Casi a los postres, Ernesto me comunicó que quería ir un tiempo a Las Palmas. Iban a operar del corazón a su padre y, ahora que podía, quería estar a su lado. No me propuso acompañarlo como siempre lo habíamos hecho. Necesitábamos respirar un aire único e individual. Eso lo sabía él. Eso lo sabía yo, aunque ninguno de los dos dijéramos nada. Me pareció una idea magnífica.
La lealtad es un sentimiento que se cuece a fuego lento, día a día, año a año, gripe a gripe, nómina a nómina, letra a letra, beso a beso, secreto a secreto, hijo a hijo, piel a piel y, finalmente, memoria a memoria. La lealtad es el agua. Algo de lo que no se puede prescindir en el matrimonio, en la vida.
Diego seguía en Londres. Juan en Alemania. Marina se iba con sus primas a Cádiz. Estábamos en Semana Santa y todo el mundo tenía planes.
En tres días compramos el billete. Hicimos la maleta. Escogimos regalos para suegros, cuñados, amigos, y nos abrazamos también con ganas. Nos plantamos en el aeropuerto los tres. Y digo los tres porque cuando sonó el móvil supe que era Mateo. Tenía que buscar las gafas en el bolso, ponérmelas, mirar la pantallita y leer su nombre. Pero incluso con aquella visión difusa, y sin necesidad de alejar demasiado el aparatito, supe que era él. Y no cogí el teléfono, porque quería abrazar bien a Ernesto, largamente, cerrando los ojos, apretando el abrazo, diciéndole todo lo que debía decirle... Que tenía que seguir por aquel camino que sabía torcido, que en el fondo estaba segura de que se iba para dejarme a solas, porque no quería ver cómo me alejaba de él, que lo quería, y eso se lo dije. Y luego, con lágrimas en los ojos, volví a cobijarme, a respirar su olor y si en ese momento yo hubiera podido encomendarme a algún santo, virgen, o dios, le hubiera pedido con todas mis fuerzas que no me separara de aquel hombre.
Pero no tenía dios, era libre, libre para elegir.
Cuando llegué al aparcamiento, y después de secarme las lágrimas, llamé a Mateo. El dolor profundo que sentía no inhabilitaba el deseo. Era esa la esquizofrenia que no podía entender, pero allí estaba mi vida de bolero. Estaba en Madrid. Quería verme. ¿Me mandaba el billete?
El ser humano es apasionante. Un rosario de contradicciones. Eso es una cosa que me engancha a la vida. Me gustan todas las risas que siempre son distintas, y todos los llantos que no lloran por la misma pena. Y yo, que formo parte del pack ese de los humanos apasionantes, y que había llamado a Mateo porque lo tenía tatuado como un tercer ojo, pues eso, que voy y nada más oír su voz anhelada, deseada, soñada... voy y le hablo de la biografía de su padre. Le comunico, como si fuera una asalariada hablando con su jefe, que los últimos acontecimientos familiares me habían dejado al margen de cualquier actividad, pero que pensaba retomar en cuanto pudiera. Le hablaba como si no me hubiera acostado con él, como si no deseara hacerlo de nuevo, como si no me muriera por tocarlo. Como si no me sintiera feliz porque Ernesto volaba lejos de mi deseo. Afortunadamente —y sigo hablando de la diversidad—, él ignoró mi intención.
—¿Dónde estás? —me preguntó.
—En el aeropuerto, acabo de dejar a Ernesto. Se va a Las Palmas. Van a operar a su padre. Mi hija se fue ayer al sur. Me he quedado sola —cuando dije la palabra, la solté como un misil en medio del océano— para trabajar. Estos meses han sido terribles. Necesito retomar la rutina, mi vida, necesito volver a saber quién soy.
Yo seguía erre que erre. Por la boca muere el pez, y no sé por dónde me moría yo. Los hombres, en materia de deseo, no son como nosotras. No disimulan ni se enredan en laberintos de los que les cuesta salir. Lo tienen muy claro, es como si no vieran todo lo que rodea a ese deseo que, por cierto, es lo único que veía yo.
—«Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden a nuestras súplicas.» Ahora mismo voy al aeropuerto y cojo un avión para Bilbao. Ya sabes que vivo con la maleta hecha... —la voz de Mateo sonaba ahora varonil, musical, certera.
—Sé quién dijo eso. Fue en
Memorias de África.
Dennis Fitzs Hutton le dice a Karen si puede llevar sus cosas a su casa y ella dijo eso —añadí gratamente sorprendida de que hiciera mención a un diálogo de mi película favorita—, que los dioses la habían escuchado.
—Porque era lo que más deseaba Karen, pero no se atrevía a plantearlo, por miedo a perder a Dennis. Ella sabía que el amor no suele llamar muchas veces a la puerta de una persona madura. Lo sabía como lo sé yo ahora. Carmela, tengo que ir, tengo que contarte cómo ha sido echarte de menos, cómo ha sido ignorarte, negarte, decirme que no era real lo que sentía. Ha sido inútil, Carmela.
Mateo poeta. Mateo seductor. Mateo certero. Mateo mágico.
—Mateo, quiero que vengas, pero no ahora. Tengo muchas cosas que hacer. No podría hacerlas contigo aquí. Necesito algo de tiempo. Yo no funciono como tú. Estoy aterrorizada y no quiero cometer errores.
Mientras hablaba comencé a buscar el tique del aparcamiento.
—No me hagas esto... —me suplicó al otro lado la voz irresistible, melosa, cargada de todos los acentos.
—No tengo claro nada. Estoy mal porque parece que la vida se empeña en que tenga que sentir todo el dolor de golpe. Me gustaría tener treinta años menos, no tener hijos, tener una madre sana que me aconsejara y me abrazara y, desde luego, ser como esas jovencitas que sólo intercambian jadeos y fluidos y se quedan gratificadas y sin culpa. Pero nací cuando nací, en este país, con mis Farinelli y sus consignas, construí mis prisiones y mis libertades... Mateo, estoy sobrepasada por las emociones. Soy la rosa cautiva.
El tique no estaba en el bolso.
—Te entiendo, créeme que te entiendo. Pero tú y yo, precisamente porque tenemos años, algunas guerras emocionales, debemos revolver esto. Carmela, no sólo intercambiamos fluidos. Necesito hablar largamente contigo.
—Ya... —ahogué el sollozo que pugnaba por aflorar—. Mateo, tengo que dejarte. En este momento no tengo la cabeza para pensar en nada, entiéndeme. Además no sé dónde demonios he puesto el tique... y tengo que salir de este aparcamiento. Te llamo esta noche y hablamos largo y tendido.
Tampoco por el coche.
—Por favor, Carmela, no me apartes de tu lado. No antes de que sepamos lo que somos el uno para el otro. No antes de que pueda ser todo lo sincero que debo ser contigo.
—No lo haré, Mateo. Siempre hay que acabar lo que se empieza, de una manera u otra.
No estaba en el bolsillo del abrigo.
Le pedí unos días. Me daba miedo ser inmediata, irreflexiva. Colgué y me dediqué a lo que ya empezaba a ser una obsesión; el tique del aparcamiento.
Pensé en echarme un rato, tratar de dormir algo, cosa que parecía del todo imposible. La búsqueda del tique me había agotado. La búsqueda de alguien que me solucionara el asunto me había destrozado. Demasiadas máquinas. Nadie a quien poder mandar al cuerno. Mucha frustración la que llevamos dentro y fuera.
Me paseé por la casa escuchando el desacostumbrado silencio y recuperando mi cordura. La quietud de las cosas, inanimadas, los restos del desorden de mi hija, el libro de Ernesto, olvidado sobre la cama, su albornoz en la cesta del baño. Me lo llevé a la nariz y aspiré el olor buscando qué sentimiento despertaba en mí.
Vuelve, Ernesto... Yo también volveré.
Volví a mí. Puse una lavadora. Todo en su sitio. La casa para mí. Poder escribir el artículo que me había encargado Hortensia. Un regalo. Sola. Antes de que venga Mateo. No le traeré aquí. Éste es mi terreno..., mis pensamientos le pertenecían.
Sin ellos, sin los míos, sin mi marido y mis hijos, era más fácil imaginarme tomando decisiones, reflexionando, deteniendo aquel viento huracanado, apasionado y destructor. Y en eso andaba cuando sonó el telefonillo del portero automático. Miré el reloj: eran las doce.
—¿Quién es?
—Abre, princesa —dijo Braulio poniendo voz melosa.
Lo esperé en el recibidor con la puerta abierta, mientras trataba de arreglar mi aspecto frente al espejo.
—No vas a conseguir quitarte esa cara de culo que tienes. Cariño, siento decirte que estás hecha una auténtica pena... Toma, ponlas en agua.
Braulio traía un ramo de rosas rojas y toda la historia en sus ojos verdes.
—Tengo ganas de llorar desde hace mucho tiempo —le dije evocando nuestra contraseña.
Lo abracé con ganas y me eché a llorar con más ganas. Ya no podía contenerme.
—Llora, princesa, que algo me dice que esto es mal de amor, y tratándose de ti, mal de mucho amor. ¿Quién te ha robado la calma, y los kilos, princesa? Por eso he venido antes, porque sabía que habías llevado al aeropuerto a Ernesto y te iba a coger in fraganti. ¡Ay, mi princesa! Que ya no podía seguir haciéndome el idiota, si yo sabía que andabas en torturas, si hasta llamé a Hortensia, pero esa cabrona no soltaba prenda. Sé que no estás así porque nos persiga la parca, ni porque Ernesto se haya quedado sin trabajo, que eso se solucionará, ni porque tus hijos quieran volar, que yo te conozco, morenita, que a ti te pasa algo gordo. ¿No tendrás nada malo, Carmela?
Y ahí me cogió la cabeza y me la puso delante de sus ojos, me miró asustado y le negué con un gesto, como pude, entre hipos y mocos.
—Vamos al sofá, cariño, que se llora mejor allí. Te traigo un poco de agua y empiezas por el principio.
Y empecé por el principio. Y ese principio no era Mateo, sino Ernesto, y no era el deseo, sino la vida, y no eran las Farinelli, sino mi corazón, y no eran mis hijos, sino yo y... Hacía aguas por todas partes, pero Braulio era un buen marinero. Hay personas a las que no puedes contarles nada porque te detienen en la narración, porque no entienden tus palabras ni saben lo que significan para ti. Braulio no es de esos. Él ha estado en muchas cuevas y entiende que la oscuridad es un temido laberinto en un lugar o en otro. Sabe de almas. Ha crecido conmigo, ha vivido conmigo, y hay cosas de él que sólo conozco yo y cosas de mí que sólo él conoce.
Hace muchos años, un día que estábamos escondidos detrás del sofá del salón de la tía Amalia, Braulio me dijo que me tenía que contar un secreto. Él tenía catorce años y yo, doce. Lo miré con aquella admiración que siempre sentí por él.
—Me gusta un chico —me dijo ruborizándose.
—Ya lo sé —le contesté.
—No me gustan las chicas —insistió él, creyendo que no había entendido la auténtica dimensión de su confesión.
—Ya lo sé.
Y entonces supo que yo sabía, y se cayó el muro que sujetaba sus miedos.
—¿Qué voy a hacer, Carmela?
—No se lo digas a nadie hasta que tengas novio formal.
Y me juró amor eterno por aquella frase tan rotunda. Yo solía hacer los deberes en la cocina, mientras Aurora planchaba, salpicando con almidón los embozos de las sábanas. Escuchábamos la radio. El programa de Elena Francis repartía consejos a todas las mujeres que se ahogaban entre el deseo y la ignorancia. Había advertido que, como casi todo, las soluciones eran cuestión de tiempo. Por eso le dije aquello a Braulio, porque un novio formal se solía tener cuando se era mayor, y eso me daba tiempo a pensar en el problema de su homosexualidad, que en aquellos tiempos era ser maricón con acento en la o.
—Por nada del mundo... Carmela, escúchame, ni se te ocurra ser sincera con Ernesto. Un matrimonio como el vuestro, tantos años... A mí me parece hasta normal que te guste un tío, que sientas morbo, que quieras recordar cómo es hacer el amor con otro hombre. ¡Pero si eso lo siente todo el mundo! Tú sabes que te la juegas, que si te gusta más de lo previsto, que si te enganchas estás perdida y eso es un riesgo que tienes que sopesar. Pero te la tienes que jugar, princesa, porque cuando se abre una puerta, o se cierra, o estás pensando media vida en la corriente que entra, se vive a medias o no se vive, así que no te queda otra.
—Lo sé.
—Vamos a pensar con claridad... Por mucho que se empeñe tu corazón en que sabes con quién tratas, no es así. No sabes nada de ese hombre. Si me apuras, sabes más de su padre. Es americano, ha vivido otro mundo, distinto al tuyo. Anda viajando de aquí para allá...
—¡Qué clásico eres a veces y cuantos prejuicios tienes!... Pareces una Farinelli censurando algo.
—Lo que quieras. Contigo siempre me ha salido la vena... De momento, sólo te ha dado tiempo a despertar del aburrimiento de tu pareja de toda la vida en otro abrazo. Normal. Ernesto te lo ha puesto difícil muchos años y en muchas ocasiones. Es un canalla de esos que enganchan. Ya lo sé. ¿Y cómo es Mateo?
—Es...
—No tienes ni idea... Así que te vas unos días con él. Paseas, habláis, os conocéis, folláis todo lo que quieras, y entre paseo y paseo llamas a Ernesto, escuchas su voz... Ni se te ocurra ser sincera. Y disfrutas. Como tú bien sabes, pequeña. Lo nuevo hace mucha ilusión al principio, pero todo principio tiene un final... No te comas el coco, sobre todo eso.
—Vaya consejos que me das. Si ya sabía que no tenía que decirte nada, a fin de cuentas, no eres más que mi primo.
—Los primos siempre han ocupado un lugar importante en la sexualidad de sus primas. Así que tengo que pensar un poco en ti... Porque las mujeres tenéis los cables cruzados. Explícame qué necesidad tienes de poner tu vida patas arriba por unas cuantas noches de amor y lujo. Entre los hombres todo es mucho más sencillo, créeme.
—Pero, Braulio, que no se trata de eso. ¡Que me he enamorado, que ya sé que no puedo vivir con él, que tiene otra educación, otro país, que no sabe quién es Estrellita Castro, que ya lo sé!...Y eso me está matando. Estoy a la intemperie. Ni aquí ni allá. ¡No te das cuenta de que he dejado de existir!
—Ay, princesa, me estás dando un miedo...
Me sentí bien. Muy bien después de hablar con Braulio durante un par de horas, después de haber compartido aquella comida que encargamos al chino de al lado de casa, después de dejarlo a él a cargo de toda la basura que se amontonaba en mi cabeza durante los últimos meses. Me sentí bien abriendo mi corazón. Cuando se fue me quedé dormida envuelta en una manta, en posición fetal, agotada de sentir.
Cuando desperté, algo más relajada, algo más extraña, miré el reloj. Por mis cálculos Ernesto estaría ya en casa de sus padres en Canarias. Marqué el teléfono con ganas de oír su voz. Le hablé de lo cotidiano, del calendario que María había preparado para ocuparnos de la tía Carmen, del certificado que había traído el portero. Todo palabras livianas, sencillas y tiernas, como decía la canción... Cariño, te has dejado el libro... Sí, compra el de Michael Gruber, es divertido. Le diré a Gustavo que te llame allí. No te preocupes. Cuídate.