El gobernador se precipitó por las empinadas escaleras de la torre, descendió hasta el patio, pidió su caballo y escoltado por miembros de su guardia personal y dos generales se dirigió al galope hacia la medina.
Atronadoras trompetas sonaban en lo alto de los torreones de las dos zudas llamando a arrebato. Las puertas comenzaron a cerrarse una tras otra y los campesinos que todavía no habían corrido a refugiarse tras las murallas porque no habían observado la llegada de los cristianos, lo hicieron alertados por los toques de alarma que procedían de la ciudad. Mediada la tarde, todas las puertas, portillos y poternas estaban cerradas y atrancadas. Tan sólo el pequeño arrabal de Altabás, el único de la orilla izquierda del río, había podido ser ocupado por los cristianos. Los generales almorávides recorrían a caballo las murallas y transmitían a los capitanes y comandantes las órdenes oportunas para la defensa.
Carpinteros, herreros, alarifes y albañiles fueron distribuidos por todo el recinto amurallado para reforzar los puntos más débiles, tapiar algunos portillos y elevar en diversos puntos el muro exterior de tierra y el interior de piedra de la medina. Junto a las almenas se amontonaron marmitas con guijarros para los honderos, tinajas y cazuelas con grasa y aceite para lanzar hirviendo y redomas con agua para calmar la sed de los defensores. Junto a la puerta de Sinhaya se estableció el vivaque; allí deberían acudir todos los comandantes de los distintos sectores de la ciudad a recibir las órdenes y las contraseñas.
El plan de los cristianos había sido un éxito. En un concilio celebrado meses atrás en Toulouse se había aprobado la expedición a España y el papa Gelasio II le había dado categoría de cruzada. El entusiasmo entre los caballeros del sur de Francia había sido tal que muchos señores habían dictado testamento antes de encaminarse hacia las tierras de los musulmanes. Un desbordante frenesí empujaba a los franceses hacia las tierras de España. Todavía estaba fresca en la memoria de muchos la conquista de Jerusalén. Los veteranos que habían participado en la Primera Cruzada ansiaban repetir aquellos momentos de gloria y los que no habían tenido aquella oportunidad esperaban ávidos de fama ensartar en la punta de sus lanzas a los infieles sarracenos y liberar nuevas tierras del dominio de los musulmanes. Los obispos de Huesca, Barbastro y Pamplona se habían encargado de predicar la cruzada en Navarra y Aragón. El ejército francés se había agrupado cerca de Ayerbe y desde allí se había dirigido hacia Almudévar. En su camino hacia Zaragoza se había dividido de nuevo en tres columnas que conquistaron Salces, Sariñena, Gurrea y Zuera, pequeñas aldeas y villas musulmanas en el valle del río Gállego. El plan se había ejecutado con tal rapidez que nadie había podido avisar del peligro a la confiada Zaragoza.
El ejército franco-aragonés había atravesado el Ebro aguas abajo de Zaragoza, por un vado cerca de Sástago, y había cerrado las rutas de comunicación con el sur y con Levante. El norte y el oeste quedaban todavía libres, pero la ruta más peligrosa para los cristianos estaba ya controlada, pues sólo desde el sur o el este podían recibir ayuda los musulmanes.
Un jinete cristiano que portaba un estandarte blanco se acercó hasta la puerta del Puente atravesando el pequeño y abandonado arrabal de Altabás, ubicado al otro lado del Ebro, y ante los muros gritó:
—En nombre de Su Majestad Alfonso, rey de Aragón, solicito la presencia del gobernador de la ciudad.
Durante unos interminables instantes nadie contestó; por fin, el capitán que mandaba el destacamento que defendía la puerta se asomó a las almenas e inquirió:
—¿Quién eres y qué quieres?
—¿Eres tú el gobernador? —le interrogó el jinete.
—Eso no te interesa. Responde a mi pregunta.
—Sólo ante el gobernador.
El capitán desapareció y regresó minutos después.
—Me ordena el walí que me transmitas tu mensaje, yo se lo haré llegar.
—¡Ni hablar! He de comunicárselo a él en persona —asentó el jinete.
En ese momento comenzaron a abrirse las batientes. El jinete cristiano azuzó a su caballo, giró hacia el puente y atravesó a toda velocidad. Tras él salieron varias decenas de soldados a pie y a caballo. Al otro lado del puente se había asentado un destacamento de arqueros y jinetes francos que contemplaban la escena sin saber qué estaba ocurriendo. Cuando observaron que el mensajero era perseguido por los musulmanes, se prepararon para repeler la carga y salieron a su encuentro. En la orilla del Ebro, entre el arrabal de Altabás y la embocadura del puente, se entabló una espontánea batalla entre los dos bandos. Varios francos acudieron hasta el puente, embadurnaron con aceite y grasa los linteles de tablones que se asentaban sobre los pilares de piedra y les prendieron fuego. En un momento la pasarela se convirtió en una pira de llamas y los zaragozanos se encontraron con la retirada cortada. Nuevos contingentes de cristianos acudieron al lugar de la batalla y los musulmanes huyeron hacia la ciudad atravesando el río por un vado. Muchos de ellos fueron asaeteados por los ballesteros francos y los que pudieron ganar la orilla se refugiaron tras las murallas entre los gritos de júbilo de los cristianos, enardecidos por esta primera victoria. Decenas de cadáveres flotaban corriente abajo dibujando tras de sí en el agua finas estelas encarnadas.
En los días siguientes se cerró el cerco y todas las salidas de la ciudad fueron bloqueadas por los cruzados. Veinte almajaneques con sus correspondientes municiones, torres de madera sobre ruedas, truenos, catapultas y arietes fueron distribuidos alrededor de los muros. Gastón de Bearn, experto en el asedio de ciudades, cuya técnica había aprendido en las guerras de los cruzados en Palestina, dirigía las operaciones por parte del bando cristiano.
Los imanes organizaron procesiones que recorrieron el camino de ronda de las murallas pidiendo a Alá que les ayudara a acabar con los infieles. Los más exaltados se raparon los cabellos y se realizaron cortes en la cabeza, de los que manó abundante sangre que manchó sus rostros de rojo. Excitados por la efusión de sangre y enfervorecidos por las incitaciones de los imanes, los fieles musulmanes recitaban monocordes una y otra vez los noventa y nueve nombres de Dios: «El Santo, el Todopoderoso, el Omnisciente, el Único, el Excelso, el Generoso…».
No se habían cumplido dos meses del inicio del asedio cuando el rey de Aragón apareció ante el sitio de Zaragoza. Alfonso fue recibido en el campamento de los cruzados entre fervorosas muestras de júbilo. Sus acciones militares le habían conferido una aureola de invencible y se decía que el arcángel san Miguel era quien dirigía su brazo en los combates.
Céntulo de Bigorra, Gastón de Bearn y el resto de los comandantes del ejército cristiano pusieron al corriente de inmediato al rey. El cerco estaba sólidamente asentado, los musulmanes no habían logrado abrir ni una sola brecha y habían sido derrotados en las dos salidas que habían intentado. Reunidos en la tienda real, los generales cristianos evaluaban la situación:
—Majestad —informó Lope Arcez Peregrino, consejero reAl-, Zaragoza está ganada. Dentro de sus muros resisten unas veinte mil personas, de las que sólo tres o cuatro mil están en disposición de empuñar una espada, y de ellos no más de mil son soldados expertos en el manejo de las armas. Este año no podrán recoger las cosechas que ya hemos quemado y aunque las murallas de piedra de la medina son sólidas y resistentes, un cerco prolongado acabará rindiendo a la ciudad sin apenas pérdidas por nuestra parte.
—Yo me inclino por un asalto con nuestros ingenios de asedio —objetó Gastón de Bearn—. Disponemos de varias decenas de máquinas preparadas para atacar las murallas. Podríamos concentrar los disparos de nuestros almajaneques y catapultas contra el sector oriental de la muralla de piedra, parece el más débil. Una vez castigado suficientemente con la artillería, los zapadores colmatarían el foso con tierra y así podríamos acercar nuestras torres hasta el pie de las murallas. Hemos construido diez tan altas que alcanzan hasta sus almenas. Todas ellas disponen de plataformas desde las que nuestros hombres pueden saltar sobre las almenas.
—El foso es muy profundo y ancho, tardaríamos demasiado tiempo en cubrirlo. Las torres de asalto son demasiado grandes y pesadas, útiles para maniobrar en terrenos llanos y de suelos firmes, no funcionarían sobre una superficie blanda de relleno. Su enorme peso haría que las ruedas se clavaran en el relleno y quedaran inservibles. Opino que es mejor aguardar a que el hambre acabe por rendirlos —aconsejó Peregrino.
—Cada momento que pasa perdemos un tiempo precioso. Si no hubiéramos asaltado las murallas de Jerusalén, la Ciudad Santa todavía estaría en manos del infiel. Estas máquinas de asedio han demostrado su eficacia en Antioquía, Apamea, Trípoli, Cesarea, Jaffa y la propia Jerusalén, ¿por qué no van a ser útiles en Zaragoza? —alegó Gastón de Bearn.
—Estoy de acuerdo con mi hermano —intervino Céntulo de Bigorra—. Yo escalé con él las murallas de Jerusalén, sus defensores no pudieron resistir nuestro empuje y la capacidad de nuestros artilugios de guerra. Pero sobre todo no aguantaron el ímpetu que insuflaba nuestros corazones. Dios está con nosotros, ¡Dios lo quiere! Si somos fieles a nuestra promesa de defender la cristiandad y de conquistar las tierras que los sarracenos nos arrebataron hace siglos, el Altísimo estará de nuestro lado en la batalla, y nada ni nadie podrá evitar nuestro triunfo. Asaltemos esas malditas murallas y demos a esos infieles su merecido. Yo mismo encabezaré el ataque al frente de mis bravos bearneses. Los ánimos se habían caldeado de tal modo que Alfonso levantó el brazo pidiendo calma.
—Caballeros, no precipitemos los acontecimientos. Partimos de una clara posición de ventaja. Nadie más que yo —observó el rey de Aragón dirigiéndose al señor de Bigorra— desea que la cruz de Cristo remate las torres de Zaragoza, pero hemos de ser prudentes. Las murallas de piedra representan una defensa formidable y hasta hoy han podido resistir cuantos asedios se han realizado contra ellas. Estudiaremos con detalle el plan a seguir; tomaré una decisión en cuanto esté seguro de que es la adecuada.
Alfonso revisó el ejército. Allí estaban, además de los dos hermanos el vizconde Gastón de Bearn y Céntulo de Bigorra, el hijo del vizconde de Labourd, el conde Bernardo Atón de Carcasona y Béziers, el conde Bernardo de Cominges, el vizconde Pedro de Gavarret, el vizconde Auger de Miramont, el señor Arnaldo de Lavedan, el conde Rotrón de Perche, el conde de Urgel, el conde de Ribagarza, el señor de Vizcaya el castellano Diego López de Haro, el señor de Álava y Rioja don Ladrón, el conde Bernardo Ramón de Pallars y los obispos Guy de Lons de Lescar, Esteban de Huesca, Ramón de Roda, Guillermo de Pamplona, Sancho de Funes de Calahorra y el electo de Zaragoza Pedro de Librana. Tras ellos formaban los señores de las principales ciudades, villas, castillos y tenencias de Aragón: los señores de Sos, Abiego, Biel, Loarre, Bolea, Huesca, Ayerbe, Peralta de la Sal, Santa Eulalia, Antillón, Albero, Rodellar, Monzón, Capella, San Esteban, Benabarre, Petra Rubea y Monclús. También habían acudido los señores navarros de Estella, Funes, Marañón, Punicastro y Turvillas y los castellanos de Calahorra y Nájera. Todos ellos con sus gonfalones y estandartes desplegados y sus flámulas y gallardetes ondeando al viento.
El ejército de los sitiadores era una variopinta amalgama de aguerridos y orgullosos gascones, fieros y montaraces bearneses, fornidos e indómitos normandos, severos y templados castellanos, curtidos y serios aragoneses, graníticos y sobrios navarros y altivos y señoriales pallareses y ribagorzanos. Tras los soldados se movía una barahúnda de cocineros, vinateros, aguadores, cirujanos, carniceros, sastres, carpinteros, herreros, saltimbanquis, faranduleros, funámbulos, equilibristas, malabaristas, vendedores de amuletos, prestidigitadores, ventrílocuos, echadores de la buenaventura, herbolarios, bufones, cuentistas, adivinos y prostitutas.
—Es imposible defender el muro de tierra, es demasiado largo y poco consistente; nos replegaremos tras las murallas de piedra de la medina —indicó el gobernador a sus consejeros.
En una de las salas de la Zuda occidental se habían reunido los principales consejeros y generales de la ciudad para evaluar la delicada situación.
—Esta noche deberán estar todos los ciudadanos de los arrabales dentro de la medina. Que salgan de inmediato cuantos hombres estén disponibles y recojan de los arrabales todo aquello que pueda sernos útil, sobre todo armas, comida y madera. En cuanto se ponga el sol cerraremos las puertas —continuó el gobernador Ibn Mazdalí.
—¿También debemos abandonar el Palacio de la Alegría? —preguntó Juan, que había sido invitado a asistir a la reunión debido a su experiencia.
—No, lo utilizaremos para acosar al enemigo cristiano desde dos frentes. Quedará defendido por un contingente de doscientos hombres.
—Mi señor —intervino Muhámmad ibn 'Abd Allah al Umawí—, quisiera participar en la defensa de Palacio. En mi Historia de Zaragoza su construcción y su significado ocupan un lugar destacado; he pasado muchas horas de estudio en su biblioteca y quisiera contribuir a que los cristianos no planten sus sucias botas en sus patios.
—De acuerdo.
Apenas había aprobado el walí el ofrecimiento del historiador al-Umawí, cuando un katib entró presuroso en la sala.
—¡Señor, señor!, los cristianos están atacando el Palacio de la Alegría —exclamó alterado.
—Vamos, no hay tiempo que perder. Es preciso defender el Palacio —previno el gobernador.
Varios de los asistentes al consejo se abalanzaron sobre los caballos que aguardaban en las cuadras y salieron a galope por la puerta de Toledo hacia el llano de la Almozara.
Entre el muro de tierra y el Palacio de la Alegría se había entablado un feroz combate en el que unos trescientos hombres por cada bando se batían cuerpo a cuerpo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntaba al-Umawí entre el fragor de la batalla.
—Acudíamos a reforzar la guarnición y al atravesar la vaguada cayeron sobre nosotros. Si no conseguimos rechazarles, el Palacio de la Alegría está perdido —respondió el capitán del contingente de reserva que esperaba en retaguardia.
Su labio inferior era belfo como el de un viejo percherón y sus ojos redondos y salientes como los de un sapo.
—¡Adelante, somos necesarios todos!