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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (33 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Yo también entraba y salía de mi vida.

En los informativos anunciaban que Chávez estaría en la presidencia de Venezuela hasta el 2013, Pinochet se moría finalmente en su cama, y naturalmente, se seguía hablando de aquel famoso proceso de paz que nunca llegaba. El rosario de noticias nacionales conquistaba mi escepticismo con velocidad de vértigo.

Mateo no escribía aquellos correos electrónicos informando de sus andanzas. Mateo no escribía. Estaba mudo, yo sabía por qué. Me esperaba. Él, sin duda, sabría que yo debía hablar con él.

El silencio lo ocupaba todo. Había activado el freno ese que hay en los trenes, y el expreso a ninguna parte de mi vida se había detenido. Mi barra de hierro seguía ahí. Me sorprendía tensándose al compás de un pensamiento. Atropellándome la leve felicidad de lo cotidiano.

Ya tenía controlada a mi familia, ya no tenía mayores que cuidar, casi no tenía marido y estaba dispuesta a heredar aquella casa además de una considerable cantidad de dinero, suficiente para echar a andar la empresa que ocupaba mi pensamiento: Carmela Basabilbaso Iturriaga González Farinelli... Había llegado mi hora.

Metí la llave en la cerradura y entré percibiendo el silencio de una casa que nunca se conoció deshabitada. Era inquietante. El aire parecía estar preñado de secretos. En la mesa de entrada, donde se depositaba el correo, había un marco con una foto de las cuatro hermanas sonriendo. Lo tomé entre las manos. Nunca más las vería. Nunca más tendría a las Farinelli desafiando a la vida, peleándose, luchando por ser eternamente felices... El techo de mi existencia había levantado y ahora el cielo raso era mi horizonte.

Recorrí la casa. Faltaban los cuadros que ya se habían llevado los chicos. Las paredes mostraban sus ausencias descarnadas. Unos recuadros dibujados por el polvo y la suciedad que no me gustaba ver. No estaba el mueble con las porcelanas inglesas, ni tampoco el juego de ajedrez con sus butaquitas tan cómodas. La alfombra turca en la que habíamos jugado a canicas había desaparecido, y la madera resaltaba el vacío. Agradecí al azar que no me hubiera tocado desmontar la casa y me paseé por las estancias percibiendo ya los cambios que se iban sucediendo. Alberto había insistido en que fuera allí los días que estuvieron recogiendo sus cosas, pero no había querido. Sólo le pedí que me avisara cuando cada uno de mis primos se hubiera llevado lo que quisiera. Escuchaba mis pasos y en los sitios que se habían vaciado mi presencia producía un eco incómodo. Me quité los zapatos y los abandoné en uno de los baños.

Alberto había ido a verme días atrás y me había entregado dos juegos de llaves más.

—Puedes hacer lo que quieras con lo que hay dentro. Es tuyo. Como me pediste, cada uno de tus primos ha tenido la oportunidad de escoger. Sólo Begoña tiene llaves, ya sabes que se ocupa de todo el tema de la ropa y la parroquia. Habla con ella.

¿Qué iba a hacer con aquella casa?... El testamento había sido claro, no podía venderla en tres años, aunque sí alquilarla.

En el pasillo, Begoña, con eficiencia prusiana, había alineado una serie de bolsas de basura llenas y con un rotulador de grueso trazo había marcado el destino de cada una de ellas: Odalis, Parroquia, prima Carmina, revisar... Abrí con curiosidad la última y me concentré en aquellos objetos que habían pertenecido a la tía. Un sombrerito con tul que recordaba haber visto en una foto, un vestido con muchos vuelos y una cinturita de avispa que parecía imposible que perteneciera a una mujer adulta, un camisón estilo reina de Inglaterra...

La idea de quedarme sentada en el suelo desperdigando aquellas prendas era tentadora. Encontré un bolso de piel de cocodrilo estilo vintage. Lo puse sobre la cama. Seguí revolviendo hasta que me arrepentí de perder el tiempo en aquella recuperación de objetos que, más temprano que tarde, volverían a ir a la basura. El armario estaba casi vacío. Algunos abrigos colgaban inertes como fantasmas. En los cajones, Begoña había dejado todo aquello que estaba nuevo y con etiqueta. Un pijama, varios pares de medias, ropa interior, un jersey que no debió de gustarle, unos calcetines. En la parte de arriba unas viejas maletas muy usadas. Un aire quieto flotaba a mi alrededor. Me estremecí y seguí mi camino de exploración.

Todo estaba cambiado. Cada uno de mis primos se había ido llevando sus cosas. La colección de abanicos. El reloj italiano... Otras quedaban sobre sus lugares originales como abandonadas a su suerte. Y la casa se transformaba en algo sin historia, perdía la calidez, la sensación de hogar. Me asustaba su orfandad.

En la cocina me sorprendí al ver los viejos alambiques de la abuela Luchía. ¿De dónde habían salido?...

Busqué café. Encendí la cafetera, la calefacción. El frío no ayudaba a acomodarse. Traté de ordenar aquel espacio. Metí cosas en los armarios, cambié de lugar un pequeño búcaro con flores secas, descorrí las cortinas y cuando el olor del café se desparramó por la cocina, me sentí algo más tranquila. Me serví una taza, cogí los bollos que había comprado y me fui al mirador.

Miré al mar. A mi mar plateado, engalernado, verde y testigo. Abrí la ventana para oler el salitre redentor de otros olores. Allí estábamos él y yo. Casi la única identidad que siento que me acompaña cuando estoy sola: el mar. A él acudo como si fuera el amigo perfecto que todos deseamos tener. Ese espejo que refleja mis zozobras como un psicoanalista gratuito y regalado por los dioses. Su sonido previsto, y sin embargo inesperado, las olas tenaces muriendo en la orilla, creando esa música que acuna el alma de quienes nacimos en las costas de este planeta ignorado. El mar... Me reservé unos minutos para sentir el viento sobre mi cara hasta que sentí frío. Sabía que podía aplazar mis responsabilidades hasta el infinito, como tantas veces en mi vida. Ahora era distinto. Cerré la ventana y me encaminé a la habitación que más me gustaba. ¿Qué haré yo con esta maravillosa vista?

El despacho era un espacio amplio, un poco oscuro, que quedaba entre la cocina y el salón. Tenía dos puertas y una ventana que daba al jardín trasero. Resultaba una habitación milagrosamente acogedora.

La puerta que daba a la cocina estaba cerrada con llave. Sobre ella había un cuadro precioso que me gustaba especialmente y una mesita con marcos de fotos que siempre pensé que estaba allí para que nadie intentara abrir la puerta. Era una puerta y una mesita disuasoria, muy Farinelli, si la tocabas se caía todo.

Las paredes estaban forradas de estanterías de roble. Las maderas suaves y enceradas, repletas de libros, pequeños objetos. Una mesa de estilo, grande y antigua con muchos cajones y un diván forrado de terciopelo rojo llenaban la estancia. Nadie había tocado nada. Me sentí secretamente aliviada.

Me gustaba aquella habitación. Me gustaba mucho y la tía lo sabía. A menudo me había tumbado en el diván a mirar los libros, a envidiarlo, a extasiarme con aquella intimidad llena de historias. Una habitación como aquella era el sueño de mi vida. Miembro de una familia numerosa cuando era niña, y con tres hijos de adulta, nunca tuve un sitio que me perteneciera. Siempre había pensado que nadie más que yo sabía cuánto anhelaba mi espacio, pero me había equivocado, la tía lo sabía. Mi corazón se estremeció.

Acaricié la madera bruñida y encerada por Odalis. Una capa de polvo, todavía ligera, le apagaba el brillo. Me senté en la silla. Sí, ella sabía que me gustaba aquel ambiente compacto del despacho, la escolta permanente de tanto libro, el olor del papel o de los ácaros, como decía María, las fotografías, aquellas cosas poco importantes que ocupaban pequeños espacios y que eran capaces de evocar poderosos recuerdos. Me gustaba la soledad acompañada de aquella estancia que filtraba los ruidos del exterior y los volvía rumores.

Si cerraba los ojos, intuía al mar aterrizando sin tregua sobre la playa. El siseo de los coches atravesando la avenida. Las pisadas voluntariosas de sus paseantes sudorosos buscando el mantenimiento de sus osamentas frágiles. Los murmullos de una conversación. La sirena de algún barco que saluda a otro, un perro que ladra, alguien arrastrando algo por el asfalto..., ese silencio poblado, animado.

La tía me había dejado mucho más de lo que parecía. Cobraban sentido sus palabras. Las que me había escrito en aquella larga carta construida sin prisa, en distintos días, con diferentes emociones, bolígrafos y pulsos. Al principio formal, luego cariñosa, juguetona, amenazada, deprimida, triste, vacilante. Debió de llevarle meses completarla... Me había entregado la llave de su alma comprometiéndome a cerrar los capítulos que ella no había podido o sabido cerrar.

Busqué en el bolsillo de mi pantalón y la extraje. La llevaba conmigo hacía días.

... tendrás que buscar en el despacho las respuestas a todas las preguntas que tengas..., porque no ha sido fácil diseñar algo para que te alejes de tu vida y retomes la valentía que yo nunca tuve... no te faltará nada ni a ti ni a tus hijos... si un día decides escribir..., perdóname el daño que haya podido causarte, pero... Cuídalos como tú sabes...

Volví a guardarla.

El primo Alberto me había pedido que tirara lo que considerara inútil, y conservara aquellos papeles que juzgara valiosos para sus gestiones. Delicado y respetuoso, como un inglés de buena familia, se había negado a explorar mi territorio. Y había hecho bien.

Busqué en la cocina una de las enormes bolsas plásticas que había dejado Begoña. La cafeína estaba haciendo su efecto. Comencé a depositar en su interior todo aquello que me parecía inutilizable. Despojé a la mesa de un reloj regalo de una entidad bancaria que era feo como un dolor de muelas y producía un tictac machacón que me crispaba. Un calendario del año anterior. Una bandejita plateada de la boda de un tal Eduardo Varela con la señorita Ana Viar. Una caja de bombones que contenía cientos de gomas elásticas, algún caramelo rancio, los lazos de un paquete de regalo y algunos objetos imprecisos que no alcancé a comprender qué utilidad tenían. Cajas vacías de medicinas, propagandas, bolígrafos que no escribían... Cuando la mesa estuvo limpia, encendí todas las luces y me senté a contemplar lo que me rodeaba.

Tengo asociado al tío Ignacio con los libros. Y a ella, a la tía, sentada junto a su cama, leyendo en voz alta. Su mano sobre la de él. Y aquella postración larga... El tío Ignacio no era un Farinelli. Su enfermedad duró mucho, o al menos a mí me lo pareció. Nos acostumbramos a verlo tendido en la cama, pálido y silencioso, mientras en el salón se alzaban las voces y las copas de los Farinelli tan poco propensos a sumarse al dolor.

Pero la tía lo cuidaba con un cariño sincero. Le decía cosas preciosas que ni mi madre ni mis tías habían dicho nunca a sus hombres. Lo besaba con ternura y nosotros, los primos, mirábamos desde la puerta pensando y repensando en las consecuencias de aquella desconocida ternura. Ella lloraba mucho. Y se escondía para hacerlo. Lloraba mirando al mar, como si su pena estuviera lejos y no en la habitación de al lado. Braulio decía que era como en las películas, hasta que —casi siempre— mi madre o mis tías aparecían y repartían unas cuantas bofetadas como si fueran galletas María, sin hacer diferencias entre hijos o sobrinos.

—Hay que respetar la tranquilidad de los enfermos. Sois una pandilla de salvajes... ¡Begoña!, tú, que eres la mayor, pon orden en estos críos.

Al tío Ignacio nunca lo tuve, así que no pude perderlo. Su muerte no se pareció nada a las que vendrían después. Cuando sucedió nos vistieron de domingo, nos repeinaron, nos dieron muchas órdenes y nos sentaron en los primeros bancos de la iglesia de las Mercedes. A la salida, en el atrio, todo el pueblo nos dio besos. Estuvimos muchos días sin vigilancia, yendo y viniendo de una casa a otra. Yo aplacé en mi inconsciente aquello del funeral, algo me decía que era otra cosa, que debía sufrir por lo menos un poquito. Unos años después, cuando se fue mi hermano, el funeral me pareció atravesar uno de los túneles más oscuros de mi vida.

Toda una pared —aquella que quedaba a la espalda de la mesa de despacho— estaba ocupada por libros en francés, ingles e italiano.

Se puede saber mucho sobre alguien mirando su biblioteca. Había diccionarios de diferentes idiomas, libros de viajes, guías, libros de pinturas y museos. Obras clásicas. Filosofía, todos los griegos, muchos alemanes. Libros de Historia. Tratados de comercio exterior que irían a la basura en cuanto me dedicara a los libros..., libros sobre estrategias económicas. Salpicadas entre las estanterías, la tía había distribuido fotos de ellos dos en París, en Nueva York, en Buenos Aires... Posaban felices sonriendo, ella bellísima, él sólido, amparándola con su abrazo. Pelo engominado, zapatos relucientes, trajes confeccionados por sastres, sombreros de ala... En otras compartían grupo con gente desconocida; salones engalanados, caballeros de esmoquin, señoras con estolas de visón, flores en el pelo, copas de champán en brindis olvidados.

En la otra pared, las estanterías estaban ocupadas por libros de poesía, colecciones de premios literarios, muchas novelas, libros de cocina y guías de viaje. Sobre las estanterías, disimulando el rigor de las colecciones, había una escogida hilera de fotos de cuando éramos niños. Mis primos en la playa de Plencia. Mis hermanos en los caballitos. La tía dejándose besar y abrazar por nosotros en el parque. La tía con mi hija en brazos, mi sobrina Nerea despeinando a la tía..., la foto de un barco en el que debió de hacer un crucero. La tía con treinta o cuarenta años, pelo al viento y vestida con una camiseta del Athletic. Nosotros, todos los primos, manteniendo un helado de Aberasturi en la mano y mirando con disciplina a la cámara. Y aquella colección espantosa de torres Eiffel que nadie se explicaba cómo ocupaba un lugar tan preferente, y que tanto avergonzaba a sus hermanas.

—Carmen, esas chucherías son de muy mal gusto. Con una basta... ¿No te das cuenta de que desmerecen esta habitación?

—A mí me gustan...

Creí escuchar a la tía Amalia haciendo lo imposible por convencer a su hermana de que se desprendiera de aquellas baratijas. Mi madre decía que la tía era una niña y añadía «mimada», frunciendo un poco el rictus, escondiendo la impotencia de haber arrastrado sus celos infantiles hasta aquel momento.

La tía Benita, buscando siempre una explicación para la complejidad de su hermana, decía que todas las extravagancias de la tía se debían a que no había tenido hijos. La abuela Luchía añadía dirimiendo...

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