El salón dorado (66 page)

Read El salón dorado Online

Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
12.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al día siguiente Juan y Yusuf recorrieron la finca sobre dos mulas. En un rollo de papel Juan iba anotando distintos detalles que le parecían importantes: el número de parcelas, los tipos de frutales, las acequias, los pozos y hasta los caminos. Regresaron a medio día. En el porche esperaba Shams, que jugueteaba con el niño.

Juan descendió de la mula y le dio el ronzal a Yusuf, que se alejó en dirección al establo a recoger a los dos animales.

—La almunia es magnífica. Todo esto vale mucho más de mil dinares —dijo Juan dirigiéndose hacia Shams.

—Yusuf la cuida bien y gracias a él ha aumentado el valor de esta propiedad añadió Shams.

Juan se quedó mirando a la eslava. Entre ellos se hizo uno más de esos silencios en los que simplemente con los ojos habían aprendido a decirse todo.

Tras la cena, Juan salió a dar un paseo. La tarde era fresca pero agradable y los aromas del campo, cargados de albahaca y absenta, invitaban a disfrutarlo. De vuelta hacia casa, cuando apenas quedaba un halo de claridad, vio que la ventana de la habitación de Shams se cerraba. Entró en el zaguán, atrancó la puerta y subió a su habitación. Ya en el lecho pensaba una y otra vez en su antigua amante. La tenía allí al lado, y en la casa sólo estaban los dos y el hijo de ambos. Sentía arder su interior, encenderse aquel fuego que años antes le abrasaba y que sólo se calmaba después de hacer el amor con ella. Incapaz de conciliar el sueño, se levantó de la cama, paseó por su cuarto y abrió la ventana. Sobre el horizonte occidental brillaba una inmensa luna amarilla que se ocultaba de vez en cuando entre oscuras nubes. Un ruido a su espalda hizo que se girara hacia la puerta. Allí, en el umbral, estaba Shams.

Los dos amantes avanzaron uno hacia el otro hasta encontrarse en el centro de la habitación. Se detuvieron apenas a un palmo de distancia, se miraron fijamente y se cogieron las manos. Él la condujo hasta el lecho y ella se dejó caer con delicadeza. Ambos jadeaban en tanto sus manos y sus labios recorrían sus cuerpos con una contenida pasión que se desbordó cuando desnudos hicieron el amor.

Los días que siguieron fueron los más felices de la vida de Juan. Paseaba con Shams entre los verdes trigos y los florecidos frutales, acompañados del pequeño Ismail. Juan no se atrevía a llamarle hijo, pero conforme el niño crecía, los rasgos del eslavo se repetían en su rostro. Viéndolos juntos nadie podría negar que no fueran padre e hijo. Shams estaba dichosa; a sus casi cuarenta años seguía aparentando diez o quince menos y la alegría de los últimos días había devuelto a sus ojos el brillo de la juventud, nunca del todo perdido.

A los días luminosos y brillantes de primavera seguían noches de amor y placer. Juan se preocupaba porque en la habitación hubiera siempre rosas y violetas frescas y olorosos ramilletes de espliego y romero.

Todo el día juntos, los dos enamorados comenzaron a hacer planes para el futuro.

—Yo soy un hombre libre, y tú una viuda libre. Esa es la mejor de las condiciones para una mujer musulmana. En cuanto pase un tiempo prudencial y dejes el luto podremos casarnos. Nadie lo vería mal en la ciudad ni en la corte. Ambos somos eslavos, los dos hemos sido esclavos y hemos logrado la libertad. Tú has quedado viuda y yo nunca me he casado. Podría adoptar a Ismail y entonces también sería hijo mío a los ojos de la ley. Gozo de una saneada posición económica y tengo prestigio, podemos ser felices, tanto como nunca pudimos soñar.

—Sería maravilloso —dijo Shams.

—Es maravilloso. ¿Sabes?, más de una vez he pensado en cómo podría haber sido nuestra vida juntos. Imaginaba que te conocía en nuestra tierra natal y que nos casábamos. Yo era notario en Bogusiav y tú cuidabas nuestra casa llena de hijos sanos y fuertes. Nuestra tierra queda muy lejos, pero ésta no es mala, en muchos sentidos es mejor incluso. Pero… —se detuvo un instante— mañana debemos regresar a Zaragoza; hay asuntos que no puedo dejar por más tiempo. Allí seguiremos viéndonos.

—¡Tan pronto! Estos días han pasado como un suspiro. ¿No podemos quedarnos un poco más? —preguntó Shams.

—No, mi amor, es imposible. Hay que solucionar todos los trámites de vuestra herencia. No me fio de los dos hijos mayores de Yahya, ni incluso de Abú Bakr, les gusta demasiado el brillo del oro.

De regreso a Zaragoza, Juan se dirigió a su casa después de dejar en la de la medina a Shams y a Ismail. En cuanto atravesó la puerta, Jalid lo llamó con una voz que denotaba preocupación y apremio.

—¡Señor, señor! ¡Por fin habéis llegado! Estaba a punto de ir a buscaros a la almunia. Esta mañana un mensajero real ha venido con un mensaje urgente. El rey quiere que acudáis de inmediato a Palacio.

—¿Sabes de qué se trata? —preguntó Juan.

—No, no me dijo nada, sólo que vuestra presencia en Palacio no debía demorarse.

—Prepárame la túnica azul y las chinelas. Voy a los baños a quitarme de encima el polvo del camino y regreso de inmediato. Envía a alguien para que avise a Su Majestad que iré enseguida.

A primeras horas de la tarde los baños del arrabal de Sinhaya estaban casi vacíos. Juan entró en el establecimiento, a donde acudía tres veces por semana, y recogió una toalla, jabón y dos frasquitos con ungüento y perfume de limón que colocó en una canastilla de mimbre. En una cesta llevaba la ropa limpia, que dejó depositada en una taquilla.

Como en el resto de los baños públicos de la ciudad, la tarde estaba reservada a los hombres, en tanto que por la mañana eran las mujeres quienes acudían a estos establecimientos. El hammam del arrabal de Sinhaya era uno de los más nuevos; algunos de la medina databan de la época de los romanos y no pocos conservaban todavía los mosaicos con teselas de colores.

Se desnudó en la sala de estar y guardó su ropa usada en un saco de tela. Se calzó unos zuecos de madera y pasó a la sala fría, donde realizó las evacuaciones corporales y permaneció un buen rato recostado sobre una estera mientras comía unos pistachos tostados. Cuando su cuerpo estuvo suficientemente relajado pasó a la habitación caliente. El cálido vapor inundó su cuerpo de perladas gotas nacaradas mientras una saludable y limpia sensación cubría toda su piel. De su cuello pendía el amuleto de cuarzo que le entregara al-Kirmani y del que no se separaba nunca. En el centro había una piscina circular de agua caliente a cuyo borde se sentó introduciendo las piernas dentro del estanque. Un criado acudió a frotarle el cuerpo con unas manoplas de grueso algodón para abrir todos los poros y que se limpiaran en profundidad y le lavó el pelo con tierra jabonosa de batán.

Una vez limpio pasó a la zona templada, donde le dieron un reconfortante masaje y le depilaron convenientemente las axilas, las piernas y el pubis. Él mismo se aplicó primero el ungüento y después el perfume de limón. Completamente seco regresó a la sala de estar; allí se vistió con la ropa limpia y se tumbó un rato sobre una colchoneta. A su alrededor media docena de hombres conversaban amigablemente, pero Juan apenas prestaba oídos a sus voces. Antes de salir de la casa de baños tomó de un frasco dos pedazos de goma de mascar perfumada con esencia de menta y pagó un dirhem por el servicio. Se vistió con la túnica azul que usaba en las ceremonias protocolarias de la corte, las chinelas de cuero negro que había adquirido por quince dirhemes hacía pocas semanas en un tienda junto a la mezquita mayor y cubrió sus rubios cabellos con un turbante azul. Se ciño un cinturón de cuero negro y colgó de su cuello el sello de consejero real.

En pocos minutos recorrió la milla que separaba su casa del Palacio de la Alegría y se presentó ante al-Mu'tamín. El rey paseaba por el patio central escoltado por Ibn Hasday, Ibn Paquda e Ibn Buklaris.

—¡Por fin! Te estábamos esperando. Esta misma mañana he enviado un jinete para que te avisara en la almunia. Os habéis debido de cruzar en el camino. Lo importante es que ya estás aquí —asintió el rey.

—He venido, tras asearme, en cuanto me han dicho que requeríais mi presencia, Majestad —repuso Juan.

—Apea el tratamiento, Juan —le pidió al-Mu'tamín.

—Como desees. ¿Qué asunto es el que requiere tanta urgencia para que hayas tenido que convocar a tu consejo privado con semejante celeridad? —inquirió Juan.

—¿Pero es que no te has enterado todavía? —intervino Ibn Buklaris—. Toledo cayó hace dos días en manos del rey de Castilla; ¡es una ciudad cristiana!

—¿Toledo? —se interrogó Juan atribulado.

—Sí, Toledo. Alfonso de Castilla la ocupó sin ningún combate. La ciudad se rindió tras el asedio a que estaba siendo sometida —lamentó al-Mu'tamín.

—¿Qué ha sido de Abú Yafar y de al-Zarqalí? —preguntó angustiado Juan.

—Ambos están fuera de peligro; se han instalado en Sevilla.

—¿Qué hará ahora el rey de Castilla? —inquirió Juan.

—Alfonso es un rey ambicioso e intrigante. Acabó mediante dudosos ardides con sus hermanos Sancho y García y ahora se siente fuerte y seguro. Sin duda alberga en su corazón la idea de conquistar toda la Península. Después de ocupar Toledo creo que barrunta que puede ser el emperador de todos nosotros —intervino Ibn Buklaris.

—Querrá aprovechar su buena racha y seguir con ella. No creo que tarde mucho tiempo en atacar Zaragoza. Debemos prepararnos —asentó Ibn Hasday.

—Si combinan sus fuerzas Castilla, Aragón y Barcelona nada podremos hacer —alegó Ibn Paquda.

—Durante estos años de reinado siempre he tenido presente las enseñanzas del célebre jurista al-Mawardí, sobre todo su libro Los estatutos de gobierno, allí he aprendido una cita del poeta preislámico al-Alwah Awdí: «No es bueno que los hombres estén abandonados a sí mismos y desprovistos de sus jefes; no hacen falta jefes cuando son los ignorantes los que mandan». Ese ha sido mi lema de gobierno y va a seguir siendo el mismo. Yo he heredado este reino de mi padre que a su vez lo heredó del suyo, y no voy a renunciar a él. Si Alfonso lo quiere, tendrá que arrancárnoslo piedra a piedra afirmó al-Mu'tamín.

—No esperaba menos de ti —se expresó orgulloso Juan.

—Posee los dones de la inteligencia y de la razón, los dos principales que Dios nos ha dado. Ya te dije una vez que sería un gran rey —musitó Ibn Paquda a Juan.

—Alfonso tiene ahora una disyuntiva: o bien se decide a atacar Zaragoza o bien lo hará primero sobre Valencia. Si conquista Valencia quedaremos aislados del resto de al-Andalus; entre nosotros y los reinos musulmanes del sur no habrá ya sino tierras cristianas, seremos una isla rodeada por los dominios de Castilla, Aragón y Barcelona —indicó Ibn Hasday.

—Eso es muy razonable. Hemos de estrechar todavía más nuestra amistad con Valencia. Si esa ciudad cae en manos castellanas, Zaragoza correrá la misma suerte poco después —aseguró Juan.

—Todavía queda una posibilidad —señaló Ibn Buklaris.

—¿Rezar? —ironizó Ibn Paquda.

—Los almorávides —sentenció el médico.

—Esos serían peores que los cristianos; perderíamos la independencia —protestó Ibn Paquda.

—Y la libertad —añadió Juan.

—Estamos quedando aislados del resto de la comunidad musulmana. Es preciso reaccionar. La conjunción de los planetas no augura nada bueno para nuestro reino, ni para mí; algo me dice que mi muerte está próxima —dijo al-Mu'tamín.

—Los planetas no siempre aciertan, o quizás es que no sepamos leer a veces sus mensajes, que al caso viene a ser lo mismo —indicó Juan.

—La alianza con Valencia es ahora nuestra única salida. Mañana enviaremos un correo oficial a Abú Bakr Muhámmad reafirmando nuestra amistad. Otro correo convenientemente disfrazado portará una carta secreta en la que le explicaremos nuestros planes. Ni cristianos, ni almorávides, mantendremos nuestra independencia con la ayuda de Dios —sentenció el monarca.

La respuesta del soberano de Valencia no se hizo esperar. Se mostraba de acuerdo con la postura de al-Mu'tamín de defender la libertad y la independencia de al-Andalus y expresaba sus mejores deseos y predisposiciónpara ello.

6

La primavera avanzaba hacia el verano y Juan dividía su tiempo entre su trabajo en Palacio y las visitas a Shams y a Ismail. Al menos tres días a la semana comía o cenaba con su amada y con su hijo y algunas noches se quedaba a dormir en la casa de la medina. En el barrio se comentaban las frecuentes visitas del consejero real y los rumores habían llegado incluso a los oídos de los demás hijos de Yahya.

Juan intentaba inculcar a Ismail una educación semejante a la que había recibido Abú Bakr, el hijo favorito de Yahya, quien, pese a su juventud, ya era un notabilísimo intelectual. Ismail, en cambio, mostraba poco apego a las letras y a las ciencias; admiraba a los soldados y la vida militar. Siempre que podía marchaba con otros muchachos a la explanada de la sari'a a jugar a la guerra con espadas y lanzas de madera. Más de una vez había tenido que curarle su madre heridas y contusiones como consecuencia de golpes recibidos durante esos juegos.

—Es indudable que en sus venas fluye la sangre de mi padre —comentaba un día Juan a Shams sentados en un diván en el patio de la casa de la medina—. Fue soldado al servicio del príncipe de Kiev y participó en combates contra las tribus rebeldes del norte, e incluso asistió a la expedición contra Constantinopla. Conoció a mi madre, el príncipe le dio tierras en Bogusiav y…

No pudo seguir hablando. Los ojos de Juan se nublaron y un par de lágrimas resbalaron perezosas por su rostro.

Shams le cogió la mano y le besó dulcemente los labios.

—¿Todavía no has podido superarlo? —preguntó entonces la eslava.

—Hace ya más de treinta años que me raptaron y todavía retengo en mi memoria el rostro de mi madre, el perfil severo pero amable de mi padre, la sonrisa inocente de mi hermana… De vez en cuando aspiro un aroma que me recuerda el heno fresco recién cortado, el pan caliente sobre la mesa del hogar, la tierra mojada tras las lluvias de abril —Juan volvió su rostro hacia Shams y continuó—. Creo que si no hubiera sido por ti mi vida se habría vuelto insoportable. Tu presencia me ha hecho vivir, saber que estabas ahí me ha dado fuerzas para sostenerme y seguir adelante.

—Te quiero —dijo Shams acurrucándose entre los fuertes brazos de Juan.

En ese momento entró en el patio Ismail. Venía sudoroso, con una espada de madera en la mano, los vestidos rotos y el rostro, las piernas y los brazos cubiertos de arañazos, magulladuras, tierra y polvo. Shams se levantó asustada.

Other books

186 Miles by Hildreth, Nicole
Can't Stop Loving You by Lynnette Austin
The Pastor's Wife by Reshonda Tate Billingsley
Civvies by La Plante, Lynda
The Death of an Irish Lass by Bartholomew Gill
Out to Lunch by Nancy Krulik
All the King's Men by Robert Marshall