurros y murmullos de los que ocupaban la galería. Los caballeros coroneles se sentaban a una mesa de madera, situada al fondo de la sala. Gerard conocía los procedimientos, ya que había asistido como espectador a otros Consejos de Caballeros, y caminó hacia el centro de la estancia para rendir homenaje a los tres hombres que lo juzgarían. Los tres caballeros lo observaron con gesto grave, pero Gerard dedujo por sus miradas aprobadoras y sus leves asentimientos de cabeza que les había causado una impresión favorable. Se alzó de su reverencia, y en el momento en que se volvía para ocupar su sitio en el banquillo de los acusados, oyó una voz que barrió todas sus esperanzas y expectativas, y le hizo pensar que tanto daba si mandaba llamar al verdugo y así ahorraba molestias a todos.

—¡Gerard! —gritó la voz—. ¡Aquí, Gerard! ¡Soy yo, Tasslehoff! ¡Tasslehoff Burrfoot!

* * *

Los espectadores estaban situado al otro extremo de la gran sala rectangular, y los caballeros coroneles al fondo. El banquillo para los presos y sus guardias estaba a la izquierda. A la derecha, contra la pared, había asientos para quienes tenían peticiones que hacer al Consejo, asuntos que tratar, o prestar testimonio.

Goldmoon descansaba en uno de esos asientos. Había esperado dos horas hasta que el Consejo se reunió. Había dormido un poco durante su espera, su descanso alterado como siempre por el remolino de figuras e imágenes multicolores. Despertó cuando oyó entrar a la gente para ocupar los asientos de la galería. La miraron de forma extraña, algunos de hito en hito, otros resultando obvio su esfuerzo por no mirarla. Cuando los caballeros coroneles entraron, le hicieron una profunda reverencia, y uno de ellos se arrodilló para pedirle su bendición.

Goldmoon comprendió que el Maestro de la Estrella Mikelis había propagado la noticia del milagro de su recobrada juventud.

Al principio se sintió molesta y furiosa con Mikelis por haberle dicho a la gente lo que ella le había pedido que no dijera. Después, al reflexionar, admitió que su actitud era irrazonable. El Maestro de la Estrella tendría que haber dado alguna explicación de su aspecto cambiado, y le había ahorrado el penoso trabajo de tener que describir una vez más lo que le había ocurrido, revivir la noche de aquella terrible transformación. Aceptó la muestra de respeto y reverencia de los caballeros con paciencia. También los muertos revoloteaban a su alrededor; claro que ellos siempre la rodeaban.

El Maestro de la Estrella se sentó protectoramente a su lado, observándola con una mezcla de sobrecogimiento, lástima y perplejidad. Obviamente no entendía por qué no iba corriendo por las calles proclamando el maravilloso don que se le había otorgado. Nadie lo entendía. Confundían su paciencia con humildad, y la respetaban por ello, pero también se sentían contrariados. Se le había concedido ese gran don, uno que cualquiera de ellos habría recibido con alegría. Lo menos que podía hacer era disfrutarlo.

El Consejo de Caballeros se constituyó con las formalidades rituales que tanto gustaban a los solámnicos. Tales formalidades honraban todas y cada una de las etapas importantes en la vida de un solámnico, desde el nacimiento hasta la muerte, y ningún acto se daba por celebrado sin innumerables declaraciones, lecturas y citas de la Medida.

Goldmoon se recostó contra la pared, cerró los ojos y se quedó dormida. Se iniciaron los primeros compases del juicio a un caballero, pero Goldmoon no fue consciente de los procedimientos. El sonsonete de las voces era una música de fondo para sus sueños, y en ellos se encontraba de nuevo en Tarsis. La ciudad era atacada por un gran escuadrón de dragones. Se encogió, aterrada, cuando las sombras de sus alas multicolores convirtieron el día en noche cerrada. Tasslehoff gritaba su nombre. Le decía algo, algo importante...

—¡Tas! —gritó mientras se sentaba derecha bruscamente—. ¡Tas, busca a Tanis! He de hablar con él...

Parpadeó y miró en derredor desconcertada.

—Goldmoon, Primera Maestra —dijo suavemente Mikelis mientras acariciaba sus manos con gesto tranquilizador—. Estabas soñando.

—Sí —musitó—. Estaba soñando...

Intentó recordar el sueño, pues había descubierto algo importante e iba a decírselo a Tanis. Pero, por supuesto, Tanis no estaba allí. Ninguno de ellos estaba allí. Se encontraba sola y no conseguía recordar qué había soñado.

Todo el mundo en la sala la miraba fijamente. Sus gritos habían interrumpido el juicio. El Maestro de la Estrella indicó con un gesto que la mujer se encontraba bien, y los caballeros coroneles volvieron de nuevo su atención al caso que tenían entre manos, llamando al prisionero para que se presentara ante ellos.

La mirada de Goldmoon vagó sin rumbo por la sala, observando a los agitados espíritus flotando entre los vivos. El runrún de las voces de los caballeros coroneles continuó, y no les prestó atención hasta que llamaron a Tasslehoff a declarar. El kender estaba en el banquillo, una figura diminuta y raída entre los altos guardias, espléndidamente vestidos.

El kender, que jamás se amilanaba ni se dejaba intimidar por cualquier demostración de fuerza ni de ceremonial, explicó a los caballeros coroneles su llegada a Solace y relató lo que le había acontecido a partir de entonces.

Goldmoon ya había oído la historia en la Ciudadela de la Luz, y recordaba a Tasslehoff hablando de un caballero solámnico que lo había acompañado a Qualinesti, en busca de Palin. Al escuchar ahora al kender, comprendió que el caballero sometido a juicio era el mismo que había encontrado a Tas en la Tumba de los Últimos Héroes, el que había estado presente en la muerte de Caramon, el que se había quedado atrás para enfrentarse a los caballeros negros a fin de que Palin pudiese escapar del reino elfo. El mismo caballero que había forjado el primer eslabón de una larga cadena de acontecimientos.

Entonces miró al caballero con interés. El joven había entrado en la sala con un aire severo, de dignidad ofendida, pero ahora que el kender había empezado a hablar en su defensa mostraba un gran abatimiento. Se sentaba hundido en el banquillo, con las manos colgando ante sí, la cabeza inclinada, como si su suerte ya se hubiese decidido y fueran a conducirlo al tajo. Tasslehoff, ni que decir tiene, estaba disfrutando de lo lindo.

—Afirmas, kender, que ya has asistido anteriormente a un Consejo de Caballeros —dijo lord Ulrich, Caballero de la Espada, quien, a juzgar por su tono y su actitud, se empeñaba en recalcar al kender la gravedad de la situación.

—Oh, sí —contestó Tas—. El del juicio a Sturm Brightblade.

—¿Cómo dices? —inquirió lord Ulrich, desconcertado.

—Al de Sturm Brightblade —repitió Tas, levantando la voz—. ¿No has oído hablar de Sturm? Fue uno de los Héroes de la Lanza. Como yo —añadió, poniendo la mano sobre el pecho con actitud modesta. Al reparar en las miradas perplejas de los caballeros, decidió que era el momento de entrar en detalles—. Aunque no estuve presente en el castillo Uth Wistan, cuando sir Derek intentó expulsar a Sturm de la caballería acusándolo de cobardía, mi amigo Flint Fireforge me contó lo ocurrido cuando llegué allí, después de haber roto el Orbe de los Dragones en el Consejo de la Piedra Blanca. Los elfos y los caballeros discutían sobre quién debería tener el Orbe y...

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