Mateo me soltó la muñeca. Al parecer, tenía que anotar algo. Cogió un bolígrafo y el cuaderno donde yo había ido anotando las dudas que quería esclarecer sobre la vida de su padre y que no me había dado tiempo a guardar.
—Gracias..., sí, adelante, estoy tomando nota, vuelo 124...
Me dio tiempo a recoger todas mis cosas, a cerrar el maletín del ordenador y a ver cómo él iba anotando la compañía aérea, localizador de vuelo y un teléfono de un cirujano que le proporcionaban al otro lado. Abstraído en el drama que probablemente hubiera en su casa, creo que Mateo no percibió el verdadero objetivo de mis movimientos: salir de allí, abandonarlo. Y yo me moví como si fuera otra Carmela quien lo hacía. Una Carmela lúcida, con capacidad de reacción, de movimiento, con eficacia y destreza para tomar decisiones. La otra Carmela, la dueña de mi corazón, había emigrado al reino de la perplejidad y la tristeza. Miraba a aquel hombre al que unas horas antes había abrazado hasta desaparecer, y pensaba en cómo haría para olvidar lo que había sentido en su piel.
Cerré la puerta suavemente. Bajé a la calle y paré el primer taxi que vi.
—¿A dónde vamos, señora?
No tenía idea de a dónde ir. Tenía billete para dos días después. No quería cambiar los planes. No quería mover nada. Hablar con alguien. No quería llamar a Braulio, ni a Hortensia. Necesitaba estar a solas. Lamerme las heridas y recomponer los destrozos. Una idea me pasó por la cabeza.
—Lléveme al hotel Ritz.
Era mejor llorar en un sitio lujoso. Cerré los ojos con fuerza tratando de recordar los ojos de Mateo, su mirada. ¿Cómo iba a hacer para que no se borrara? Sólo quería conservar eso, sus ojos mirándome. ¿Cómo hacerlo? Las miradas de los que amamos y se han ido te las roba el tiempo, lo sé porque me ha robado la de mi hermano Rafael.
Volví a casa. Me volví hierro. Le pedí a Braulio que no me hablara de Mateo hasta que yo se lo pidiera. Acompañé a Marina de rebajas. Ordené los armarios. Fui al cine con mis amigas y lo ignoré, lo borré, hice oídos sordos a mis latidos de corazón. Apagué el móvil cuando insistía, borre los mails sin leerlos y fui tarde tras tarde a casa de la tía Carmen a averiguar si sus ojos reconocían los míos.
A mediados de julio, mi hijo Diego volvió de Londres con su novia y empezó a dejar las zapatillas en cualquier sitio, a devorar la nevera y a hacerse ver en cada esquina de la casa.
Marina había aprobado su selectividad y pasaba el verano entre fiestas y playas.
Juan vino cuatro días. Recorrimos salas de arte. Lo llevé a comer a buenos sitios y me pegué a él, a su consistente y sólido cuerpo.
Ernesto seguía en Las Palmas. Me llamaba muy a menudo. Había entrado en contacto con una empresa de comunicación que, al parecer, quería establecerse en España. Trataba de convencerlos para que no la fijaran en Madrid, como era su idea, sino en Bilbao, y yo estaba segura de que iba a conseguirlo. Cuando a Ernesto se le metía una idea en la cabeza, era capaz de dejar sin argumentos a cualquiera. Al hablar con él, le notaba entusiasmado, renovado. Pero... nada me llegaba a donde me tenía que llegar. Estaba en ese jodido limbo que precede al abismo.
Braulio aparecía un día sí y otro también. Me recogía cuando nos tocaba acompañar a la tía Carmen y me traía trufas de la confitería Arrese.
—Carmela, cuando quieras hablamos...
—No quiero...
—De acuerdo, pero se te va a pudrir lo que tienes adentro...
—No quiero...
—No quieres, no quieres...
Me dio por cocinar platos dificilísimos, por hacer una vainica a un mantel enorme, por leer novelas de misterio como una posesa, aunque cuando lo hacía, permanecía varias páginas sin saber lo que estaba leyendo y tenía que volver atrás una y otra vez para saber quién era el asesino. Eran pequeños objetivos, pequeñas metas a alcanzar para que durante ese trámite, fuera cual fuera, yo no pudiera pensar en él.
Le había pedido a Braulio que me pusiera en contacto con un abogado que había sido su pareja durante algún tiempo. Quería mostrarle el contrato que había firmado con Mateo. Me resultaba imposible terminar aquella biografía. La tenía congelada en el ordenador y en mi voluntad. Sabía que en el momento que volviera a revisar aquellas páginas tendría que enfrentarme a todo lo que me rondaba por la cabeza y que había alojado en algún lugar recóndito. Y no quería hacerlo.
Le pedí que viera el modo de buscarle las vueltas. Sugerí que la otra parte había incumplido los términos iniciales y no me había proporcionado datos suficientes. Que su actitud personal había sido poco ética. Que no me había revelado el verdadero objetivo de mi trabajo... Argumenté lo que pude sin dar ninguna causa fundada. El abogado me dijo que no iba a ser fácil disolver el contrato sin que la otra parte me exigiera una penalización.
—No creo que se atreva. Por razones que no vienen al caso, te diré que no se atreverá. Pero quiero saber a qué atenerme.
—Lo estudiaré.
Odalis y la tía Benita cuidaban a la tía Carmen con cariño y respeto. Ella se dejaba algunos días y otros parecía enfadada con la vida. Tenía sus recuerdos diseminados, desorientados y aquejados de una emoción que le volvía una niña sonriente o peleona dependiendo de no se sabía qué.
Braulio decidió pintar el único retrato hiperrealista que hizo en su vida: la tía y yo. Él nos colocaba siempre en la misma posición. Nos obligaba a mirarle. A mí no me costaba quedarme quieta, la mirada perdida. Me iba a la sabana africana y me tumbaba allí con los leones, a ver si me comían antes de que me devorara mi propia tristeza. A la tía le costaba un poco más. Pero Braulio la llamaba al orden.
—Tía, no me importa si te mueves un poco, pero mira hacia mí... ¿Ves este pelirrojo impertinente que es tu sobrino Braulio?... Pues no le quites el ojo.
—Braulio, déjala —le decía yo—. Haz lo que puedas, pero déjala, pobrecita...
—Encuentro a este señor muy guapo, pero es un poco impertinente... Yo no estoy acostumbrada a que me traten de esta manera. No soporto a los maleducados —me susurraba alguna vez, y cuando lo hacía, volvía a ser aquella dama de melena rubia y voluntad de ser libre.
—¿Sabes quién es, tía? —le preguntaba yo.
—Claro que sé quién es. Es un pintor de retratos... Le han encargado pintarnos... a nosotras dos. Es hijo del embajador de la República Argentina, yo a su padre lo conozco muchísimo...
—Ya me gustaría ser hijo de algún embajador argentino —añadía Braulio.
Mientras la tía Carmen viajaba por sus paraísos, su hermana Benita, que insistía en cuidarla, perdía su fortaleza y se volvía frágil. Estaba tan triste que apenas se sostenía en pie.
Hortensia me llamaba desde Formentera para tentarme. Casi todos los días me recordaba que la cala de Migjorn estaba más turquesa que nunca, que las lagartijas de su agreste jardín le habían preguntado por mí y que en Sa platgeta se comía mejor que nunca. Que por la noche el cielo tenía tantas estrellas que no había oscuridad, que olía a tomillo y a ruda, que la isla me abrazaría en cuanto llegara. Estuve a punto de ser convencida. Formentera tiene un mago escondido entre sus piedras y sus playas. Pensé que quizás la isla me sacara de aquella no pertenencia. Pero me quedé a seguir con lo cotidiano y a esperar a mi marido para averiguar cómo latía mi corazón cuando lo abrazara después de todo lo que me había sucedido.
Había atesorado los recuerdos en departamentos estancos y trataba de retomar mi vida. Pero tenía heridas. Profundas. Sangrantes. Impotentes e imposibles de olvidar.
Ernesto volvió a finales de julio. Venía cambiado, guapo, renovado su entusiasmo. Finalmente, la empresa había accedido a implantarse en el País Vasco. Los beneficios fiscales eran superiores y mi marido tenía un proyecto entre manos que le gustaba y que iba a liderar. Volvía a ser él, a peinarse con gomina, a robarme besos cuando pasaba cerca, a contar chistes, a tocarme el culo, a encargar comidas al restaurante que nos gustaba. Volvía a ser el rey de la manada. Su voluntad era como un cortacésped. Nada de penas, mi amor... La vida es cojonuda... Eso decía él cuando yo lo miraba desde mis infiernos y mis dudas.
También volvió a sus partidos de tenis, a sus cenas de negocios, a sus ausencias, a sus abandonos. Creo que supo que algo había cambiado en mí. Yo estrenaba silencios que nunca antes había escuchado. Desinterés que no había sufrido. Yo habitaba un mundo donde él tenía la entrada prohibida. Había cambiado algo que no volvería a nuestras vidas. Algo de lo que no hablaríamos, pero que, sin embargo, sobrevolaría nuestra cotidianeidad como un pájaro de mal agüero. Pero... nada de penas, Carmela..., basta de penas... Ernesto las detenía, las guardaba en alguno de los bolsillos de sus chaquetas de buen corte, porque él sabía mucho de mí. Creo que no quería aprender a identificar otra versión de su Carmela. No le interesaba. Eran muchos años ya... Le bastaba y le sobraba con la que tenía. Y no podía sospechar que quizás yo ya no estaba dispuesta a aquellos silencios ni por los nietos que vendrían, ni por la compañía que se hacen los mayores, ni por ese parchís con los amigos de toda la vida, ni por nada de lo que te promete aquella eternidad que no está hecha con besos de verdad.
No me lo preguntó, pero yo le conté que había tenido problemas con la biografía. Que pretendía que realizara una investigación que no quería hacer. Que no me fiaba de aquel hombre. Cada vez que lo nombraba, se me trababa un poco la lengua. No volvimos a hablar de Mateo Martínez-Lezo. Pero hay que decir que Ernesto nunca se cobra las traiciones. Tiene un perdón silencioso y vocacional. No hay rastro de agravios en sus abrazos. Eso, al menos, hay que reconocérselo, aunque sé que es porque él siempre tiene algún pecado que hay que perdonarle.
Yo, por mi parte, sabía que debía aferrarme a lo que poseía: una voluntad inquebrantable a la hora de aceptar la renuncia a algo y mi natural sabiduría para construirme un nido con todos aquellos restos del naufragio de mi vida.
En agosto, cuando el calor empezó a apretar, mandamos a las tías Benita y Carmen junto con Odalis a la casa de Cádiz con Diego y su novia. Fue idea mía, y desde luego no fue una buena idea.
Pensé, sin pensar demasiado, que mi marido y yo podríamos quedarnos solos a tratar de restaurar lo que nos quedara entre manos. O en su defecto, a sacar a la superficie todo lo que guardábamos y comprobar si había algo que mereciera la pena rescatar.
Teníamos un matrimonio largo y deteriorado, unas heridas profundas, un regusto amargo en el recuerdo y una biografía que parecía eternamente inacabada.
Pero apenas hubo tiempo de descanso. Aproximadamente una semana después de que estuvieran instalados en la playa, nuestro hijo Diego llamó asustado.
—Ama, tenéis que venir, la tía Benita está fatal. Lleva dos días en la cama y yo la encuentro muy mal. No ha querido llamar a nadie y me ha prohibido decir nada, pero no sé qué hacer, para mí que la cosa es grave. Odalis no puede con todo y yo..., menudo marrón aquí con las viejillas, que están más allá que acá... La tía Carmen vive en su mundo, se escapa todo el tiempo. Ama, te lo digo en serio..., estoy acojonado.
—Bueno, cariño, tranquilízate. Déjame que hable con Odalis.
Y Odalis me dijo en su lengua cauta y dulce que lo de la tía Benita no pintaba bien. Que ella había querido llamar al médico, pero que, al parecer, la tía no quería ponerse en otras manos que no fueran las del doctor Vicario y que mi hijo tenía razón.
Aquel verano, estaba envenenado. Diego rompió con su novia en aquellas playas de vientos y arenas blancas. No hace falta tener mucha imaginación para comprender que aquella casa llena de enfermedades, delirios y despropósitos no era el mejor lugar para consolidar las certezas de dos corazones jóvenes. Demasiada realidad para un amor que balbucea.
Llamé a mis primos y volvimos a organizar una caravana de socorro.
La tía Benita fue rescatada por Lucía y Luis. Llegó exhausta, sin fuerzas, con un hilillo de voz y la piel blanca. La tía Carmen, más perdida que nunca, Odalis, sobrepasada y mi hijo, con ganas de matarme culpabilizándome de aquellas vacaciones que les costaría olvidar.
Al parecer, el corazón de Benita I. Farinelli estaba demasiado dolorido. Había que intervenirla, cambiarle las válvulas, pero antes necesitaba recuperar fuerzas. La ingresaron en el hospital de Basurto y apelaron a su naturaleza para que cualquier viento que entrara por la ventana no tuviera tentaciones de llevársela.
Y como de costumbre, la familia Farinelli acudió al llamado de la sangre. Se organizaron los turnos, las procesiones de tartas, croquetas, la puesta a punto de esas informaciones triviales que enganchan a la vida a aquellos que están a punto de irse... «Tía, ¿ya sabes que Diego ha roto con la novia?... ¡Qué pena, con lo mona que era esa chica! Me ha dicho Luis que Elisa tiene un nuevo trabajo y bien pagado. Braulio va a exponer en una galería muy importante de París... Y a Juan le publican una foto en el
Vogue...»
Pero a la tía Benita, que atendía como podía los falsos requerimientos de hijos y sobrinos, se le iba la vida. Ya no tenía fuerzas para atender e interesarse por aquellas pequeñas noticias familiares que habían significado la esencia de su vida. Murió antes de que pudieran operarla. Suavemente, sin hacer mucho ruido.
La enterramos junto a las demás Farinelli, repitiendo aquellos actos de despedida a los que empezábamos a acostumbrarnos envueltos en una aceptación impuesta, más perdidos que nunca, tanto como lo estaba la última de las hermanas, tanto como lo estaba yo.
DE NUEVO NOVIEMBRE DE 2006
Hacía frío. Uno de esos días desapacibles en los que la humedad se empeña en mantenerte tiritando e impide que entres en calor, envolviéndote en una sensación de enorme cansancio. Soñaba con llegar a casa, con quitarme el calzado mojado y pegar el culo al radiador de la cocina, pero a pesar de que intenté acelerar los trámites que me habían tocado en suerte tras la muerte de la tía Carmen, no conseguí mi propósito hasta media tarde. Subí las escaleras como quien escala una montaña. Tenía cien años en cada pierna.
Cuando metí la llave en la cerradura de mi casa, aquella pertenencia cálida y ordenada, sentí alivio. Hubiera dado el brazo derecho por encontrarla vacía, mi cama sin deshacer y la bañera caliente, pero Marina me esperaba para que le contara todo lo referente a la muerte de la última Farinelli.