Tu mirada.
Reposan mis tinieblas cuando duermes a mi lado
y hasta creo que me has regalado los milagros de tu Dios
si abres los ojos y me miras,
ojos de caramelo,
restos de historias y fronteras ignoradas
redentoras como tus santos, mágicas como tu caminar,
medicinales y luminosos los instantes en que no existo
ni oso conjugar los verbos que el amor me hace olvidar.
No muero esta mañana porque existe
tu mirada
Para cuando llegó la primavera yo ya era de vuelta casi una Farinelli. Volví a tomarme el café con las compañeras de pilâtes, en el café de Garai. Retomamos las cenas de los viernes con los amigos. Me reí con Anita, Rita, Amaia, Megi, Bego, Garbiñe y con la rubia de Argi, que se empeñaba en mover la melena rubia como si la realidad no fuera morena y oscura como la boca de un lobo. Volvimos a encajar las piezas de los días en el mural de las voluntades, e hicimos planes para navegar en ríos, que nada tenían que ver con lo que pasaba en mi corazón. Pero las amigas curan. Las risas curan. Cura el orden cotidiano. Las pequeñas y tan denostadas pequeñas cosas.
Ya no tenía fantasías en la hora de la siesta y cuando se paseaban los elefantes por la sabana africana, yo seguía sus lentos movimientos con disciplina y hasta me interesaba el comportamiento de esos fieles y leales paquidermos. Volví a coger postura, a abrazarme a Ernesto todas las noches sintiendo el calor bueno y seguro de su cobijo, a tratar de olvidar a su lado sus viajes a por tabaco y mis tinieblas de abrazos que me sabían a todo. Retomé la rutina de apagar las luces de la casa, de protestar por las chaquetas tiradas sobre la silla de la entrada, de levantar a Marina para que doblara la manta del sofá, de protestar por el uso exclusivo del teléfono. Volví a ponerme en jarras, a dar un portazo cuando no venían a cenar, volví a ser madre, ama de casa.
Ignoraba nuestros silencios —los de Ernesto y los míos— tan atronadores, tan devastadores, viviendo bajo nuestros pequeños movimientos cotidianos, echando raíces en aquellos días sin rescate, desganados de nosotros mismos, más muertos que vivos por dentro. Yo me sabía encerrada en aquel laberinto. Me sabía perdida. Ignoré la apatía y la sensación de que descansábamos nuestro dolor sobre un volcán. Ignoré aquella forma de mirarnos, de hablarnos, de rozarnos por equivocación. Lo ignoré y seguí pegadita a su abrazo evitando llegar al corazón de nuestro dilema.
La posibilidad de que la relación con Ernesto, nuestra historia de amor eterno, hubiera llegado a su fin se había plantado delante de mis días y mis noches. Era una especie de cortina que velaba cualquier conversación entre nosotros, cualquier mirada. Y lo curioso era que aquel telón parecía querer existir al margen de mis sentimientos por Mateo. Era lo que me parecía más doloroso.
El matrimonio es un tren con muchos, muchísimos vagones. Cuando comprendes que estás a punto de descarrilar, pasas revista a todos los ocupantes de ese tren. Una nunca sabe lo que realmente lleva a la espalda. Pesan las lealtades, la memoria compartida, los años que uno tras uno van fusionándonos; hasta hacer un «ente» compacto e inseparable. Sólo el que lo experimenta puede saber cómo se mueve el suelo bajo los pies, cuando un abrazo hace temblar los cimientos de veintitantos años con la misma piel. Cuesta aprenderlo, cuesta más entenderlo, y todavía más llevarlo a la práctica. El matrimonio sólo puede sostenerse si lo apuntala la lealtad. No cualquier lealtad. Una lealtad sin fisuras. Porque en realidad el matrimonio existe bajo aceptaciones tácitas, secretas, íntimas y porque uno no puede entregar la vida tantas veces como quisiera. Quizás sólo se entrega una vez, y para las siguientes ya te la reservas para ti solita.
La muerte de mis dos Farinelli había abierto un desvío en la trayectoria de mi vida. Sabía que si no atendía la urgencia de aquel fuego, llegaría a vieja del brazo de Ernesto. Pasearíamos con los nietos y seguiríamos queriéndonos a nuestra manera. Él persiguiendo molinos, tiñéndose el pelo y conquistando a las cajeras del supermercado. Yo enredada en el mantenimiento de un hogar acogedor, sin necesitar más que aquellos momentos en que él me miraba como si fuera Miss Universo. Sabiendo colocarme las contradicciones donde no pesaran mucho, y aquí paz y después gloria. Por eso había cogido postura. Por eso lo abrazaba. Porque lo quería, lo necesitaba, tenía miedo y porque le había contado toda mi vida, salvo los últimos meses, durante casi veintitantos años... Y eso es mucho contar.
Salvo los últimos meses. Eso no lo había contado.
Me deslizaba por los días con mi lanza, con mi barra de hierro ya perfectamente acomodada en mi plexo solar. Había sido la hija que perdía una madre, la sobrina que echaba de menos a su tía, la hermana que consolaba a los huérfanos, la madre que abrazaba a los hijos, la sobrina que acompañaba los días de las tías, la prima que compartía pena con sus primos: una Farinelli.
Toda la familia se empeñaba en curar las heridas. Mis hermanos las de su madre, mis primos las de la suya, y las tías las de sus hermanas. Casi todos los domingos, alguien convocaba a una mesa con mantel y viejas recetas, para acompañar y acompasar las pérdidas. Y entonces, en una de aquellas meriendas comprendimos que la tía Carmen habitaba mundos a los que no podíamos llegar.
—Tengo que irme porque está Ignacio solo en casa y va a llegar el embajador de Dinamarca.
Nos lo soltó un día así, sin más.
—¿Qué dices, Carmen? —le preguntó la tía Benita asustada.
—Usted diríjase a mí con más respeto, señora... —le contestó la tía Carmen, mirándola como a un subalterno descarriado.
—Carmen..., bebe un poco de agua... —La tía Benita siempre quería curarlo todo con un vaso de agua.
—¡Qué falta de respeto!
Y se levantó de la mesa en medio de un silencio perplejo y aterrador. Todos fuimos a detenerla. Uno decía que le había dado un ictus, otro que ya le había pasado anteriormente. Le dimos un poco de agua, y el primo Luis le puso bajo la lengua una pastillita de cafinitrina que siempre llevaba. María la descalzó y le colocó los pies en alto, y yo, aunque estaba terminantemente prohibido por la familia, pensé lo peor.
—Me han dicho que la esposa es vegetariana —añadió cogiendo aire, después de que Luis le hiciera beber el vaso de agua casi entero.
—¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío! Carmen..., ¿qué te pasa?...
La tía Benita se agarraba una medalla que llevaba colgada del pecho y lloraba.
—¡Esto no! ¡Esto sí que no! Carmen, no se te ocurra dejarme sola y muchísimo menos perder la cabeza. En esta familia no se pierde la cabeza. Carmen, cariño, mírame, soy tu hermana, estamos solas, cariño, no se te ocurra huir de mí.
Pero la tía Carmen se perdía entre sus recuerdos, nos confundía, no recordaba la muerte de sus hermanas, las sustituía por alguna de las presentes y a pesar del amor de todos y también de nuestro miedo, no hubo nada que hacer.
Llamamos al doctor Vicario, quien después de ingresarla en el hospital, de que le hicieran mil pruebas y de que estuviéramos todos yendo y viniendo en busca de resultados, no encontró patologías determinantes que justificaran aquella pérdida de la realidad. Tenía el azúcar un poco alto, la tensión un poco baja... Nada de importancia. Escogiendo mucho las palabras, como hace él, nos dijo que los últimos acontecimientos podían relacionarse con aquella manifestación. Había que vigilarla. Esperar un poco, que se asentaran las penas y quizás consultar con algún psiquiatra.
Asumimos el mando. Alberto y Begoña se pusieron a buscar a alguien que viviera con ella, que vigilara aquellas ausencias que nos inquietaban. La tía no podía con la pena y yo no podía con la pena de la tía y con la mía. Pasé algunos días con ella. A veces estaba conmigo, a veces se iba por los paseos de su memoria. A mí se me rompía el corazón.
La biografía del padre de quien ocupaba mi pensamiento descansaba un reposo que parecía eterno. Sólo sus libros de poemas se habían tornado un preciado alimento. Me aliviaban. Me gustaba sentir el tacto de aquel cuero lustrado, encuadernado por sabe Dios qué manos. Parecía escrito para mí. ¿De quién había estado enamorado con aquella intensidad Ángel Martínez-Lezo?
Recibí varios e-mails de Mateo. En uno estaba en Helsinki, en otro en Suiza, La Haya... Me hablaba de los proyectos en los que estaba involucrado añadiéndome algún archivo que consideraba relevante y que apenas ojeé. Los textos eran escuetos, claros, casi periodísticos. Naturalmente, Mateo me asociaba a la profesión. Yo estaba ya muy lejos de ella.
En sus mensajes preguntaba por mi familia, por mi vida, y luego, siempre había alguna frase de despedida en la que se dejaba entrever una ligera emoción que yo evaluaba con interés. Me volví un sabueso emocional. Pero era un hombre discreto, casi rutinario, celoso de una incipiente intimidad. Ambos administrábamos las palabras con mucha prudencia, pero si alguien me hubiera contabilizado las pulsaciones cuando abría uno de aquellos estúpidos mensajes, hubiera podido ver que el deseo lo empujaba como un corcel a pesar de los pesares.
Confeccioné varias respuestas en madrugadas desorientadas, insomnes. En algunas me despedía interpretando un papel a lo Nuria Espert, totalmente envuelta en el drama... Que lo nuestro había sido maravilloso... Que uno no sabe en qué momento de la vida encuentra su alma gemela... Que había un error suspendido en el aire y que nuestra relación debía ser profesional. En otros cogía el camino del bolero, camino que, por cierto, sentía muy cercano a mi realidad... «Cómo se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco»... Redactaba con pasión, diciéndole que en aquellos días de diciembre, había comprendido que me moría de ganas de estar en sus brazos, de recorrer toda su piel, de sentirle del todo y que iba a mandar a tomar vientos la lealtad, mi vida en común con Ernesto, la cárcel emocional de las Farinelli y que nos íbamos a algún país maravilloso una semana, a explorar aquella pasión inesperada y que el amor decidiría nuestra vida... Como si el amor no hubiera decidido la vida del noventa por ciento de la población...
Naturalmente, nunca envié aquellos e-mails. Después de leerlos, seleccionaba y le daba a «eliminar». Suspiraba impotente, dividida, y con la bioquímica de mi cuerpo maduro hecha unos zorros. Si hubiera sido tan fácil... Pero después de eliminar, apagaba el ordenador, las luces, me lavaba los dientes, hacía pis, me ponía una camiseta y me metía en la cama, donde Ernesto silbaba sus sueños intranquilos y químicos. Porque Ernesto y yo, para aquel entonces, no dormíamos si no tomábamos una pastilla. Habíamos llegado a la pastillita.
Recibí otro e-mail, a finales de marzo.
Para: [email protected]
De: Mathew Martínez Lezo
Asunto: reserva
Carmela, mañana viajo a Madrid, donde deberé permanecer casi quince días. Necesito verte con tranquilidad. Lejos de todo lo que te rodea. Es necesario que pasemos unos días solos. Hay algo inaplazable que debiera tratar contigo. Este medio, que hasta ahora ha conseguido entretener la distancia que nos separa, no es el más adecuado para hablar de lo que sin duda nos atañe. Todo lo que hemos vivido, y más concretamente lo que tú has vivido en los últimos meses, ha hecho que hayamos establecido nuestra relación sobre unos parámetros fríos, demasiado protocolarios. ¿No crees?
Su mensaje seguía. Con impecable corrección y con algo más de calidez de lo acostumbrado me preguntaba cuál era la fecha adecuada para reservarme un vuelo. Añadía que si lo necesitaba, también podía reservarme un hotel, aunque... «sabes que estaría encantado de que te alojaras en mi casa, donde hay sitio suficiente para que puedas sentirte cómoda»... Aquel Mateo se parecía un poco más al que guardaba bajo siete llaves en mi corazón.
Me temblaron las piernas y no le contesté.
LA ROSA CAUTIVA
En el mes de abril de aquel tortuoso año, Ernesto recibió la carta de despido. Había cumplido cincuenta y cuatro años.
La noche en que me dio la noticia —esperada, pero ignorando la espera— nos fuimos a cenar a un pequeño restaurante que había sido testigo de muchos de nuestros días felices. Nos sentamos el uno frente al otro, intentando mirarnos a los ojos y no eludir el miedo que sentíamos. Ernesto empezó a relatar la superficie de su pena. Tragaba saliva entre frase y frase, como si pudiera evitar aquel sollozo que le atragantaba la verdad. Hablaba a medias, rezagando y hasta olvidándose la intención. Lo amaba por instantes y luego, la sombra de un pensamiento oscurecía aquel amor hasta convertirlo en una costumbre sobada, espesa y sin esperanza.
—No sé si voy a poder asumir ser un jubilado. No estoy preparado... Y además, reconozcámoslo, Carmela, las cosas han cambiado entre nosotros.
Y habían cambiado.
Saqué voluntad para tranquilizarlo, para convencerlo de que tenía dos años por delante cobrando el paro. Una sensación de anestesia me incapacitaba para ponerme en su lugar. Insistí en el convencimiento de que ese tiempo sería más que suficiente para pensar en algo, recordándole que, en ese momento, nuestra situación económica no era mala. Debía ayudarle a levantarse de un lugar donde estaba casi rendido, abatido, triste y desesperanzado. No podía ignorar que yo formaba parte de su derrota.
—Ernesto, en cuanto a nosotros..., no creo que este sea el mejor momento para esa conversación que tú y yo aplazamos hace tiempo.
—No, Carmela, no lo es. Esperaremos.
Esperábamos. No creo que supiéramos qué, pero esperábamos. Quizás que volviera la leve densidad de aquel montón de años que habíamos compartido. O esperábamos que una certeza nos plantara de un plumazo a uno u otro lado de la orilla de nuestro amor. O que viniera una rubia definitiva a llevárselo a soñar. O que me sumergiera del todo en los ojos azules del otro lado. Porque hay veces que no se piensa con claridad, y lo único que urge es que la vida te escoja lo que tú no te atreves a escoger.
Habíamos heredado algún dinero que provenía de la venta del piso de mi madre. El valor inmobiliario estaba por las nubes, y aquel céntrico piso había sido muy bien vendido. Yo trataba de aplacar esa responsabilidad financiera que durante tanto tiempo ha recaído en las espaldas de los hombres y que ahora en tiempos inestables puede ser carga muy pesada. Iba relatándole el estadillo de las cuentas conyugales, y él me escuchaba como si no creyera en mis palabras, como si no conociera los datos, como si no le importara la manera en que íbamos a solucionar nuestra situación económica.