Con las manos debajo de la nuca y los ojos fijos en las estrellas, pensaba en Shams. Se había marchado de la casa de Yahya sin poder verla, sin decirle una vez más cuánto la amaba. Ahora que era libre se sentía esclavo de su destino, de un hado que le impulsaba constantemente a perder a aquellos que tanto quería: su familia en la aldea del Dniéper, el recordado Demetrio, el escéptico León de Fulda, al-Kirmani y… Shams.
Aquella noche las estrellas parecían más lejanas que nunca. Juan sabía que era viajero preso en una pequeña esfera en torno al Sol, entre miles de luminosas perlas que brillaban en un nítido cielo azabache. «¿Qué habría más allá de las estrellas?», se preguntaba. Ojalá pudiera viajar como el profeta Elías en un carro de fuego y poder ver desde el espacio el girar de los planetas alrededor del Sol y acercarse a los confines del firmamento.
Intentó comprender la grandeza de la creación e instintivamente cogió con su mano el amuleto de al-Kirmani que colgaba de su cuello desde el día de la muerte del maestro. «Todo glorifica a Dios, lo que está en los cielos y…».
—Al-Kirmani tenía razón —musitó—. Dios es el mismo aunque cada pueblo lo llame de formas distintas. Y entonces tomó la decisión de hacerse musulmán.
Juan acudió a casa de su antiguo amo para comunicarle sus deseos de abrazar la fe del profeta Mahoma.
—Me agrada que quieras ser uno más de los creyentes —aseveró Yahya—. Mañana mismo, si lo deseas, iremos a la mezquita de Abú Yalid para prepararte; habrá que hacerte la circuncisión. No te preocupes, te dolerá pero es obligatorio para todo musulmán. Durante unos días deberás tener cuidado, pero enseguida te sentirás bien.
Ibn Buklaris cortó el prepucio de Juan y su bálano quedó al descubierto como el de todo musulmán o judío.
En un libro había leído que la llegada del profeta Mahoma había sido anunciada por el propio Jesús en el Evangelio de san Juan, aunque bien sabía que aquélla era una tergiversación de la realidad, pues allí se comunicaba la próxima venida del Espíritu Santo y no la de un nuevo profeta. Era consciente de que todas las religiones necesitan de un sustento profético. No le importó que en el Corán se escribiese: «Y Jesús, el hijo de María, decía: "¡Oh, hijos de Israel!, yo soy el apóstol de Dios, enviado a vosotros para confirmar la ley que ya había antes de mí y para anunciaros la buena nueva de que un apóstol vendrá luego de mí, con el nombre de Ahmad"».
Varios días después, en la mezquita, el imán, un venerable anciano que mostraba un interesado afecto por Yahya a causa de sus cuantiosas donaciones, le preguntó a Juan por qué quería convertirse al islam.
—El maestro al-Kirmani me enseñó que lo importante es la esencia de Dios mismo, comprender que es el principio creador del universo, el impulso vital que rige el cosmos y el orden de las cosas. Creo que el Profeta ha sabido como ningún otro hombre desde Abraham y Jesucristo transmitir a los hombres el mensaje de Dios —respondió Juan.
—Te conozco desde que hace varios años viniste por primera vez a la biblioteca de esta mezquita y sé que eres un joven sabio y prudente. Si así lo quieres, la comunidad de creyentes te acoge en su seno. Repite conmigo la profesión de fe: «No hay más dios que Dios y Mahoma es su enviado» —añadió el imán.
—No hay más dios que Dios y Mahoma es su enviado —reiteró Juan.
—Desde ahora formas parte de la comunidad de fieles; eres musulmán. Deberás cumplir los preceptos del Corán y de la Sunna y comportarte como un fiel seguidor de Alá, a Él la grandeza y la gloria. Acudirás a la mezquita para introducirte en el conocimiento de la religión y cuando hayas aprendido de memoria el Corán, podrás usar el título de hafiz. Tu nombre cristiano se dice Yahya en árabe, como el de tu antiguo dueño. Sé que más que un amo ha sido como un padre para ti; por su deseo, y si así tú lo quieres, desde ahora serás Yahya ibn Yahya.
—Honorable imán —se excusó Juan—, quiero seguir manteniendo mi actual ism, mi nombre propio. Todo el mundo me conoce por él y no me gustaría cambiarlo, aunque sí quisiera llevar la kunya de mi antiguo señor, a quien agradezco que me permita usarla.
—No es habitual que un musulmán conserve su nombre cristiano, pero tampoco es excepcional y nada lo impide; si esa es tu decisión, serás Juan ibn Yahya.
—Serás Juan ibn Yahya al-Tawil, como laqab, significando tu elevada estatura, y al-Rumi, como si fuera tu nisba, aunque no podamos considerarla como una nisba auténtica al no estar dentro del territorio del islam —intervino Yahya—. Es decir, desde ahora eres Juan, del linaje de Yahya, el Alto, el Romano. Así es como todos te han de nombrar.
Juan celebró su ingreso en la comunidad musulmana con una sencilla fiesta en su nueva casa del arrabal del sur. A ella asistieron Yahya, el imán de la mezquita de Abú Yalid, el arquitecto real, el mercader de esclavos, 'Abd Allah y Ahmad, los dos hijos mayores de Yahya, Muhammad ibn Bakr el bibliotecario y varios de los condiscípulos que habían compartido con él las clases de al-Kirmani, entre los que estaban sus amigos, el joven judío Bahya ibn Yosef ibn Paquda, el hakim Ibn Buklaris y el príncipe heredero Abú Amir. Corrían los últimos días del mes de ramadán del año 458 de la hégira y el comienzo de la cena tuvo que retrasarse hasta la puesta de sol. Al aceptar el islam Juan sabía que el mes sagrado había que respetarlo escrupulosamente y que durante las horas en que el sol brillara en el cielo debía de abstenerse de ingerir ningún alimento. No era mala prueba para empezar. Aquel año el ramadán caía en la estación veraniega, cuando los días son más largos y las noches más cortas, lo que hacía más duro si cabe el ayuno.
La cena no fue nada especial. A Juan apenas le quedaban dos dinares y no pudo ofrecer a sus invitados sino una macedonia de verduras con verdolaga, espárragos, calabaza, pepino e hinojo, cocida en agua salada y aderezada con aceite de oliva, puré de lentejas, habas fritas aliñadas con alcaravea, cabrito asado especiado con comino, pimienta y canela, pastelitos de hojaldre rellenos de pistachos y crema de vainilla y dulce de melón. El banquete se sirvió según el orden establecido por el afamado Ziryab en la Córdoba del emir 'Abdarrahman II y que se había convertido en el manual de etiqueta del buen gusto en todo al-Andalus. Primero se comían las sopas y ensaladas, después el pescado, la carne y las aves y por último los platos dulces.
Sus bolsillos estaban vacíos; tan sólo cuatro míseros dirhemes naufragaban desperdigados en la bolsita de cuero que le había entregado el secretario hacía poco más de una semana. Tendría que pedir prestado para comer el resto del mes, o trabajar horas extras traduciendo algunos textos del latín al árabe. En Zaragoza había pocos traductores y los libros en latín que guardaban algunas bibliotecas dormían un polvoriento sueño en los estantes.
Atardecía cuando Ibn Paquda llamó a la puerta. Juan le abrió y le hizo pasar al jardín. Ambos se sentaron junto al pozo.
—Querido amigo —dijo Juan—, me agrada tu visita. Desde que vivo aquí apenas tengo ocasión de hablar con alguien. Si dejamos de lado la fiesta que celebramos la pasada semana, eres la primera persona en entrar en mi casa.
—He venido para agradecerte tu invitación. Un judío como yo se siente muy halagado por permitírsele visitar el hogar de un hombre tan sabio como tú —se expresó Ibn Paquda—. Mi educación y nuestras costumbres me obligan a corresponder de la misma manera. Me gustaría que te dignaras visitar mi humilde morada en la judería. Vivo con mi anciana madre en una casita cerca de la plaza de la sinagoga mayor, en el callizo del Toro, entre la calle de la Argentería y el callizo del Talmud. Estaríamos muy honrados con tu presencia.
—Iré encantado.
—Si lo deseas puedes venir a cenar la noche del viernes al sábado; en ese momento ambos estaremos de fiesta —alegó Ibn Paquda.
—De acuerdo, allí estaré antes de la puesta de sol —afirmó Juan.
Ibn Paquda recibió a Juan en el umbral y le invitó a pasar al interior. El eslavo se quitó un bonete de fieltro rojo con el que se cubría la cabeza y un ligero manto de lino que portaba sobre los hombros. La casa tenía dos plantas y una bodega. En la baja se disponía un pequeño zaguán y cuatro habitaciones, alrededor de un reducidísimo patio que apenas era una abertura de un par de pasos de lado. En la superior había una amplia estancia en la que se guardaban algunas provisiones; en un lado se había construido un pequeño horno y una mesa para amasar el pan y cocinar los alimentos sagrados de los hebreos. El joven filósofo vivía con su madre y una criada de poco más de catorce años que realizaba las labores de la casa.
—Por favor, querido amigo, toma asiento —invitó el anfitrión a Juan—. De inmediato nos servirán la cena. Dentro de un par de horas comienza el día sagrado para nosotros y todo el trabajo tiene que estar realizado antes de ese momento. Estamos a punto de acabar un año, la semana próxima celebraremos la entrada del nuevo en nuestro calendario, el 4827 desde la creación del mundo.
Sobre una mesa la criada sirvió un pan sin levadura, carne asada con especias, huevos duros con aceite y azafrán, queso fresco frito, pollo guisado con setas y tomillo, higos, vino tinto puro y sin mezcla y agua con esencia de limón. Sobre una repisa de madera encendió una hanukkiyyá, un candelabro de ocho lamparillas que se empleaba de manera ritual en la Hanukkah, la fiesta de las luces, y que se encendía la noche de los viernes.
Ibn Paquda pronunció las oraciones de ritual antes de comenzar a cenar y bendijo los alimentos. Los dos amigos comieron solos y finalizada la cena tomaron una infusión de abrótano que se mantenía caliente en un puchero sobre un brasero de cerámica que conservaba encendidos algunos tizones de carbón.
—Los judíos hemos logrado mantener nuestra cultura salvaguardando en nuestras familias nuestras costumbres. Desde que fuimos expulsados de nuestra tierra, hace ahora mil años, por el emperador romano Tito hemos vagado por todo el mundo formando comunidades en las que la cultura de nuestro pueblo ha permanecido incólume, pese a que nuestros intelectuales han colaborado casi siempre con los gobernantes de los países donde se han establecido e incluso han adoptado sus costumbres y su lengua. Pero nunca nos hemos cerrado a otras culturas; el mismo Ibn Gabirol, uno de nuestros más afamados teólogos, escribió hace unos años en esta misma ciudad su mejor obra, La fuentede la vida, en lengua árabe, y en ella no renuncia a defender la filosofía de Platón, como han hecho otros filósofos musulmanes —dijo Ibn Paquda.
—Sí, en casi todas las ciudades en las que he recalado desde que me capturaron los bandidos pechenegos me he encontrado con judíos. Incluso hay una colonia hebrea en Kiev, la capital de la tierra de donde procedo. Realmente, estáis por todas partes y eso favorece vuestro éxito en las actividades comerciales —comentó Juan.
—Aquí en Zaragoza somos unos tres mil. Vivimos con cierta libertad, aunque hacinados en la judería. Hace ya tiempo que le hemos pedido al rey que nos permita poder construir nuevas casas al otro lado de la muralla de piedra, en unas huertas que se extienden entre la medina, el caravasar de la puerta Sinhaya y la iglesia cristiana de las Santas Masas, pero por el momento no hemos recibido ninguna respuesta. Por eso nuestras casas son tan pequeñas Yo soy afortunado gracias a que mi padre era un rico comerciante de papel. Era socio de un musulmán que intentó aglutinar el papel con almidón de trigo para hacerlo más consistente. A su muerte nos dejó una herencia lo suficientemente cuantiosa como para poder vivir de las rentas, y esta casa, algo más grande que las demás. En cambio, muchas personas apenas disponen de espacio vital. Es frecuente que en un edificio como éste vivan no menos de tres familias. Sólo hay poco más de trescientas casas y no son suficientes para todos nosotros.
—Si vuestra comunidad sigue creciendo, el rey tendrá que concederos nuevos espacios —alegó Juan.
—Sí, no tendrá otra opción, pero por el momento su política de presión pacífica, si es que puede llamarse así, está dando algunos frutos. Son ya varios los judíos que se han convertido al islam renegando de la religión de nuestros mayores, y algunos son muy significativos. Ciertos intelectuales se han convertido en musulmanes y gozan de la protección y el favor especial del rey. Su ejemplo puede cundir entre otros de los nuestros que se sientan tentados a aceptar vuestra religión.
—Bueno, mi querido amigo, eso no es tan grave. Yo era cristiano hace sólo un mes y ahora soy musulmán. Al-Kirmani nos enseñó a ambos que Dios es único, aunque los hombres lo invoquen de distintas maneras o le recen en diversas lenguas.
—La filosofía del maestro puede servir para musulmanes o para cristianos; ambos tienen una tierra en la que sentirse identificados y que defienden como propia, aunque ambos se disputen ahora el dominio de este país que nosotros llamamos Sefarad. Los judíos no tenemos esa tierra; vagamos desesperados por un mundo que nos rechaza, sin raíces a las que amarrarnos. Nuestra religión, nuestras costumbres y nuestra lengua son nuestra tierra, lo que nos permite seguir diferenciándonos y lo que evita que desaparezcamos como pueblo. Si no hubiera sido así, nuestra raza ya no existiría, nos hubiéramos diluido en las naciones donde nos establecimos después de la Diáspora, como ocurrió con los hunos, los vándalos y otros pueblos más poderosos que nosotros pero carentes de nuestra voluntad de permanencia. La defensa de nuestra propia identidad no es una cuestión religiosa, ni política, ni tan siquiera cultural, es simplemente una razón de supervivencia. ¿Acaso crees que realizamos por gusto el ayuno en la fiesta del Quipur, o en el que recordamos a la reina Ester, o el que hacemos en la conmemoración de la pérdida de la Casa Santa? Tratamos de que nuestra historia no se olvide, de transmitirla de generación en generación, de mantener viva y encendida la llama de Israel para que alguna vez, si eso es posible y Dios lo quiere, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos, o quién sabe qué generación de judíos vuelva a la Tierra Prometida. El Todopoderoso firmó una alianza con Abraham en la que le anunció que el pueblo judío permanecería cuatrocientos años como peregrino en tierra ajena y que sería subyugado a la esclavitud, pero que transcurrido ese tiempo saldría cargado de riquezas. Dios ha estado con el pueblo judío cuando el pueblo judío ha cumplido sus designios.
—Según el Génesis también los árabes son descendientes de Abraham. Su hijo primogénito Ismael fue expulsado junto con su madre, la esclava egipcia Agar, a causa de la envidia de Sara. Por tanto, árabes y judíos sois hijos de un mismo padre.