Antes de que pudiese dar respuesta a su propia pregunta, su hijo Marty llamó dos veces a la puerta y entró sin más. Saludó a su padre con un «¿Qué tal, papá?» y fue directamente a la cocina. «No te levantes, me voy ahora mismo, sólo quiero tomar algo fresco. He subido todo el trayecto desde Capitol Hill. Ya sabes, el ejercicio, a ti tampoco te vendría nada mal, creo que has engordado un poco desde que murió mamá.»Henry se miró la cintura y apretó el botón del mando a distancia para quitar el sonido del televisor. Había estado mirando las noticias para saber algo más del descubrimiento del Hotel Panamá, pero no lo habían mencionado. Hoy debía ser un día con muchas noticias más importantes. En el regazo tenía una pila de viejos álbumes de fotos y unos pocos anuarios escolares manchados y con olor a moho a consecuencia del aire húmedo de Seattle, que enfriaba el suelo de hormigón del perpetuamente inacabado sótano de Henry.
Marty y él no habían hablado mucho desde el funeral. Marty estaba ocupado con sus estudios de química en la universidad de Seattle, lo que era bueno, porque parecía mantenerle apartado de los líos. Pero la universidad también parecía mantenerle apartado de la vida de Henry, algo aceptable en vida de Ethel, pero que ahora hacía mucho más grande el hueco en su vida. Era como estar al lado de un cañón, gritando, y siempre esperando un eco que nunca llegaba. Cuando Marty iba a la casa, parecía que las visitas sólo eran para hacer la colada, lavar el coche, o pedirle dinero, que Henry siempre le daba sin mostrar nunca el menor enfado.
Ayudar a Marty a pagar sus estudios siempre había sido un segundo frente para Henry, si cuidar de Ethel había sido el primero. A pesar de una pequeña beca, Marty seguía necesitando de los préstamos a estudiantes para pagar su carrera, pero Henry había optado por una jubilación anticipada en su empleo en Boeing para cuidar de Ethel a tiempo completo así que sobre el papel tenía mucho dinero a su nombre. Parecía un hombre con medios. Para los prestamistas, Marty pertenecía a una familia con una sólida cuenta bancaria, pero los prestamistas no pagaban las facturas médicas. Cuando ella falleció, sólo quedaba lo justo para pagar un entierro decente, un gasto que Marty consideraba innecesario.
Henry tampoco se había molestado en hablarle a Marty de la segunda hipoteca; aquella que había pedido para pagarle los estudios cuando se habían acabado los préstamos a estudiantes. ¿Por qué preocuparle? ¿Por qué meterle presión? La universidad ya era bastante dura. Como cualquier otro buen padre, quería lo mejor para su hijo, incluso si no hablaban del tema.
Henry continuó mirando los álbumes de lotos, desvaídos recuerdos de sus propios días de estudiante, a la búsqueda de alguien que nunca había encontrado. «Intento no vivir en el pasado», pensó, «pero quién sabe, algunas veces el pasado vive en mí.» Desvió la mirada de las fotos para mirar a Marty, que volvía de la cocina con un vaso de té verde frío. Se sentó por un momento en el sofá, y después se pasó al viejo sillón reclinable de su madre delante mismo de Henry, que se sintió mejor al ver que alguien… cualquiera, ocupaba el espacio de Ethel.
—¿Es lo que quedaba del té frío? —preguntó Henry.
—Sí —respondió Marty—, y he dejado el último vaso para ti, papá.
El chico dejó el té en un posavasos de jade junto a Henry. Él se dio cuenta de lo viejo y cínico que se había vuelto en los meses que habían transcurrido desde el funeral. No era Marty. Era él; necesitaba salir más. Hoy había sido un buen comienzo.
Incluso así, Henry sólo fue capaz de murmurar «Gracias».
—Lamento no haber venido por aquí últimamente; los exámenes finales me están matando, y no quiero desperdiciar todo el dinero que tanto os costó ganar a mamá y a ti para que pudiese ir a la universidad.
Henry sintió su rostro enrojecer por la culpa mientras la vieja y ruidosa caldera se apagaba y dejaba fresca la casa.
—Es más, te he traído un pequeño presente como muestra de mi agradecimiento. —Marty le dio un pequeño sobre
lai see
, rojo vivo, con un reluciente sello dorado en relieve, en el anverso.
Henry cogió el pequeño regalo con las dos manos.
—Un sobre con dinero de la suerte. ¿Me devuelves el dinero?
Su hijo sonrió con las cejas enarcadas.
—En cierto sentido.
No importaba lo que fuese. Henry sintió una profundad humildad ante el gesto de su hijo. Tocó el sello dorado. Tenía grabado el símbolo cantonés correspondiente a «prosperidad». Dentro había una hoja de papel plegada. Las notas de Marty. Había conseguido un 4.
—Me gradúo
summa cum laude
, que es el máximo honor.
Siguió un silencio, sólo el zumbido eléctrico del televisor mudo.
—¿Estás bien, papá?
Henry se tocó la comisura de un ojo con el dorso de su mano callosa.
—Quizá la próxima vez, seré yo quien te pida dinero.
—Si alguna vez quieres acabar la universidad, será un placer darte el dinero, papá. Te daré una beca.
Una beca. La palabra tenía un significado especial para Henry, no sólo porque nunca había acabado la universidad, aunque quizás eso había sido sólo una parte. En 1949 había abandonado la universidad de Washington para convertirse en aprendiz de delineante. El programa ofrecido a través de Boeing era una gran oportunidad, pero, en el fondo, Henry sabía la verdadera razón del abandono; la dolorosa razón. Le había costado mucho integrarse. Un sentido de aislamiento le había quedado de todos aquellos años. No tanto por la presión de los compañeros. Sino por su rechazo.
Mientras miraba el anuario escolar de sexto grado, recordó todo aquello que había odiado y amado de la escuela. Rostros extraños aparecieron en sus pensamientos, una y otra vez, como en una vieja moviola. Las miradas hostiles de los enemigos en el patio, el duro contraste con la sonriente inocencia de las fotos del anuario. En la columna junto a la foto a doble página de la clase había una lista de nombres: aquellos que «no estaban en la foto». Henry encontró su nombre en la lista; era verdad que estaba ausente de las filas y filas de niños sonrientes. Pero había estado allí aquel día. Todo el día.
El joven Henry Lee dejó de hablar a sus padres cuando tenía doce años. No por alguna absurda rabieta infantil, sino porque ellos se lo pidieron. En todo caso, era así cómo lo había sentido. Le habían pedido, no, le dijeron, que dejase de hablar chino. Era 1942, y estaban desesperados porque él aprendiese inglés. Algo que sólo había servido para que Henry se sintiese todavía más desconcertado cuando su padre le abrochó en la camisa un distintivo que decía «Soy chino». El contraste parecía absurdo. «No tiene ningún sentido», pensó. «El orgullo de mi padre por fin ha podido más que él.»«Wo bu dong» dijo Henry en perfecto cantonés.
No lo entiendo.
Su padre le dio una bofetada. En realidad fue más un cachete, sólo algo para llamar su atención.
—Nunca más. Tú sólo hablar americano. —Las palabras las dijo en
chinglish.
—No lo entiendo —repitió Henry en inglés.
—¿Hah? —preguntó su padre.
—Si se supone que no debo hablar en chino, ¿por qué debo llevar esta insignia?
—¿Qué dice? —Su padre se volvió hacia su madre, que espiaba desde la cocina. Ella le miró con una expresión de desconcierto y se encogió de hombros para después continuar con lo que cocinaba, por el olor, un pastel de castañas de agua. Su padre le miró de nuevo y, con un gesto, le envió a la escuela.
Dado que Henry no podía preguntar en cantonés y sus padres apenas si entendían el inglés, dejó correr el tema, cogió la mochila y la fiambrera, bajó las escaleras y salió al aire salobre con olor a pescado del barrio chino de Seattle.
La ciudad entera era un bullicio por la mañana. Hombres con las camisas manchadas de pescado cargaban cajones de besugos y cubos de almejas sepultadas en hielo, Henry pasó junto a ellos y les oyó hablarse los unos a los otros en un dialecto chino que ni siquiera él comprendía.
Continuó hacia el oeste por Jackson Street y dejó atrás el carro de un florista y un adivino que vendía billetes de lotería en lugar de ir hacia el este, en dirección a la escuela china que sólo estaba a tres calles del apartamento del segundo piso que compartía con sus padres. Esta rutina matinal, caminar en sentido contrario, le llevaba a encontrarse con docenas de chicos de su misma edad que iban, todos ellos, en dirección opuesta.
«
Baak gwai! Baak gwai
!» le gritaban. Algunos sólo le señalaban y se reían. Significaba «diablo blanco»; un término por lo general reservado a los caucásicos, y eso sólo si en realidad se merecían el insulto. Un puñado de chicos se compadecía de él, aquellos que habían sido sus antiguos compañeros de clase y una vez sus amigos. Chicos que conocía desde primer grado, como Francis Lung y Harold Chew. Ellos le llamaban «Casper», como el personaje de
El pequeño fantasma
. Al menos no era Látigo, Tofo, o Gordy.
«Quizá sea por esto», pensó Henry, con la mirada puesta en la ridícula insignia que decía
Soy chino
. «Gracias, papá, y, ya puestos, podrías ponerme un cartel en la espalda que diga "Pégame".»
Henry aceleró el paso hasta que por fin llegó a la esquina y dio la vuelta para ir hacia el norte. A medio camino de la escuela, siempre se detenía en la arcada de hierro de South King Street, donde le daba su almuerzo a Sheldon, un saxofonista que le doblaba en edad y que tocaba para los turistas y por la calderilla. A pesar de la pujante economía de Boeing Field, la prosperidad no parecía llegar a los oriundos como Sheldon. Era un muy buen intérprete de jazz, pero su pobreza tenía poco que ver con su capacidad musical y más con su color. A Henry le había caído bien desde el primer momento, no porque ambos fuesen marginados, aunque si lo pensaba a fondo, quizás hubiese algo de verdad; no, le gustaba por su música. Henry no sabía qué era el jazz, sólo sabía que era algo que sus padres no escuchaban, y eso hacía que le gustase todavía más.
—Bonita insignia, chico —comentó Sheldon, mientras se preparaba para las interpretaciones de la tarde—. Es una muy buena idea, después de lo sucedido en Pearl Harbor y todo el rollo.
Henry, que ya se había olvidado de la insignia de la camisa, la miró de nuevo.
—Una idea de mi padre —murmuró. Su padre odiaba a los japoneses. No porque hubiesen hundido al U.S.S
Arizona
. Los odiaba porque llevaban bombardeando Chunking sin interrupción desde hacía cuatro años. El padre de Henry nunca había estado allí, pero sabía que la capital provisional de Chiang Kai-Shek ya se había convertido en la ciudad más bombardeada de la historia.
Sheldon asintió en un gesto de aprobación y tocó la fiambrera de hojalata colgada de la mochila de Henry.
—¿Qué tenemos hoy para comer?
Henry le dio la fiambrera.
—Lo mismo de siempre. —Un sándwich de huevo y aceitunas, zanahoria rallada, y una manzana. Al menos su madre tenía el gesto de prepararle un almuerzo norteamericano.
La sonrisa de Sheldon dejó a la vista un diente con una funda de oro.
—Gracias, señor, que pase un buen día.
Henry llevaba dándole su almuerzo a Sheldon desde su segundo día en Rainier Elementary. Se sentía más seguro de esa manera. El padre de Henry había mostrado un gran entusiasmo cuando su hijo había sido admitido en el colegio, sólo para blancos, al final de la avenida Yester. Había sido un momento de orgullo para los padres de Henry. No dejaban de comentárselo a sus amigos en la calle, en el mercado y en la Bing Kung Benevolent Association donde los sábados jugaban al bingo y al
mah jongg
. Le habían dado una
schola rshipping
, una beca, que había sido la única palabra que había oído decir a sus padres en inglés.
Pero lo que Henry sentía distaba mucho del orgullo. Sus emociones habían ido mucho más allá del miedo, para llegar al punto en que sólo se trataba de la lucha por la supervivencia. Esa era la razón por la que, después de haber recibido una paliza a manos de Chaz Preston cuando le quitó su comida el primer día de escuela, había aprendido a dársela a Sheldon. Además, obtenía una ganancia por la transacción, pues cada día al volver a casa sacaba una moneda del fondo de la funda de Sheldon. Con el dinero conseguido a cambio de la comida, Henry compraba para su madre una azucena, su flor preferida, una vez a la semana. Se sentía un tanto culpable por no comerse lo que ella le había preparado con tanto cariño, pero siempre la compensaba con la flor.
—¿Cómo es que compras flores? —le había preguntado ella en chino.
—Hoytodoestabaalaventarebajadounaofertaespecial. —Se inventaba alguna excusa en inglés, en un intento por explicar la compra y también el cambio que siempre traía a casa después de hacer las compras en el mercado. Lo decía de corrido, casi seguro de que ella no lo entendería. Su mirada de desconcierto daba paso a una agradecida aceptación, mientras asentía y guardaba el cambio en el monedero. Ella apenas si entendía el inglés, pero Henry veía que su madre valoraba su aparente capacidad para el regateo.
Si sus problemas en la escuela pudiesen resolverse con la misma facilidad…
Para Henry, la beca tenía muy poco que ver con los estudios y todo con el trabajo. Por fortuna, había aprendido a trabajar deprisa. Tenía que hacerlo. Sobre todo sus funciones previas a la hora de la comida, ya que sólo salía diez minutos antes de finalizar la clase. Era el tiempo justo para llegar a la cafetería, donde se ponía un delantal blanco almidonado largo hasta las rodillas y les servía la comida a los otros chicos.
Durante los últimos meses, había aprendido a cerrar la boca y no hacer caso de las provocaciones; en particular de los matones como Will Whitworth, Cari Parks y Chaz Preston.
La señora Beatty, la cocinera, tampoco era de gran ayuda. Flatulenta y con una redecilla en el pelo, era la definición de una de las palabras favoritas de Henry: tipa. Cocinaba lo que se dice literalmente a mano porque lo medía todo con sus viejos y sucios mitones. Los gruesos antebrazos eran una prueba de que nunca había utilizado una batidora eléctrica. Pero, lo mismo que un perro que se niega a hacer lo suyo en el mismo lugar donde duerme, ella nunca comía lo que cocinaba. En cambio, siempre compraba su comida. Tan pronto como Henry se ataba los cordones del delantal, ella se quitaba la redecilla y desaparecía con su caja de comida y un paquete de Lucky Strikes.