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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (45 page)

BOOK: El salón dorado
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—¿Quién llama a estas horas?

Una voz femenina contestó simplemente:

—Una amiga.

No hizo falta nada más para que supiera que se trataba de Shams.

Descorrió el cerrojo con cuidado para no hacer demasiado ruido y al abrir una figura femenina se silueteó en el umbral. Juan alzó la lamparilla y contempló el amado rostro de Shams, que se había quitado el litham. La esposa de Yahya avanzó dos pasos y extendió sus brazos hacia él.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—He venido con el eunuco sudanés que ya conoces. A la muerte de la primera esposa de mi marido se convirtió en mi confidente y en mi mejor apoyo en el serrallo. Él fue quien averiguó dónde vivías. Se ha quedado a la entrada de la callejuela, oculto en un portal de una casa deshabitada. Esperará allí hasta que me marche.

—Es muy peligroso esto que haces, si alguien te viera… Mi criado está durmiendo en la cocina.

—Nada me importa. Durante estos años sólo he pensado en volver a verte, en sentir el calor de tus labios en los míos, el palpitar de tu cuerpo a mi lado, tu mirada enamorada —susurró Shams—. Mi marido estará fuera cuatro semanas; durante ese tiempo, todas las noches serán nuestras, sólo tuyas y mías.

La joven abrazó a Juan por la cintura y alzándose de puntillas lo besó dulcemente en los labios. Juan la condujo de la mano hasta el jardín y sobre la hierba sus dos cuerpos se unieron en un frenesí de placer y gozo desbordantes. El eslavo penetró una y otra vez en el cuerpo de la amada, derramándose como un torrente en el valle durante la tormenta. Shams comprobó que Juan había sido circuncidado, pero no comentó nada. El cuerpo de la eslava era algo más ancho que cinco años atrás y sus pechos habían aumentado de tamaño. La piel mantenía la misma suavidad, pero mayor tersura si cabe. Sus besos denotaban una sensualidad exquisita y sus manos se mostraban delicadas en la caricia y apasionadas en el abrazo. Había perdido la candidez y la inocencia de los primeros encuentros, pero había ganado en voluptuosidad y en capacidad para proporcionarle placer.

Durante varias noches se repitieron las visitas de Shams a casa de Juan, siempre de la misma manera y a la misma hora, al poco de oscurecer. Se marchaba pasada la media noche, con la puntualidad de un ritual programado con precisa exactitud. Cuando llamaban a la puerta, ya con el sol oculto y las primeras estrellas asomándose en el cielo, Jalid sabía que tenía que recluirse en la cocina y no salir de ella aunque se estuviera hundiendo el mundo. Apenas había palabras entre ambos amantes, sólo besos, caricias y susurros. Aquel pequeño jardín y el estrellado firmamento estival fueron los únicos testigos de su amor. Ambos sabían que Yahya regresaría y, como ya ocurrió años atrás, sus encuentros deberían cesar. El esposo retornó justo en el tiempo previsto. Aquellas noches habían pasado como una estrella fugaz.

Yahya volvió cansado pero contento. Una vez más su instinto para los negocios había funcionado. En Sevilla, en Córdoba y en Granada, sobre todo en esta ciudad, la de mayor florecimiento de todo al-Andalus, había realizado una serie de transacciones comerciales muy beneficiosas. Había vendido cuanto había dispuesto y tenía encargos por más de tres mil dinares. Los beneficios de aquel viaje ascendían por encima de los dos mil dinares, tanto como lo que ganaba en un año de trabajo.

La primera noche en Zaragoza, Yahya durmió con Shams. Le hizo el amor como siempre, aunque notó que su joven esposa se mostraba un tanto fría. No le dijo nada y pensó que sería debido a las varias semanas de ausencia.

En el otoño y el invierno siguientes el vientre de Shams creció sin cesar. Mediada la primavera, la esposa favorita de Yahya dio a luz un hermoso niño de piel lechosa como la nieve y pelo dorado como rayos de sol en el amanecer. Yahya, orgulloso por su nueva paternidad, comunicó el evento a sus amigos mediante unas hermosas cartas. Juan recibió una de ellas:

De Yahya ibn al-Sa'igh ibn Bajja a su honorable amigo, el muy sabio Juan ibn Yahya al-Tawil al-Rumi. Los designios de Dios son desconocidos para los hombres. El Clemente, el Misericordioso, ha querido que mi casa se ilumine de nuevo y que vuelva a brillar en mi hogar un nuevo astro. Gracias al Altísimo, mi corazón se enaltece de orgullo al comunicarte que mi esposa, la gentil Shams, acaba de darme un hijo, el cuarto entre los varones de mi estirpe. Me sentiría muy honrado si pudieras asistir a la fiesta que celebraré en mi humilde casa el viernes de la próxima semana. En ella celebraremos el nacimiento de mi nuevo hijo. La paz de Dios te acompañe siempre.

—¡Un hijo de Shams! —exclamó Juan—. ¡Dios mío!, hace nueve meses que acabaron nuestros encuentros aquí… No, no puede ser, ¡es mío, mío!

Juan cayó abatido en la hamaca del jardín, con el papel que contenía el mensaje de Yahya entre las manos.

—¿Ocurre algo, señor? —preguntó el criado.

—No, Jalid, no ocurre nada. Me siento un poco mareado; quizás el duro trabajo de estos últimos días. No te preocupes, se me pasará enseguida.

No era cierto; el corazón de Juan se había agrietado como una granada madura. No tenía ninguna duda de que el hijo de Shams era también suyo.

5

En la política peninsular las cosas estaban empezando a cambiar. El soberano de Sevilla, al-Muta'did, altanero, libertino y apasionado por el vino, había logrado erigirse en el más poderoso de los reyes de las taifas del sur. Aquel mismo año de 1068 había conquistado la rica ciudad de Carmona y al-Muqtádir, a fin de ganar su amistad, le envió una hermosa carta de felicitación redactada con una elocuente belleza por su secretario Abú Umar Yusuf al-Qaysi, cordobés afincado en Zaragoza. Casi a vuelta del correo los sevillanos notificaron que su rey había muerto y que le había sucedido su hijo al-Mu'-tamid.

El pequeño reino de Aragón, recluido en los profundos valles pirenaicos y sin demasiado potencial militar, tenía ahora al frente a un monarca decidido y animoso que no se detenía fácilmente ante las dificultades, por muy serias que fueran. Sancho Ramírez, nuevo rey de Aragón, prefería tierras y gloria militar a oro, lo que lo convertía en el más serio peligro para el reino de Zaragoza. Ibn Hud optó por maniobrar con diplomacia para tratar de romper la alianza entre navarros y aragoneses. Sabedor de que el oro cegaba al monarca pamplonés, inició contactos secretos con Sancho García para alejarlo de Aragón. Por fin, tras varios intentos fallidos, consiguió la amistad del navarro a cambio de una suma anual de doce mil monedas de oro. Sancho García se comprometía formalmente a intentar convencer al rey de Aragón para que cesara su presión sobre el reino de Zaragoza y devolviera los castillos y aldeas conquistados en la frontera norte. De no lograrlo, el de Pamplona acudiría en defensa de Zaragoza en caso de un ataque aragonés. Los castellanos, hasta entonces perceptores de las parias de los Banu Hud, no aceptaron el cambio de alianza de al-Muqtádir y se mostraron dispuestos a conquistar Zaragoza si ello fuera preciso.

El rey de Aragón inició entonces la construcción de una sólida fortaleza cerca de Zaragoza y al-Muqtádir se vio en la necesidad de realizar una expedición contra los aragoneses, que tuvo lugar en el mes de muharran del año 462 del calendario musulmán, mediado el otoño del año cristiano de 1069. Al-Muqtádir reconquistó algunas fortalezas en los alrededores de Huesca y fue recibido en Zaragoza con nuevas aclamaciones de júbilo por parte de la población, que seguía creyendo que con aquel poderoso rey nada debían temer de los cristianos. El poeta de Guadix Ibn al-Haddad, que había emigrado a Zaragoza desde Córdoba, compuso una casida laudatoria a la figura de al-Muqtádir, lo que le valió ser incluido en la nómina de poetas que recibían un salario de la corte. La fama del rey de Zaragoza alcanzó la cima de la gloria.

El jovencito Abú Bakr Muhámmad ibn Yahya ibn Bajja demostraba un interés fuera de lo común por aprender. Juan acudía dos días a la semana a casa de su antiguo dueño para conducir los primeros pasos del niño en el mundo del conocimiento. El propio Yahya estaba formando una biblioteca en su casa; era la moda entre los aristócratas y los potentados zaragozanos. Quizás el rico orfebre nunca leería ninguno de esos libros que mes a mes crecían en sus estanterías, pero pertenecer a la alta sociedad implicaba gastos como ésos, aunque desde que el papel de las fábricas de Játiva se producía en grandes cantidades y había sustituido al pergamino, el coste de los libros había descendido de manera notable. Siguiendo el proceso diseñado años ha por Ibn Hamz, comenzó en otoño por enseñarle a conocer las letras del alifato, a deletrearlas correctamente y a escribirlas. En la primavera, con tan sólo siete años, Abú Bakr leía y escribía con corrección, recitaba de memoria párrafos enteros del Corán y tocaba el rabel con cierto virtuosismo, denotando una especial inclinación hacia la música. Después pasaría a enseñarle gramática y lexicografía, para que comprendiera el verdadero significado del lenguaje. En una de las tres librerías permanentes de la ciudad había adquirido dos ejemplares sobre la lengua árabe: El libro de gramática escrito en Basora por Sibawayhi y el léxico de Abú Ubayd. En la biblioteca real consultaba con frecuencia el Libro excelente de lexicografía, una enciclopedia de cinco mil folios redactada hacía un siglo por el cordobés al-Qali, donde se resolvían todos los problemas del idioma árabe.

En el paso siguiente, ya con diez u once años, lo introduciría en la poesía, aunque de manera escueta, y después en la ciencia de los números, con las operaciones matemáticas más sencillas: las cuatro reglas básicas, suma, resta, multiplicación y división, y los quebrados. Con ello, un año después el niño estaría en disposición de comprender la geometría plana. Pasaría a continuación a la aritmética y al estudio de los cuerpos celestes. Para entonces el jovencito Abú Bakr debería aprender los tratados de Euclides y el Almagesto de Ptolomeo. Según como se desarrollara su formación, es probable que le explicara las teorías heliocéntricas de Aristarco de Samos, que tan celosamente seguía guardando en su cabeza.

Aunque el gran Ibn Hamz había estado en contra de la astrología, Juan entendía que en aquella sociedad era imprescindible conocer la ciencia que trataba de escudriñar los mensajes que los astros y las estrellas encerraban, por lo que le haría estudiar lo necesario para poder desenvolverse con facilidad entre tanto astrólogo embaucador. Por último, y cuando ya hubiera cumplido los dieciséis años, le enseñaría lógica, ciencias naturales, historia y la ley religiosa. Si todo discurría de manera normal, cuando cumpliera veinte años, Abú Bakr tendría la mejor formación que por entonces le fuera posible adquirir a hombre alguno.

Yahya seguía con atención la educación de sus hijos, si bien no entendía casi nada de lo que Juan les explicaba. Para la compra de libros para su recién creada biblioteca, que ya contaba con cerca de cincuenta ejemplares, consultaba siempre con el eslavo e incluso le pedía que fuera él quien adquiriera personalmente los títulos que le parecieran más interesantes. Tan sólo una vez acudió Yahya al mercado de libros por su cuenta. Aquel día adquirió por nueve dinares una mala copia del Canon de medicina de Ibn Sina, y lo hizo porque el tamaño y el color de la encuadernación armonizaban con un hueco que tenía en uno de los estantes. Ese mismo día también compró una Historia de los árabes del historiador de Calatayud Abú 'Abd Allah al-Tagrí y un Tratado de los humores del cuerpo humano del médico zaragozano Abú-l-Walid Marwán ibn Yanah.

—Mira a mi hijo, tiene la belleza de su madre y el carácter de su padre —decía Yahya a Juan mientras sostenía al hijo de Shams—. Lo llamamos Ismail, como el hijo de Abraham, el fundador del pueblo árabe. Ya tiene casi un año.

—Es un niño muy hermoso —asentó Juan.

Envuelto en una manta azul agitaba sus manitas en el aire como queriendo atrapar invisibles mariposas. Juan lo contemplaba absorto. Sabía que aquel cuerpecito que Yahya mecía entre sus brazos era el fruto de su amor con Shams. De pronto le inundó un irresistible deseo de coger al niño en sus manos y apretarlo contra su pecho.

—¿Puedo cogerlo? —preguntó.

—Por supuesto, eres como de la familia. Mi hijo y tú lleváis la misma kunya, ambos sois Ibn Yahya —su antiguo amo rió a la vez que le pasaba el niño.

El cuerpecito del hijo de Shams latía con fuerza entre los poderosos brazos del eslavo. Contemplando su rostro adivinaba sus mismas facciones, las del linaje de su padre Boris, de la estirpe de Tir: la frente despejada y amplia, los ojos azules llenos de vigor, el mentón rotundo y poderoso…

—Bueno, bueno —interrumpió Yahya tras los sollozos del pequeño—, es hora de la comida. Es un verdadero tragón.

La vieja Fátima recogió al niño de los brazos de Juan y desapareció por la puerta que conducía a las habitaciones privadas, donde sólo podían entrar el dueño, sus mujeres, sus hijos, Fátima y los eunucos. Allí debía de estar Shams; la sierva bereber le llevaría al niño para que lo alimentara. Tuvo que apretar con fuerza los puños hasta clavarse las uñas y hacer sangrar sus manos para evitar lanzar un grito que anunciara que aquel era su hijo, suyo y de Shams, el fruto nacido del amor bajo las estrellas.

El círculo de intelectuales jóvenes que se reunían en torno a Juan, Abú Amir, Ibn Hasday, Ibn Paquda e Ibn Buklaris fue ganando influencias en la corte. El espaldarazo definitivo provino del propio al-Muqtádir, que nombró a Juan subdirector del observatorio astronómico real, a Ibn Buklaris médico de Palacio, a Ibn Paquda profesor de filosofía de la escuela palatina y a Ibn Hasday consejero para asuntos políticos. Las recomendaciones del viejo visir, el prudente y leal Alí Yusuf, fueron decisivas. El visir le hizo ver al rey que este grupo de jóvenes racionalistas, discípulos todos ellos del recordado al-Kirmani, cultos y tolerantes, habría de ser uno de los bastiones principales de la brillante corte de los hudíes.

El trabajo se amontonaba sobre las anchas y poderosas espaldas de Juan. Seguía al frente de las obras del palacio, tenía que cuidarse del observatorio astronómico y continuaba enseñando a Abú Bakr, que con ocho años mostraba una excelente predisposición hacia la música. Su madre le había enseñado a tocar el laúd y de manera autodidacta aprendió el arte de la flauta y el rabel. Su padre, el cada vez más rico Yahya, se mostraba día a día más orgulloso de su tercer hijo varón, aunque dedicaba la mayor parte de su tiempo al pequeño Ismail, cuya paternidad se había adjudicado en silencio Juan. Algunas tardes, mientras Juan y Abú Bakr repasaban las lecciones en el patio, Ismail correteaba de un lado para otro perseguido por la viejísima Fátima, que nunca podía alcanzar por sí sola al niño.

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