Escribió una larga carta a Ibn Hasday narrándole cuanto había acontecido en los últimos meses, sobre todo la muerte de Ibn Paquda e Ibn Buklaris, pero pasaron semanas y meses y nunca más hubo respuesta. Pocos días antes de este envío Ibn Bajja había recibido dos cajas de madera de sándalo y de sicómoro de parte de Ibn Hasday que contenían varios libros del filósofo al-Gazzali, que fuera reputado profesor en la Nizamiyya de Bagdad, del gran Ibn Sina y del admirado al-Farabí, y una misiva en la que le comentaba que no se encontraba demasiado bien debido a unas fiebres que le habían afectado durante la última primavera.
Pese a que de nuevo volvieron a marcharse muchos caballeros cristianos, hasta entonces al servicio del rey de Aragón, a Tierra Santa para ayudar a conservar las conquistas de los cruzados, el rey Pedro retomó con fuerza la ofensiva contra los musulmanes. Fortificó el viejo castillo de Mezimeeger, ubicado sobre un risco de conglomerados desde el cual se dominaba Zaragoza, y le dio el nombre de Juslivol, una contracción de la expresión latina Deus lo vol) es decir, «Dios lo quiere», que era el grito de guerra de los caballeros cruzados, y, tras conquistar la ciudad de Barbastro, sitió durante el verano de 1101 la capital de los Banu Hud. Al-Musta'ín, acuciado por la presión aragonesa, dejó de pagar parias a Alfonso de Castilla.
Desde el sur, los almorávides, muerto el Cid, avanzaban hacia Levante. En la primavera de 1102, y ante la imposibilidad de mantener Valencia bajo dominio cristiano, doña Jimena, la esposa del Cid, que desde la muerte de su marido había gobernado esta ciudad, la abandonó, no sin antes quemar los edificios y demoler algunos tramos de las murallas. Poco después, los almorávides entraron en una Valencia asolada por las llamas y continuaron progresando por la costa hacia el norte, obligando a los aragoneses a abandonar sus posiciones en la zona de Castellón y Oropesa, donde se habían asentado diez años antes.
Al-Musta'ín comprendió que los almorávides no se detendrían hasta llegar a Zaragoza y decidió enviar una embajada formada por Juan, Abú al-Asbag y Abú Amir, los dos visires de confianza del rey, varios criados y una escolta de veinte soldados, que partió hacia África con una carta de al-Musta'ín dirigida al emir Ibn Tasufín. Como garantía de las buenas intenciones, en la legación también viajaba el príncipe heredero 'Abd al-Malik, que todavía no había cumplido veinte años. La galera real que se empleaba en los desfiles ceremoniosos por el Ebro partió con los embajadores hacia Tortosa. Durante todo el descenso del río se cruzaron con numerosas gabarras que transportaban sacos de garbanzos y habas y cajones de manzanas y peras, y con pequeñas barcas con cerámicas y fardos de telas y pieles. Embarcaron en una gran nao de carga de nombre La Peregrina y con la marea pusieron rumbo sur.
Durante varios días bordearon las costas de Levante, siempre con la tierra a la vista. Además de la escolta que los acompañaba desde Zaragoza, en Tortosa contrataron a varios soldados mercenarios italianos; no en vano portaban un valioso cargamento de regalos para Ibn Tasufín. Recalaron en Almería, donde repostaron y descansaron un par de jornadas. En este puerto se hallaba fondeada una flotilla de naves de guerra equipadas con sifones de aire comprimido, al estilo de los tubos que lanzaban el temible «fuego griego» desde los dromones bizantinos. Estos sifones podían lanzar a varias decenas de pasos unas vasijas de cuero rellenas de una nafta inflamable fabricada en el arsenal de Sevilla con resina de pino y brea. Desde allí, ahora con dirección oeste, enfilaron rumbo hacia el estrecho de Gibraltar, que atravesaron sin dificultades entre bandadas de delfines que entre las rizadas olas saltaban paralelos a la quilla del barco.
Fondearon cerca de Cádiz y a lo lejos contemplaron el célebre faro de cien codos de altura coronado por una estatua de bronce dorado que unos decían que representaba a Hércules y otros a Alejandro Magno. Juan sintió una extraña sensación al saberse en el océano tenebroso. En algunos libros había leído que el estrecho de Gibraltar había sido abierto por Hércules. El capitán de la nave, un experto marino mallorquín, le explicó que fue Alejandro Magno quien ordenó excavar el Estrecho, pues antes el Mediterráneo era un lago y estaba separado del océano sin que ambos mares se comunicaran como ahora. A la vista de aquel brazo de agua de diez millas de anchura, le pareció evidente que sólo podía haber sido obra de la naturaleza.
El capitán, admirado por los conocimientos astronómicos del consejero del rey de Zaragoza, había entablado una buena relación con Juan. No sólo sabía manejar los instrumentos de navegación con absoluta exactitud, sino que era capaz de fijar su situación sólo con contemplar las estrellas.
—Ningún marino de cuantos he conocido sabía tanto como vos; ¿dónde habéis aprendido? —le preguntó entonces el capitán.
—Estudié astronomía en Constantinopla y luego en Zaragoza. Dirijo el observatorio de Su Majestad al-Musta'ín —contestó Juan.
—Son asombrosos vuestros conocimientos. Si no lo creéis inoportuno me gustaría que me enseñaseis algunas de esas cosas durante el resto del viaje.
—Lo haré siempre que vos me correspondáis mostrándome el arte de la navegación y sus secretos —respondió Juan.
—Por supuesto —afirmó el capitán.
La Peregrina navegó paralela a la costa de África, de nuevo rumbo sur, sin necesidad de emplear la brújula. El capitán le contó a Juan que en el extremo del mundo, en la punta del Algarve, había un santuario dedicado a san Vicente, que era custodiado por unos cuervos desde hacía siglos, cuando el cuerpo de este mártir cristiano se trasladó allí desde Valencia. Juan recordó que san Vicente era un santo muy venerado entre los mozárabes zaragozanos, que lo celebraban especialmente por ser originario de esta ciudad. Los marineros más veteranos, que habían atravesado estas aguas en varias ocasiones, no denotaban ninguna preocupación, pero algunos soldados que lo hacían por primera vez se mostraban muy alterados y nerviosos.
—He oído que unas cuantas millas mar adentro habitan gigantescos monstruos que pueden devorar con un solo bocado una nave como ésta —decía uno de ellos.
—Sí, están justo delante del abismo. Allí se cae al vacío; muchas embarcaciones que han osado adentrarse se han precipitado en él —aseveró otro.
Uno de los marineros comentaba que había oído a sus abuelos narrar una tradición en la que un enorme pez llamado Bahamut sostenía a un toro de proporciones cósmicas de nombre Kuyata, que tenía cuatro mil ojos, orejas, bocas, lenguas y patas; sobre el lomo de Kuyata había un gigantesco rubí, y sobre éste el ángel que sostenía la Tierra.
Juan, que escuchó estos comentarios mientras paseaba por cubierta, intervino en la conversación:
—Estáis equivocados; esas leyendas son cuentos hindúes para niños. Más allá de este océano sólo hay agua y después de nuevo tierra, las costas de la lejana China. La Tierra es redonda como una naranja: se puede circunnavegar. Si bogáramos siempre en dirección oeste, acabaríamos por llegar al punto de partida.
—Sí, eso mismo he oído otras veces, pero si es así como decís, ¿por qué nos mantenemos en pie y no rodamos hacia abajo de la naranja? —preguntó uno de los soldados.
—Esa misma pregunta se han hecho desde hace siglos los sabios, y hasta ahora nadie ha dado con la respuesta. Quizá sea por la misma razón por la que la Luna y las estrellas, que están encima de nosotros, nunca caen sobre nuestras cabezas —alegó Juan.
Desembarcaron en Azammur, un puerto de la costa atlántica del Magreb, donde descargaron los regalos que portaban para el emir y organizaron la marcha hacia Marrakech. En Azammur contrataron a dos guías y a unos porteadores, y presentaron sus credenciales al walí del puerto, que les asignó una escolta oficial de quince jinetes. Juan se despidió del capitán mallorquín de La Peregrina y le indicó que aguardara en el puerto durante dos semanas; si antes de ese plazo no estaban de regreso, le enviaría un mensaje con nuevas instrucciones.
Se pusieron en ruta hacia el sur y tras dos días de penosa marcha, abrasados por un constante simún, divisaron Marrakech, la puerta del desierto del Sáhara. La capital del Imperio almorávide estaba construida en medio de una estepa, en una inmensa llanura a mitad de camino entre el mar y el desierto. Hacia el sur sobresalían como gigantes unas enormes montañas con las cimas coronadas de nieve. Una muralla de argamasa rojiza con torreones cuadrados rodeaba un inmenso espacio en el que la medina ocupaba la zona central. Dentro del recinto amurallado se extendían palmerales, jardines y huertos. La ciudad había sido fundada hacía poco más de veinte años y todavía estaban en plena construcción muchos de sus barrios.
Entraron en la capital almorávide por la puerta de Aylán, en la que estaban trabajando varios alarifes en la decoración del arco. Se dirigieron a un caravasar donde se acomodaron en varias habitaciones. Era un modesto pero amplio edificio de adobe con dos plantas, con un patio central al que se abrían varios almacenes en la inferior y habitaciones para los huéspedes en la superior. Apenas se habían acabado de instalar cuando irrumpió a toda prisa un enviado del emir pidiendo excusas e invitando a los zaragozanos a recoger sus cosas para dirigirse a una de las mansiones que el emir poseía entre los palmerales. Pese al cansancio y a que el lugar estaba limpio y era digno, la delegación del reino hudí rehízo sus equipajes y se reinstalaron en un espacioso y plácido palacete rodeado de jardines y de estanques.
Atardecía y Juan subió a la azotea para contemplar la puesta de sol. Marrakech quedaba entre las montañas del Atlas, enormes y azules, y la llanura infinita que se extendía hasta el océano. Un apacible céfiro, que había sustituido al abrasador simún, acariciaba la piel como si se tratara de terciopelo. El sol se resistía a abandonar el día y las estrellas pugnaban por ganar su sitio en el cielo. La luz del ocaso se desparramaba dorada y roja sobre los tejados planos de las casas de adobe de la medina y un aura violácea resbalaba por encima de las copas de las palmeras. Desde los alminares de las mezquitas sonaban melodiosas las llamadas a la oración de los muecines. Pocas veces había experimentado una sensación semejante de calma en su corazón y de bienestar en su cuerpo.
Yusuf ibn Tasufín recibió a los delegados zaragozanos en la sala de audiencias del alcázar, el único edificio construido enteramente en piedra. Era un hombre anciano, sin duda había traspasado ya los ochenta años. De mediana estatura, su delgadez estaba proporcionada a lo enjuto de su cuerpo, tan peculiar en los hombres de la raza bereber. Cejijunto, tenía el rostro muy moreno, quemado por horas de sol y viento a caballo, y barba rala totalmente blanca. Sus cabellos crespos, también blancos, todavía eran abundantes, aunque los ocultaba bajo un amplio turbante de lana negra. Los ojos parecían dos pedazos de ébano de tan negros y profundos, y su perfil era aguileño, con una característica nariz curvada que le confería una enorme personalidad. Vestía de manera sencilla, sin ninguna ostentación, una túnica de lana, el turbante y unas babuchas de cuero, todo en negro. En un cinto portaba un cuchillo curvo en una funda de plata, el único signo de lujo.
Su rostro denotaba una incisiva inteligencia y la altivez y el orgullo propios de las gentes del desierto. Había demostrado suficientemente su capacidad de hábil político y organizador y era el exponente máximo de los monjes-guerreros que hacía algunas décadas habían surgido de las profundidades de las montañas del Atlas para reinstaurar la pureza de la religión islámica. Estaba acompañado por varios alfaquíes y ulemas, fervientes seguidores del rito malikí, vestidos como el emir y que sólo se diferenciaban de él por no llevar armas al cinto.
Frente a Ibn Tasufín permanecían de pie Juan, los dos visires y el príncipe heredero. Todos se habían vestido con ropajes sencillos, aunque al lado de la austeridad del emir y de los religiosos los cuatro parecían califas.
—Sed bienvenidos a Marrakech. Me alegra recibir a tan ilustres huéspedes, en especial al primogénito de nuestro amado hijo el rey de Zaragoza —dijo Ibn Tasufín con su peculiar voz atiplada. Juan se inclinó con una estudiada reverencia y se adelantó un paso.
—Emir de los creyentes: venimos desde la lejana Zaragoza, en los confines de las tierras del islam, para presentarte nuestra consideración y nuestro respeto. Nuestro señor Ahmad ibn Yusuf al-Musta'ín, soberano de las tierras del Ebro y defensor de la frontera norte, quiere transmitirte sus mejores deseos de paz y amistad y estas palabras: «Nosotros estamos entre vosotros y el enemigo cristiano como un muro para que no lleguen a vosotros los daños y para impedir que seáis herido. Nos hemos contentado con vuestra paz; contentaos vosotros con ella, de vuestra parte, además de lo que os ofrecemos en tesoros preciosos».
A un gesto de Juan entraron en la sala varios porteadores que cargaban una docena de cofres con valiosas alhajas, bandejas de oro y plata, copas de cristal y piedras preciosas.
—Todos estos valiosos regalos os ofrece mi señor para sellar nuestra paz —continuó Juan.
—Agradecemos a nuestro hijo sus presentes, que servirán para continuar la guerra con los cristianos hasta que todas las tierras que fueron del islam estén de nuevo reintegradas a la ley del Profeta, la paz sea con él —contestó el emir.
Durante tres días Juan, Abú al-Asbag y Abú Amir discutieron con Ibn Tasufín y sus consejeros religiosos, de los que siempre estaba rodeado, las condiciones del tratado con el reino de Zaragoza. En esos días les narraron cómo se había formado el Imperio almorávide: un individuo llamado Yahya ibn Ibrahim peregrinó desde el Magreb a La Meca y a la vuelta estudió en la ciudad santa de Cairuán con el maestro malikí Abú Imrán. Después regresó a su tierra en la cordillera del Atlas, donde acompañado por el misionero 'Abd Allah ibn Yasín fundó un ribat, de donde procedía el calificativo de almorávides, es decir, «los hombres de la rábida». Allí se fundó el nuevo movimiento con miembros de la tribu de los lamtuna, que acabó conquistando todo el Magreb. Durante varios años fueron ocupando todas las ciudades y sometiendo a las demás tribus, hicieron de Fez una sola medina al derribar el muro que separaba el barrio de los andalusíes del de los de Cairuán y fundaron Marrakech, donde establecieron su capital.
La legación recibió por fin una carta dirigida a al-Musta'ín en la que el emir mostraba un especial afecto hacia el príncipe heredero de los Banu Hud, al que llamaba «hijo por cariño y proximidad», y aceptaba la paz con el reino de Zaragoza. El propio Ibn Tasufín garantizó a Juan que mientras él rigiera los destinos de su pueblo, los almorávides no atacarían a Zaragoza, siempre que se mantuviera dentro del Islam.