El salón dorado (50 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Durante la cena, y en el amplio espacio que se había dejado entre las mesas, se celebraron varios espectáculos. Una orquesta situada en uno de los rincones del salón, discretamente semioculta por un biombo de madera calada, amenizaba la velada. Inició la sesión un poeta que glosó en un tono encendidamente épico la nobleza del linaje de los Banu Dinnún, incluyendo una exagerada loa al monarca reinante, en tanto sonaba una melodía militar que subía de tono cada vez que el rapsoda finalizaba una estrofa. Continuaron unos contorsionistas egipcios que doblaban sus cuerpos hasta extremos imposibles entre acordes monorrítmicos de panderos y trompetas. Después salieron a escena un tragador de sables iraquí, un persa comedor de fuego y varios malabaristas gaditanos que lanzaban al aire simultáneamente varias pelotas de colores, intercambiándoselas entre ellos con suma destreza. Dos formidables atletas imitaron en una frenética danza un duelo con espadas y puñales, realizando movimientos increíblemente rápidos y coordinados, acompañados por una música que alternaba suaves melodías de laúdes y rabeles con contundentes percusiones en timbales y tambores. Por último, un grupo de diez bailarinas, que cubrían su sexo y sus pechos con unas vaporosas gasas, ejecutaron al son de redobles una danza cargada de una intensa sensualidad, que finalizó con las muchachas por el suelo y las gasas por los aires. Las danzarinas, totalmente desnudas, corretearon entre las mesas de los invitados agitando sobre las cabezas de los comensales los velos que poco antes las habían cubierto. Alguno trató en vano de agarrar a alguna de aquellas ninfas, que en un suspiro desaparecieron por las puertas laterales del salón en tanto por la principal hacía su entrada un elefante.

Ante la vista de aquel formidable animal estallaron exclamaciones de asombro y perplejidad, que aumentaron cuando el paquidermo dobló las rodillas de las patas delanteras ante el sitial que ocupaba el rey y de una gran cesta que portaba sobre su lomo surgieron entre vaporadas de humo de distintos colores dos muchachas rubias, esbeltas y de ojos azules, cubiertas con túnicas trasparentes de tul, que descendieron ayudadas por el elefante que giró su trompa hacia atrás cogiéndolas por la cintura y depositándolas una tras otra delante del monarca con inusitada delicadeza. Cada una de las dos muchachas portaba en sus manos una arqueta de plata rebosante de alhajas que entregaron al rey como regalo y presente por la fiesta de aniversario.

Al-Mamún recogió los cofrecillos y de uno de ellos extrajo un collar de enormes perlas nacaradas que colocó en el cuello de la pelirroja Ingra, la única mujer que participaba en el banquete, entre las aclamaciones de todos los presentes y los sones de una marcha triunfal.

Acabada la cena, los festejos continuaron en los jardines, en donde decenas de jóvenes uniformadas con pantalones de gasa azul y ajustados corpiños de seda roja se distribuyeron entre los invitados, sirviéndoles copas de variados vinos especiados.

Juan aprovechó el instante de revuelo provocado por la aparición de las aspirantes a huríes para despedirse de Abú Yafar y de Zakariyya y correr presto hacia el alcázar de al-Mukárram, donde lo aguardaba María. Abrazó con intensidad a la mozárabe y la poseyó con frenesí. A través de la ventana penetraban lejanos rumores y los sones de una delicada melodía que un flautista solitario tañía bajo un enramado de yedra en un ángulo del jardín.

Abú Yafar y Juan dedicaron varios días a la revisión sistemática de la biblioteca del observatorio, a recopilar datos sobre La Casa del Saber, a visitar las bibliotecas de las principales mezquitas de la ciudad y pasaron varias noches contemplando el cielo en compañía de al-Zarqalí, con quien intercambiaron experiencias y conocimientos. Abú Yafar, pese a que casi doblaba en edad a su colega, se mostraba entusiasmado con los conocimientos del toledano y tras una de las sesiones nocturnas le confesó a Juan que no le importaría ser discípulo del director del observatorio de Toledo, pues en sus muchos años de experiencia nunca había encontrado a nadie tan docto en el estudio del universo.

Durante los ratos libres Abú Yafar, que entabló una buena amistad con el katib Zakariyya, recorría acompañado por éste los burdeles mozárabes del arrabal, visitaba los baños, paseaba entre las ruinas romanas situadas al pie de la colina donde se asentaba la medina o deambulaba por los atestados zocos de la ciudad. Juan se recluía en su habitación y gozaba de los sensuales placeres que María le proporcionaba. Aquella muchacha le fue revelando secretos de la práctica del sexo hasta entonces desconocidos. A la postre, el eslavo sólo había hecho el amor con dos mujeres. Su práctica sexual era muy limitada pues, salvo la primera y única vez en Roma, en que se acostó con aquella desconocida, sólo lo había hecho con Shams y con ella siempre había estado de por medio un profundo sentimiento amoroso.

Con María copulaba por placer, por puro y simple placer. Abandonaba su cuerpo y su mente a las prácticas de la mozárabe y sólo quería sentir el goce físico de la fornicación. Renunció a cualquier otro sentimiento y, como le había aconsejado Abú Yafar, vio en María un mero instrumento de goce sexual. No obstante, trataba a la mozárabe con deferencia y amabilidad. Aquella noche, la última en Toledo, acababan de hacer el amor. Juan yacía relajado sobre el lecho, con los ojos fijos en el fragmento de cielo que se vislumbraba a través de la ventana. La luz ambarina de un candil parpadeaba sobre la pared y dos bujías se consumían en sendos candelabros sobre una mesa. María apoyaba su cabeza sobre el pecho de Juan y le acariciaba con sus pequeñas manos los largos y poderosos brazos; su larga cabellera castaña caía sobre el torso del eslavo como una suave cascada de seda.

—Mañana parto para mi ciudad —dijo Juan de pronto.

—¿Qué decís, mi señor? —preguntó María sorprendida.

—Mi tiempo aquí se ha acabado. Debo regresar —contestó Juan.

—¿Ya?, ¿tan pronto?

La mozárabe estaba ofuscada, como si le hubieran comunicado la más insospechada de las noticias.

—Hemos estado aquí más de lo previsto —añadió Juan.

—Entonces, debo volver a…

Juan impidió con su mano que María continuará hablando, la besó tiernamente y volvieron a amarse con más pasión si cabe.

El frescor de la mañana lo despertó. Miró a su lado y descubrió que María no estaba en el lecho. Se levantó de un salto y cubriéndose con un batín salió de la estancia recorriendo los pasillos hasta llegar a la puerta principal del edificio-Allí hacían guardia dos soldados a los que preguntó si habían visto salir a la muchacha. Respondió el de mayor grado que se había marchado con la aurora; portaba un hatillo que tuvieron que registrar como tenían ordenado y en el que sólo había algo de ropa y una caja con cosméticos y perfumes. Juan les agradeció la información y regresó a su estancia: Se dejó caer en la cama, acarició las sábanas todavía calientes y sintió que una solitaria lágrima recorría su mejilla hasta perderse entre su rubia barba.

—¡Señor, señor! —era Jalid, su criado, quien llamaba.

Juan se incorporó y le indicó que pasara.

—Está todo listo para la marcha. El maestro AbúYafar ya ha desayunado y está paseando por los jardines con el katib Zakariyya. Os espera en el patio —dijo Jalid.

—Prepara mi ropa y mi equipaje. Me visto en un momento; saldremos enseguida.

—Os he dejado servido el desayuno, señor, podéis tomarlo mientras…

—No —cortó Juan tajante—. No tengo apetito.

Minutos después estaba formada la pequeña caravana en el patio del Alcázar. Los dos criados sostenían los ronzales de las dos mulas de sus señores y de cuatro asnos, los dos en los que viajaban los criados, el del equipaje y uno más que habían adquirido para portar la preciada carga que se llevaban de Toledo: los libros e instrumentos científicos y astronómicos y los regalos de al-Mamún para Al-Muqtádir.

—Queridos amigos —se lamentó Zakariyya—, me siento muy apenado por vuestra marcha. Me gustaría que pudierais quedaros algún tiempo más entre nosotros.

—Os agradecemos la acogida y esperamos corresponderos si decidís venir a nuestra ciudad en alguna ocasión —correspondió Abú Yafar.

—Tomad. Os he preparado un saquillo con polvos para el sudor; aplicadlo en el cuello y en la frente y os evitará molestias. Y un frasquito con colirio; si corre el viento en los páramos de Molina y vuestros ojos se inundan de tierra y piedrecitas, aplicaos el colirio y os sentiréis aliviados de inmediato. Que nuestros caminos vuelvan a encontrarse, si ésa es la voluntad de Alá —añadió Zakariyya.

—Que así sea —concluyó Abú Yafar.

El katib para asuntos extranjeros abrazó efusivamente al director del observatorio de Zaragoza y apretó cordialmente los brazos de Juan. Los zaragozanos montaron en sus cabalgaduras y atravesaron la puerta del Alcázar camino de Zaragoza. Una escolta de seis soldados de la guardia real les seguía sobre seis corceles blancos. De los merlones de la muralla, colgando de unos palos, pendían varias cabezas de delincuentes recién ajusticiados.

8

El viaje de vuelta lo hicieron por una ruta distinta a la de ida: tomaron el camino del río Henares y después el del Jalón. Ya en tierras de al-Muqtádir se detuvieron en Alhama, una localidad en las dependencias de Calatayud, a orillas del río Jalón, situada en un lugar donde el valle se estrechaba hasta configurar una angosta garganta en la que las aguas discurrían encajonadas entre peñascos y rocas, tajando en la montaña una profunda hoz.

Alhama era famosa por sus baños. El médico y botánico toledano Ibn Walid les había recomendado que se detuvieran a disfrutar de las aguas de esos balnearios. A ellos acudían gentes de todos los rincones del reino hudí, e incluso de Toledo y Valencia. Numerosos enfermos esperaban curar sus males tomando baños de agua caliente o bebiendo agua de las numerosas fuentes termales que surgían por doquier. Como era verano, los balnearios estaban saturados de visitantes, pero el cadí de la villa, que ya había sido avisado de la visita de tan ilustres personajes, les había reservado aposento en El Baño de Fátima, el establecimiento más afamado de la localidad. Durante dos días gozaron de las cálidas aguas curativas, aplicándose baños con los que sus cuerpos se tonificaron y se recuperaron del tramo más largo del viaje.

Dejaron Alhama no sin cierto pesar a causa de la bondad de sus aguas y continuaron viaje descendiendo el curso del Jalón. Atravesaron Ateca, una importante localidad que poseía una magnífica mezquita jalonada por un espléndido y sólido alminar de ladrillo que acababan de construir y al que se le estaban colocando platos de cerámica melada y verde. Pasaron sin detenerse bajo la fortaleza de Alcocer, encaramada en un altozano en cuya ladera se disponía escalonadamente una pequeña aldea de casas de adobe y yeso, y continuaron por Terrer hasta Calatayud.

Esta ciudad, que había sido fundada por los musulmanes años después de la conquista de la Península, dominaba una fértil y rica vega junto a la confluencia de los ríos Jalón y Jiloca. Al abrigo de un poderosísimo castillo que coronaba una de las estribaciones de la sierra, se extendía la ciudad por varios barrancos, defendida por sólidas murallas de argamasa enlucidas con cal, alternando de trecho en trecho con castillos, torreones y fortalezas. Era una de las medinas más importantes del reino hudí y había sido conquistada por al-Muqtádir a su hermano Muhámmad, que la había heredado del padre de ambos, Sulaymán ibn Hud, el fundador de la dinastía.

Fueron recibidos por el gobernador, que les proporcionó alojamiento en el caravasar del puente. En el camino visitaron las ruinas de una vieja ciudad romana. Estaba situada a tres millas de Calatayud sobre una montaña de laderas escarpadas que se habían aplanado para preparar terrazas en las que edificar casas, templos y termas. Todavía eran visibles los restos de algunos templos, calles, cisternas y el teatro. Desde hacía tiempo los comarcanos usaban estas ruinas como cantera para extraer piedra para la construcción. Los mármoles y losas de caliza que un día debieron de revestir aquellas paredes habían sido quemados en hornos, alguno de ellos situado al pie mismo de las ruinas, para fabricar cal. La lluvia y el viento colaboraban activamente en la destrucción de lo que otrora fue un floreciente, próspero y monumental municipio. Los aldeanos a quienes preguntaron por las legendarias ruinas les indicaron que se trataba de la antigua y poderosa ciudad de Bámbuli y que había sido edificada por gigantes en los tiempos anteriores al gran diluvio. Juan le comentó a Abú Yafar que aquella ciudad arruinada se trataba sin duda de Bílbilis Augusta, en la cual había nacido Marcial, uno de los más grandes poetas de la Antigüedad. Lo conocía porque en su estancia en el Vaticano un escriba había copiado un libro de epigramas de este autor; eran poemas jocosos y burlescos en los que se reflejaba la depravación de la Roma de los emperadores paganos.

El verano expiraba sus últimos días cálidos y melifluos Desde lo alto de un páramo los viajeros avistaron gozosos la blancura de Zaragoza entre el verde esmeralda de las huertas y los olivares. El día anterior habían dejado el curso del Jalón para atajar a través de las muelas que delimitaban el valle del Ebro en su margen derecha. Penetraron en Zaragoza por la puerta de Toledo, al atardecer. En el horizonte occidental estallaban en el cielo truenos y rayos que anunciaban una próxima tormenta. Descargaron su preciada carga en casa de Abú Yafar, encerraron allí las acémilas y Juan, tras despedirse con brevedad, se dirigió a su casa acompañado por Jalid.

Todo estaba tal como lo habían dejado; tan sólo el jardín se mostraba un tanto descuidado, sin duda a causa de la última tormenta de verano. Señor y criado cenaron un plato de embutido de cordero adobado en conserva calentado al fuego, queso en aceite, turrón de almendra y melocotones en almíbar. Jalid preparó en un momento unos panecillos que tomaron calientes, recién sacados del horno. Se acostaron pronto en busca del descanso reparador. Pese al cansancio acumulado en el camino, Juan tardó en conciliar el sueño. Pensó que había tenido suerte, y sus dos bellas amigas también. Él había logrado la libertad y una posición notable en la corte y gozaba de una vida con comodidades. Ingra se había convertido en la verdadera soberana del reino de Toledo, disfrutaba de riquezas y lujos como ninguna otra mujer en al-Andalus y era admirada por todos los varones de esa taifa. Shams, su amada Helena, era la esposa de uno de los más ricos mercaderes de Zaragoza y de su amor con ella, aunque tal vez nunca lo supieran sino ellos dos solos, había nacido un precioso y sano niño. Sí, realmente tenía motivos para estar satisfecho y agradecer a Dios la fortuna que le había concedido. Ante tantas desgracias e injusticias, ante tanto dolor y muerte, su posición era realmente privilegiada. Pero había algo en su interior que le afligía, una sensación que de vez en cuando le comprimía el estómago y le conmovía lo más profundo de su ser. Durante varias horas sus ojos permanecieron abiertos, escudriñando la oscuridad de la noche, hasta que vencido por la fatiga se sumió en un apacible sopor.

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