El salón dorado (44 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Juan entabló una amistad profunda con el judío Ibn Paquda. Imbuidos ambos del talante conciliador y dialogante que les había transmitido al-Kirmani, continuaron viéndose varias veces cada mes, bien en casa del judío bien en la del eslavo. En torno a ellos se fue recreando un núcleo de filósofos, astrónomos, matemáticos, músicos, médicos, maestros, teólogos y todo tipo de intelectuales jóvenes. En cierto modo las tertulias en las casas de Juan, Ibn Paquda o Ibn Buklaris se convirtieron en las sustitutas de las que hasta poco antes de su muerte se habían venido celebrando en la de al-Kirmani.

Así fue creciendo un núcleo de librepensadores que con las doctrinas de Platón y Aristóteles como base discutían, a veces de manera vehemente, siempre con interés, sobre la concepción del mundo, la naturaleza del hombre y las vías del conocimiento y la sabiduría. En las tertulias de los herederos intelectuales de al-Kirmani participaba con entusiasmo el hebreo Abú al-Fadl ibn Hasday, que, dotado de una capacidad dialéctica notabilísima, solía dirigir los debates hacia los temas que más le interesaban, especialmente el poder, la autoridad y la forma de ejercer el gobierno de los pueblos. Ibn Hasday demostraba poseer un conocimiento de la ciencia política muy superior a los demás. Dotado de una memoria prodigiosa, había aprendido línea a línea el voluminoso tratado La República o el Estado de Platón, entendía la Física de Aristóteles, podía explicar con detalle el libro Decielo y mundo del sabio griego, y dominaba tanto la Biblia como el Corán; era un buen matemático y un excelente poeta. También asistía con asiduidad el príncipe Abú Amir, heredero al trono.

Cierto día caminaban los cuatro, Abú Amir, Juan, Ibn Paquda e Ibn Hasday, por la alameda de la Almozara. El príncipe y los dos hebreos habían acompañado a Juan en una de las rutinarias visitas de inspección a las obras del nuevo palacio real y después habían decidido pasear aprovechando la calma y el buen tiempo de los primeros días del otoño. Solían caminar hasta el cementerio judío, situado al final de la alameda, muy lejos de su barrio. A su lado el Ebro discurría plácido, como recreándose al atravesar las riberas de la ciudad. De vez en cuando se cruzaban con campesinos cristianos, judíos y musulmanes que regresaban del duro trabajo en los campos, o con grupos de mujeres que paseaban con el rostro descubierto, causando los murmullos de los más radicales. Desde hacía algunos años la costumbre de las mujeres de cubrir su rostro cuando salían de casa se estaba abandonando. Las cristianas y las judías nunca lo habían hecho y las más jóvenes de entre las musulmanas estaban imitando esta costumbre. Casi ninguna joven musulmana en edad de casarse se tapaba la cara, a excepción de las esposas e hijas de los imanes más ortodoxos.

Los cuatro amigos cruzaron delante de un grupo de mujeres que discutían de manera apasionada sobre las excelencias amatorias de los hombres. Ibn Hasday se detuvo junto a ellas y Juan le conminó a que continuara andando. Cerca del grupo se encontraban dos policías encargados de velar por el control de las buenas costumbres, especialmente en lo referente a las relaciones entre ambos sexos. Los judíos tenían absolutamente prohibido mantener contactos con mujeres musulmanas; si alguno osaba acostarse con una musulmana y era sorprendido en el acto, pagaba con su vida su atrevimiento.

—Vamos, amigo —repitió Juan a Ibn Hasday—, la policía sexual puede detenerte si sigues mirando a esas mujeres.

—Bonita sociedad. Nosotros los judíos tenemos prohibido bajo pena de muerte copular con las musulmanas y en cambio un señor musulmán puede yacer con cuantas judías quiera sin que lo detenga la ar-raqibi —protestó Ibn Hasday.

—Siempre puedes convertirte al islam añadió Juan.

—¿Yrenegar de la fe de mis padres? Eso es algo que no haré nunca.

—Muchos judíos lo han hecho, y ahora viven como musulmanes. Y bien pensado, quizá su vida no haya cambiado tanto, y si lo ha hecho, sin duda ha sido para mejorar —asentó Juan.

—Todavía quedamos judíos dispuestos a defender nuestras creencias por encima del interés particular —añadió Ibn Paquda.

—Los judíos soléis colocar el interés personal delante de cualquier otro sentimiento —repuso Juan.

—La fe en Dios está enraizada en cada uno, si bien hay diversidad en la manera de comprenderla —sentenció Ibn Paquda.

—¡Israel, Israel! —exclamó Ibn Hasday—. ¡Líbranos de los tópicos que sobre nosotros han dejado caer los hombres!

—Mi querido Abú —dijo Juan dirigiéndose a Ibn Hasday—, tú eres cualquier cosa menos un devoto hebreo seguidor de la Torá. Dudo que en toda mi vida haya conocido a nadie tan escéptico y pragmático como tú.

—¡Vaya! Mira quién me recrimina, un renegado cristiano que para conseguir lo que pretendía no ha dudado ni un momento en cambiar su fe por la que más le interesaba —replicó Ibn Hasday.

—Te equivocas, amigo —alegó Juan—; mi conversión al islam no ha estado motivada por ningún interés. El rey me concedió la libertad antes de que yo me hiciera musulmán, como sabes bien. No he cambiado la fe por la libertad.

—Claro que no. Eso hubiera sido justificable; lo que has hecho ha sido mudar de religión por la posibilidad de medrar en la corte, de trepar. Te ha guiado tu propio egoísmo y no tu corazón —clamó Ibn Hasday.

—Amigos —les interrumpió el príncipe—, estáis discutiendo una cuestión que creía superada. ¿Somos hijos de la razón o de la intransigencia? ¿Quién eres tú, Abú al-Fadl ibn Hasday, para recriminar a Juan su toma de postura religiosa? Y tú, Juan ibn Yahya, ¿por qué tratas de menospreciar a Abú calificándolo como pragmático y escéptico? En caso de serlo, ¿no tiene derecho a ello? ¿Desde cuándo la religión ha sido causa de disputa entre nosotros? Si el maestro al-Kirmani levantara la cabeza se avergonzaría de vuestra actitud. Sois dos hombres, dos intelectuales, dos seres dotados de razón y entendimiento, ¿acaso lo habéis olvidado, o es que habéis perdido el juicio? Mi esposa está a punto de dar a luz a mi primer hijo y no quiero que se entristezca mi corazón viendo a mis amigos discutir en unos días tan felices para mí como éstos.

La reprimenda de Abú Amir apaciguó la discusión entre Juan e Ibn Hasday. El judío tendió sus brazos y Juan lo abrazó con una sonrisa. Los cuatro amigos continuaron caminando por la alameda cogidos de la mano.

—Será un gran rey —musitó Ibn Paquda al oído de Juan.

El sol comenzaba a posarse en el horizonte y una ligera y agradable brisa arrastraba algunas hojas amarillentas que desprendiéndose de las ramas planeaban lentamente hasta caer al suelo.

4

A finales de otoño nació el hijo del príncipe Abú Amir; fue un varón al que llamaron Ahmad ibn Yusuf. Aquel invierno fue extremadamente duro. La primavera parecía no llegar nunca. La nieve, que era extraña en el valle, cayó con profusión. Durante casi quince días no cesó de nevar y Juan recordó con más fuerza que nunca su aldea del Dniéper. Los campos blancos, las calles cubiertas de nieve y los carámbanos de hielo que pendían de los aleros le devolvían por unos instantes a su tierra natal. Pero el crudo invierno arrastró dolores y calamidades. Decenas de mendigos y vagabundos que dormían a la intemperie murieron sin remisión y fue necesario habilitar las mezquitas para que muchos de ellos pudieran refugiarse durante las noches.

La pequeña clínica fundada por al-Kirmani, que desde su muerte dirigía Ibn Buklaris, atendía a numerosos pacientes que acudían con síntomas de congelación. Juan, Ibn Paquda e incluso el escéptico Ibn Hasday tuvieron que ayudar al hakim. La neumonía, una extraña calentura y la tuberculosis se sumaron a la propia congelación, causando todavía más muertes. Juan no era médico, pero tenía algunos conocimientos que había adquirido en su relación con al-Kirmani, por lo que se vio obligado a colaborar. El arte de sanar cuerpos le atrajo entonces sobremanera e incluso pensó convertirse en hakim; al lado de Ibn Buklaris aprendería enseguida y en cinco o seis años podría alcanzar el máximo grado.

—Tienes cualidades para ello, serías un excelente médico —le dijo Ibn Buklaris cuando Juan le comentó sus ideas en uno de los descansos, mientras tomaban una reconfortante y humeante infusión edulcorada con miel—. La medicina es la disciplina científica que más retraso tiene en nuestra ciudad. Hay buenos astrónomos, arquitectos, filósofos, teólogos e incluso botánicos, pero faltan médicos. A al-Kirmani le hubiera gustado que te adhirieras a la lista de discípulos de Galeno.

—Quizá lo comente con Su Majestad, aunque no sé si me permitirá dejar mi cargo al frente de las obras del palacio nuevo —indicó Juan.

Más de tres mil personas murieron en apenas dos meses en aquel gélido invierno, sobre todo ancianos, niños y mendigos. Juan se enteró por Yahya, a quien acudió a visitar por si necesitaba ayuda, de que Shams había estado cuatro o cinco días con fiebre muy alta y vómitos, pero que había logrado superar la enfermedad y gozaba de excelente salud. Yahya agradeció sus desvelos y le comunicó que para evitar el contagio de una posible epidemia había trasladado a su familia a una almunia que había adquirido a unas cuantas millas de Zaragoza para retirarse durante los meses de verano.

Al fin, como si de un milagro se tratara, una mañana amaneció sin el manto cristalino que escarchaba todas las madrugadas los alrededores de la ciudad. El hielo fue sustituido por un mar de perlado rocío y la alegre primavera relevó gozosa al invierno.

Juan volvió a dedicarse íntegramente a la construcción del nuevo palacio real, una vez que se reanudaron las obras que habían quedado interrumpidas durante los meses de frío, pues el agua se helaba y el cortante viento del noroeste hacía imposible continuar con las tareas de carpinteros, alarifes y canteros. Seguía visitando o era visitado con frecuencia por Ibn Paquda, con quien pasaba largas horas discutiendo de filosofía y de otras ciencias. Jalid era un criado excelente, adoraba a su señor y siempre estaba pendiente de cualquiera de sus deseos. No cocinaba tan bien como había afirmado al contratarlo, aunque aprendió pronto a realizar algunos platos gracias a su intuición, su inteligencia natural y su enorme capacidad de observación. Juan había tomado cariño a aquel muchacho tullido y en ocasiones comparaba su relación con la que él mismo había tenido con Demetrio en Constantinopla. No se parecían en nada, pero a veces Juan creía estar viéndose reflejado en el muchacho.

La estima de al-Muqtádir hacia Juan le supuso un aumento considerable en su salario; un alto funcionario le comunicó que desde mañana cobraría un dinar diario, el doble que hasta entonces. Juan le contó las buenas noticias a Jalid y le dijo que su salario se triplicaba, de uno a tres dirhemes. Jalid brincó de alegría por toda la casa pese a su pie tullido, proclamando que no había en todo el mundo señor tan generoso y noble.

Y no era esa la única buena noticia: el rey acababa de nombrar hayib de Zaragoza a su heredero, el príncipe Abú Amir Yusuf ibn Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud. Por entonces ya era un joven brillante que destacaba por sus conocimientos científicos, sobre todo en el campo de las matemáticas, por su tolerancia y por su buen sentido. Discreto y honesto, se ganaba a todos cuantos lo conocían. Este nombramiento suponía una primera experiencia de gobierno para el príncipe y habría de serle muy útil en el futuro. Juan alabó el buen sentido del monarca y se alegró por su amigo, aunque lamentó que desde ahora, y debido a las nuevas responsabilidades, tal vez lo viera menos.

Desde que Shams se había convertido en una mujer libre y en esposa legítima de Yahya, Juan no la había vuelto a ver. De vez en cuando daba un rodeo para pasar delante de la casa de su antiguo dueño por si podía observar a Shams en una de las pocas salidas que las mujeres realizaban a la calle. Si en alguna de estas ocasiones sus ojos se cruzaran, tenía ensayado intercambiar una mirada aparentemente anodina pero en la que sólo ella podría leer mensajes de amor. Pero nunca había lugar a ello.

Dos años después de su matrimonio, Yahya seguía prendado de Shams y deseaba que le diera un hijo. Sus negocios habían mejorado mucho desde que al-Muqtádir recuperara Barbastro y los cristianos se enzarzaran en querellas intestinas. El comercio con el sur era próspero y en muchas cortes cristianas del norte se pagaban buenas sumas de dinero por los objetos de plata, bronce y marfil que se fabricaban en sus talleres. En el obrador de platería no era extraño observar a uno de los maestros orfebres trabajando en una lámpara para alguna iglesia, o en un incensario e incluso una copa de plata sobredorada en la que meses más tarde un sacerdote consagraría la sangre de su dios. Yahya volvió a reanudar sus viajes a Valencia, Toledo e incluso tenía previsto ir a Sevilla y Granada, cuyos reyes habían estrechado lazos diplomáticos y comerciales con el reino de Zaragoza.

Antes de uno de aquellos viajes, Yahya anunció que estaría un mes fuera de casa, pues quería visitar los mercados de Sevilla, Córdoba y Granada. Unos días antes de partir había hablado con Juan para que se hiciera cargo de la educación de su hijo Abú Bakr, que ya hacía algunos meses que había cumplido seis años. Juan aceptó, pues los trabajos de construcción del palacio real estaban casi acabados en su primera fase y eso le permitiría tener más tiempo libre. Además, pensó que como maestro del hijo de su antiguo dueño quizá tuviera ocasión de ver a Shams, de la que hacía tiempo no sabía nada. Juan acababa de cumplir veintitrés años y gracias a sus conocimientos y a su sabiduría su prestigio era muy grande en toda la ciudad. El propio al-Muqtádir no dudaba en pedirle consejo, pese a su anterior condición de esclavo, lo que todos consideraban una muy especial atención del rey. Antes de partir hacia Sevilla con un cargamento de lámparas, Yahya dio instrucciones personales a todos los miembros de su casa, resaltando que mostraran un celo especial en la administración durante las cuatro semanas que iba a durar su ausencia.

Jalid acababa de recoger los restos de la cena que habían tomado en el jardín y se despidió de su señor, no sin antes preguntarle si necesitaba alguna cosa. Juan atrancó la puerta cuando los muecines llamaban a la última oración en la primera hora de la noche. Cruzó el patio y se dirigió al jardín. Colocó sobre la mesita el candil de aceite que el criado acababa de rellenar para que durara toda la noche por si era necesario. El jardincillo quedó tenuemente iluminado por una pálida luz amarillenta. Apenas habían transcurrido unos momentos cuando oyó que alguien golpeaba la aldaba. Cogió el candil y acudió al recibidor; abrió la mirilla y preguntó:

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