Begoña se detuvo y bebió un poco de agua. Recorrió la mesa con la mirada, se aclaró la garganta y retomó la lectura. Yo jugaba con unas migas de pan. Las había ido amontonando y ahora las amasaba imprimiendo tal fuerza a las yemas de mis dedos que me dolían. Dejé la pelotita y suspiré.
No quiero que todo el mundo ande por mi casa abriendo armarios. Ni merendando y sacando mis recuerdos para distribuirlos. Sé que cuando lo hacíamos en casa de Carlota, fueron unas tardes cariñosas y estupendas, pero me quedó el deseo de preservar mi intimidad. Probablemente lo pierda en poco tiempo, como perderé los recuerdos, la disciplina, la voluntad y hasta la razón. Ahora que pienso con claridad, os digo que quiero que Begoña y Mari Jose se encarguen de vaciar y distribuir las cosas personales que hay en mis armarios. Luis se ocupará de la cocina junto con Diego. Ellos se repartirán los moldes de la abuela Luchía que no he sido capaz de tirar. El resto de la casa, después de cumplir mis deseos, quedará como está para Carmela, a quien se la dejo en propiedad indisoluble.
Mi prima detuvo la narración y me miró. Levantó los ojos hacia mis primos y hermanos. Por un segundo, leí en sus miradas la contradicción y la sorpresa de sus emociones.
Braulio me cogió de la mano y me susurró al oído:
—Empieza la fiesta. No digas nada —y luego añadió en voz alta—: Begoña, sigue leyendo, por favor...
La casa no podrá venderse en los próximos tres años. También quiero que Carmela mantenga mi apartado de correos durante esos tres años. Que gestione y disponga lo que crea conveniente junto a Alberto.
A él, a Alberto, le dejo el apartamento de la calle Ercilla, para que instale un pequeño despacho.
El piso grande de Madrid será para Carlos, donde con toda probabilidad acabe viviendo si, como me temo, no se soluciona la vida en este nuestro pequeño país. Le será más fácil impartir justicia sabiendo que posee algún lugar donde esconderse.
Iré entregando a Alberto una carta para cada uno de vosotros.
Os doy todo el cariño que os di y el que me guardé no sé por qué.
Os quiero
Carmen
Se escuchó el ruido que hacía Begoña al doblar los papeles, el crujir de una madera en el pasillo y un poco más lejos el mar, que empezaba a arrebolarse. Me silbaban los oídos. Alberto suspiró sonoramente y alguien al otro lado de la mesa tamborileaba nerviosamente sobre el mantel de hilo.
Allí estaba la tía Carmen, sembrando la perplejidad, rompiéndonos el corazón, amenazando con la discordia de la desigualdad, dando y quitando al mismo tiempo. Las imágenes se superponían. Una tarde hablando en el mirador. La luz de sus ojos cuando mencionaba París, los mensajes cifrados cuando me aconsejaba, aquella ventana que yo invocaba imprescindible para escribir.
En ese momento Alberto repartía a cada uno un sobre. Lo tomé entre las manos y vi la letra de la tía. La imaginé sentada en la mesa de su despacho, las manos delgadas retirándose algún mechón indisciplinado de su pelo rubio, escribiendo mi nombre. ¿Por qué me dejaba la casa? ¿Por qué no podría venderla en tres años? ¿A qué obedecía aquel plazo? ¿De quién esperaría correo después de muerta? Y estaba lo que Odalis me había dicho. ¿Qué era lo que tenía que buscar?
—Las veces que habré ido yo a París. Si lo hubiera sabido, le habría pedido las llaves. —Andrés, al otro lado de la mesa, parecía estar pensando en voz alta.
—Creo que todos sabíamos que tenía un piso en París. Yo, al menos, sí lo sabía —añadió Braulio.
—¿Y dónde más tenía pisos? ¡Joder! El mosquita muerta de mi hermano está al cabo de la calle. Yo no me entero.
—Yo también sabía que no había querido vender el piso de París, lo había dicho en alguna ocasión —añadió Begoña.
María movía las manos como un parabrisas porque Carlos había encendido un puro. Todos le perdonábamos a Carlos muchas cosas. Nos parecía que tenía una enfermedad incurable: la falta de libertad.
—¿Alguien ha estado en el piso de Madrid? —se le oyó preguntar a mi hermano Diego.
—Yo lo conozco —le contestó Carlos.
—¡¡Esto es la leche!! Aquí cada uno tiene una pieza del rompecabezas... ¡La tía Carmen! —se oyó farfullar a Luis.
Alberto pasó por detrás de mi silla y me presionó el hombro. Miré alrededor y recordé momentos en que nuestros padres estaban sentados alrededor de aquella mesa y nosotros éramos niños.
Creo que fue por los años sesenta. La abuela Luchía estaba muy mayor, necesitaba compañía. El tío Ignacio y la tía Carmen estaban cansados de dar vueltas. Ella echaba de menos a sus hermanas, al pueblo, con esa tiranía que tiene la nostalgia. Cerraron el apartamento de París. Se trajeron los muebles en un camión de matrícula amarilla, y se instalaron dispuestos a convivir con los Farinelli. Él, muy educado, ella, muy infeliz y muy bella. Al principio ocuparon dos habitaciones en casa de la abuela Luchía, pero a la tía le faltaban armarios y a él le sobraban visitas. Compraron esta casa que tenía muchas ventanas, muchos armarios y un horizonte de mar que a la tía le hacía viajar sin moverse.
Ella siguió pareciendo extranjera durante mucho tiempo. Salpicaba las conversaciones con palabras francesas. Miraba el horizonte con un pegajoso deseo de irse detrás de las nubes y de los soles. Como a una artista de cine, se le caían los párpados y miraba a medias provocando zozobras. Nos preparaba meriendas distintas. Nada le parecía pecado y siempre olía muy bien.
Escribía cartas, muchas cartas, como en aquel verano que compartimos. Se sentaba en el despacho y abría los cajones donde reposaban, ordenados como un desfile militar, sobres con membrete, sin membrete, con rayitas, sin ellas, con canto negro para el luto o color marfil. Tenía el cacareado apartado de correos y todos los jueves se tomaba la mañana para aquella gestión que, en aquel entonces, era una extravagancia y fue muy criticada por la familia.
—Pero, Carmen, ¿qué necesidad tienes de ir todos los jueves a correos habiendo un cartero?... —insistía la tía Benita.
—Si es un paseo estupendo... Me sirve para estirar las piernas... —añadía la tía con ganas de zanjar la conversación.
—Y además, el gasto que supone, porque un apartado de correos no es gratis —afirmaba mi madre, obsesionada con las economías.
—Son céntimos y además, el número de ese apartado es de hace muchos años y si lo doy de baja, lo pierdo. Tengo muchas amistades que lo conocen, que saben que ahí pueden escribirme y localizarme. He viajado tanto y he vivido en tantas direcciones que un apartado de correos me da una cierta seguridad.
La tía trataba —en vano— de que sus hermanas aceptaran su diferencia sin preguntas, pero la privacidad y el respeto eran valores muy comprometidos entre las Farinelli.
—¡Mujer! Eso se puede hasta entender, pero ahora... Cambiar las cosas es sencillo. A ti que te gusta tanto escribir y que tienes tantos sobres y papeles. Te pones una tarde, coges la agenda y les das a todas tus amistades esta dirección. Porque... ¿no te vas a mover de aquí? —La tía Amalia siempre quería asegurarse de lo que iba a hacer su hermana pequeña.
—De momento no voy a moverme de aquí. Pero tampoco voy a quitar el apartado de correos y mucho menos voy a daros más explicaciones. Haré lo que me venga en gana.
—Que es lo que siempre haces...
Las conversaciones entre ellas comenzaban con una ingenuidad aparentemente inocua, pero, generalmente, terminaban abruptamente con algún insulto o con alguna —la afrentada— caminando sola a paso rápido, adelantada del grupo, con ganas de perder de vista a sus hermanas.
Algunos años después, cuando murió el tío Ignacio, el buzón de aquel controvertido apartado de correos se llenó de cartas de todos los países. La tía y yo fuimos a recogerlas en varias ocasiones y pensé que era una pena que mi padre no estuviera allí para ayudarla a recortar los sellos y ponerlos en agua. Ver sus manos hermosas de artista frustrado. Aquellas manos soñadas, su olor y su anhelada caricia. Ahora la tía me dejaba aquel apartado de correos, el despacho que yo tanto admiraba y el nudo de mi garganta se unía a la barra de hierro de mi pecho.
Primos y hermanos acabamos con la reserva de botellas preciadas. La madrugada nos cogió enlazados por los hombros, cantando en italiano, perjudicados como adolescentes, pero conscientes de que no volveríamos a sentir palpitar nuestros corazones como en la infancia que compartimos. Aquellos sentimientos existían porque existían ellas, las Farinelli. Ahora, libres de su tutela, debíamos asumir el riesgo de desmerecernos.
Cuando nos despedimos llevábamos la pena en el corazón y la carta de la tía en el bolsillo. Alberto me entregó un llavero que contenía llaves de todos los tamaños.
—Ahora esta casa es tuya. Toma. Son las de la tía. Begoña también tiene llave. No he ido hace una semana a recoger el correo. Ahora será tu cometido. Me alegro de que esta casa sea para ti.
Tenía frío. Guardé las llaves y busqué con la mirada a Braulio.
—Llévame a casa. No puedo ya con mi vida.
MENTIRAS PIADOSAS
Era uno de esos días de finales de diciembre frío y desangelado. Uno de esos días en que deseas haber nacido en el sur, o en Levante, o en algún lugar del Mediterráneo. Uno de esos días en que te arrepientes de no haber comprado aquel apartamento en Málaga para calentar tus huesos de norte. Uno de esos días en que después de maldecir al destino y vaciarte de rabia, miras por la ventana y comprendes que el plomo de aquella nube que avanza hacia tu día encierra una nostalgia que conoces. Que el gris metálico del horizonte tiene el color del amor de tu adolescencia. Que el algodón sucio de otra nube —que también amenaza— lleva encerrada la lluvia de muchos días que te pertenecieron. Porque igual que se ama a los hijos, que se ve guapísima a esa amiga que todo el mundo dice que es horrible, que te sientes abrigada con ese jersey lleno de bolas que debiste desechar hace tiempo..., del mismo modo... aquel era el cielo de mi vida.
Adoro y siento mía esa paleta de grises que se pega a los días.
Y como dicen los gallegos..., aquí no llueve tanto.
Aunque sí hay días de plomo, en el cielo, en el alma, y en nuestra historia.
Pero hacía un día desapacible. El día oportuno para acometer lo que iba aplazando: cumplir las voluntades de mi tía.
Odalis se había ido a su país. La había llevado al aeropuerto con un exceso de equipaje sólo comprensible para aquellos a los que les falta de todo. Habíamos recibido una postal de unas ruinas muy conocidas. En ella había escrito un rosario de agradecimientos apretados con letra de colegial adulto.
Mis primos llamaban para contarme que alguien quería la mesa del salón, que había un cuadro que no estaba en el listado, que el tasador ya había ido... Andrés insistía en organizar una tómbola con todos los objetos sobrantes. Me preguntaban qué me parecía esto o si estaba de acuerdo en aquello. Alberto nos convocaba para firmar papeles y me pedía que recogiera el correo.
Estábamos abonados mentalmente a ese discurrir por los salones de la familia haciendo nudos, trencillas y tirabuzones. Yo decía que eran ganas de jugar a seguir siendo niños, que echábamos de menos a las Farinelli, que era condenadamente difícil cerrar la última de las puertas, Braulio decía que eran ganas de joder y marear la perdiz de lo que la prima Begoña decía que éramos: una familia sin fisuras.
Las luces navideñas hacía mucho tiempo que estaban instaladas en la Gran Vía, sin embargo, en nuestra vida había pocas ganas de adornar nada. Hablábamos sobre cómo iba a ser aquella Nochebuena y las deserciones comenzaban a aflorar como si hubieran estado retenidas durante mucho tiempo.
La vida seguía para casi todos. La mía estaba detenida. Me sentía sola. Sola con esa soledad que es imposible de compartir. Hortensia me llamaba todas las noches. La oía encender el cigarrillo y darle esas caladas profundas que da ella cuando piensa que no quiere pensar. Me decía que mi soledad era «electoral» porque estaba en periodo de reflexión. Y era verdad. Braulio venía a buscarme tres días por semana para caminar. Salíamos por la avenida como si nos persiguiera alguien, hacíamos muchos kilómetros, resoplando como búfalos distintos cansancios. Volvíamos tan cansados que no podíamos ni pensar. Pero ese día llovía... y yo tenía que hacer algo sola.
«Debería ir a recoger el correo...», me dije a mí misma. Pero no estaba preparada para ir a la casilla ciento veinte, abrir con la llavecita dorada que conocía y recoger, como hacía tantos años, el misterioso correo de la tía. Estaba segura de que iba a encontrarme algo inesperado. Se habían agotado mis reservas para afrontar «lo inesperado». Era suficiente con lo que tenía entre manos. Lo sabía y me cuidaba, porque al fin y al cabo tenía un futuro por delante. Y el futuro sólo le pertenece a uno mismo.
Me puse un plumífero, cogí las llaves, mi ordenador y salí de mi casa con el firme propósito de finiquitar cuentas pendientes.
El día comenzaba a despuntar. Se levantaban las persianas a mi paso. Gentes aún sin peinar, con ese desorden de prendas que obedece a la urgencia del amor, paseaban sus perros y medio dormidos miraban cómo levantaban la patita. Las panaderías abrían sus puertas con aquel olor redentor. Caminé deprisa. Compré un pan y unos bollos.
Ernesto llevaba dos días en Madrid. Volvía a ponerse las corbatas de seda. Hablaba sin parar por su teléfono móvil vendiendo voluntad a quien no necesitaba comprar nada. Se había vuelto a teñir el pelo.
Chafardeaba
e intrigaba con sus colegas como una portera. Se pasaban teléfonos secretos de jefes de prensa, de gabinetes de comunicación, de políticos ascendidos por sus méritos... Yo lo miraba sintiendo que todo aquello quedaba lejos de mi vida, cada día un poco más lejos de mi vida.
Creo que él, al contrario, no me veía. Me había rendido. Lo había dejado ir con la prisa de su ansiedad. Mi presencia silenciosa y poco reivindicativa había espantado el peligro que un día debió de sentir, porque ya no me cobijaba, no defendía sus razones, no me pedía que lo acompañara, en definitiva, no existía conmigo.
Marina había dejado a su Bruce Springsteen y ahora comenzaba a salir con un chico muy delgado, muy alto y muy callado que la acompañaba hasta el portal y al que no parecía importarle la ferretería de su boca. Me besaba mucho y canturreaba todo el día: se había enamorado.
Juan había conseguido colocar unas fotografías en el
Vogue
, y después en
National Geographic.
Le habían hecho alguna oferta y se planteaba trasladarse a Estados Unidos para trabajar en un proyecto diseñado a la medida de sus sueños. Lo animé. Diego entraba y salía inquieto. Desde que había vuelto de Londres, o quizás desde que cortó con la novia en aquel verano aciago, no se sentía a gusto, pero todavía no había averiguado el porqué. Cada día se parecía más a su padre. Me preocupaba, pero había decidido que mi supervisión no era la adecuada y tenía que mantenerme a una distancia prudencial hasta que se estampara contra su deriva.