Los legados regresaron sin percances y justo a tiempo para evitar el ataque almorávide sobre la capital hudí. El nuevo gobernador de Valencia, el general almorávide 'Abd Allah ibn Fátima, se había puesto en marcha hacia Zaragoza con una tropa de mil quinientos jinetes con intención de anexionarla cuando en pleno camino fue interceptado por mensajeros de al-Musta'ín, que portaban la carta amistosa firmada por el puño y sellada con el sello del mismísimo Ibn Tasufín. A la vista de la carta en la que se decía que «lo esencial es que entre nosotros hay concordia y armonía por seguir por donde quiera Dios, con acuerdo total», el gobernador almorávide decidió anular la expedición y regresar a Valencia.
El acuerdo se celebró en la corte hudí corno si de una gran victoria se tratara. Al-Musta'ín organizó una fiesta pública a la que invitó a todos los zaragozanos. En las mezquitas se elevaron plegarias en honor de Yusuf ibn Tasufín y en la sari'a y en la Almozara se organizaron torneos, desfiles militares y competiciones deportivas.
Pocos meses después se celebró en Córdoba la fiesta de exaltación del futuro sucesor en el Imperio almorávide, el príncipe Alí ibn Yusuf, a la que como representantes del rey de Zaragoza asistieron de nuevo el príncipe heredero y Juan. A diferencia de su padre, que tenía todas las características étnicas de la raza bereber, el príncipe heredero era una mezcla de la sangre bereber de su padre y de europea de su madre, una esclava cristiana llamada Qamar Umm al-Husn. Había heredado la piel blanca, el pelo rubio oscuro, la altura y el rostro ovalado de la madre y los dientes espaciados, el perfil aguileño y los ojos negros del padre. Tenía veintitrés años.
Como símbolo de amistad los zaragozanos entregaron doce arrobas de vajilla de plata taraceada con el nombre de al-Muqtádir. Se trataba del servicio completo de mesa del monarca constructor del Palacio de la Alegría, que había sido fabricada especialmente para él en los talleres de Yahya ibn al-Saigh. Ibn Tasufín, que seguía despreciando el lujo, ordenó que la vajilla fuera fundida y convertida en monedas y que éstas se repartieran entre la población como regalo del emir durante la fiesta de los Sacrificios. Ese día era obligado que cada cabeza de familia sacrificara un cordero; algunos no podían hacerlo por su carencia de medios económicos e Ibn Tasufín quiso que al menos ese año todas las familias de Córdoba pudieran celebrar el sacrificio y consumir carne de cordero.
Acabados los festejos, los almorávides organizaron una campaña militar e incorporaron a su imperio el reino de Albarracín.
—Sólo quedamos nosotros entre los almorávides y los aragoneses. El belicoso Pedro de Aragón ha muerto, pero le ha sucedido como rey su hermanastro el infante Alfonso, por lo que sé de él mucho más ambicioso. Desprecia todo placer que no sea la guerra; ha rechazado a cuantas concubinas le han ofrecido, y se dice que ha afirmado que un soldado debe vivir entre hombres y no entre mujeres. Está tan henchido del nuevo espíritu de cruzada que no cejará hasta que en lo alto del torreón del Palacio de la Alegría ondee su estandarte —dijo al-Musta'ín dirigiéndose a los miembros de su consejo en el Salón Dorado.
—Si me permitís, Majestad —intervino Muhámmad ibn 'Abd Allah al-Umawí, un joven historiador que estaba escribiendo una historia de los Banu Hud y Zaragoza por encargo de la corte—, nuestra ciudad tan sólo ha sido conquistada una vez, hace ahora cuatro centurias, y los conquistadores fuimos nosotros, los árabes. Nadie antes logró entrar victorioso en ella, aunque fueron muchos los que lo intentaron. Ni el mismísimo emperador Carlomagno, pese a sitiarla con su poderoso ejército, lo consiguió. Está escrito que Zaragoza permanecerá para siempre bajo la bandera de los combatientes del islam. Se ha escrito que esta ciudad está protegida contra las serpientes, y ¿qué son los cristianos sino víboras? La luz que resplandece sobre nosotros nos protege; la Ciudad Blanca nunca será cristiana.
—La creencia en leyendas antiguas no nos salvará —adujo Juan.
—Hasta hoy se han cumplido —aseveró el historiador.
—Hasta hoy nuestros ejércitos eran fuertes y nuestras arcas estaban repletas. Desde la derrota de Alcoraz ni tenemos ejército ni poseemos dinero con el que pagar la paz —se reafirmó Juan.
—Dios no abandonará a su pueblo —alegó el imán de la mezquita mayor.
—Es probable que haya sido el pueblo el que ha abandonado a Dios —sentenció Juan.
El nuevo rey de Aragón se mostró si cabe más belicoso e intrépido que su hermanastro. Al poco tiempo de sentarse en el trono atacó Zaragoza; se trató de una escaramuza de tanteo, pero fue suficiente para sembrar la inquietud y algunas familias musulmanas acomodadas optaron por vender sus propiedades y marchar hacia el sur en busca de la seguridad que proporcionaban los almorávides. Algunas casas se pusieron a la venta en el interior de la medina. Jalid le comentó a su señor que estarían más seguros si se trasladaban a vivir a una de esas casas que se ofertaban a buenos precios. Juan, que se sentía profundamente aferrado a su casita del arrabal de los Sinhaya, en la que tantos recuerdos había depositados, comprendió, bien a su pesar, que la propuesta de Jalid era la más adecuada. Por doscientos dinares adquirió una preciosa mansión en el centro de la medina, donde se cruzaban la calle del Puente y la calle Mayor, al lado de la pequeña mezquita de las Cuatro Puertas. Disponía de un hermoso patio con jardín y un estupendo baño privado. Su propietario era un mercader de ganado que había decidido trasladarse con su familia a Valencia. El precio de la mansión no hubiera sido inferior a seiscientos dinares diez o doce años antes, cuando la ciudad seguía creciendo, pero ahora, en claro regreso, el valor de los inmuebles se había reducido a la tercera parte. Juan lamentaba el que hace varios años hubiera vendido la casa que le dejó Yahya en herencia, pues podría haberla habitado en esta ocasión.
La nueva casa era muy grande y su cuidado necesitaba de más personas. Jalid, que seguía fiel a su lado treinta y siete años después, ya era mayor y su cojera se había acentuado. Juan le calculaba unos cincuenta y cinco años, aunque nunca supo su edad exacta, y creyó que necesitaría ayuda. El eslavo había amasado una pequeña fortuna y podía permitirse disponer de dos o tres criados más.
—En esta nueva casa hacen falta criados. Tú, Jalid, conoces bien la ciudad y a los ciudadanos, encárgate de buscar a un par de sirvientes que mantengan la casa en condiciones y te descarguen de trabajo, creo que te lo mereces.
—Sé de dos muchachos que podrían servir; o si lo prefieres, alguna muchacha. Desde que murió Shams no ha vuelto a haber ninguna mujer en tu vida, quizá…
—Ya soy demasiado viejo —le interrumpió Juan—. El próximo verano cumpliré sesenta años.
—Es una buena edad para tomar esposa. Todo buen musulmán debe tener al menos una —aseguró Jalid.
—¿Ah, sí? En ese caso, ¿por qué no te has casado tú? —inquirió Juan—. Durante todos estos años no has hecho sino visitar burdeles y retozar con prostitutas cristianas. Te he pagado más que suficiente para mantener una esposa y una familia.
—Yo no he nacido para el matrimonio —alegó Jalid—. Prefiero pagar a una mujer para acostarme con ella que soportar a una esposa.
—Eso que dices no es propio de hombres piadosos —advirtió Juan.
—Yo no soy un hombre piadoso, ni lo quiero ser. Mi vida está junto a ti, a tu servicio. Te he servido siempre y lo seguiré haciendo mientras viva o mientras tú lo desees; ni sé ni quiero saber hacer ninguna otra cosa —asentó Jalid.
—Mi buen Jalid, buen amigo, nunca pude soñar tener un compañero mejor que tú.
Juan entendió entonces que Jalid había sido para él el sustituto de Vladislav, cuya incipiente pero profunda amistad surgida en el cautiverio truncó el propio cautiverio.
Unos días después el fiel criado contrató en nombre de su señor los servicios de dos muchachos y adquirió en el mercado a una joven esclava.
—¡Jalid! —exclamó Juan—. Te dije que no quería ninguna muchacha.
—¡Oh!, no la he comprado para ti, es mía. La he adquirido con la mitad de mis ahorros. Sólo me ha costado veinte dinares. Si te gusta puedes gozar de ella, te la presto —replicó Jalid.
La muchacha miraba a Juan desde unos recatados ojos melados. Era pequeña de estatura y no aparentaba tener más de quince años. Su pelo era lacio y castaño. Le recordaba vagamente a la mozárabe de Toledo, aunque habían pasado tantos años desde entonces que su rostro se había difuminado en su cabeza.
—¿Has pensado, si es que sabes pensar, en qué se va a convertir esta casa con dos viejos como tú y como yo y dos jóvenes criados conviviendo con esta muchacha? ¿No se te ha ocurrido que podemos tener problemas? —inquirió Juan.
—He pensado en todo. No te preocupes, los dos muchachos son homosexuales —dijo Jalid.
—¡Estupendo! ¿Y qué crees que pensarán en la corte cuando se enteren de que vivo con un viejo criado experto en burdeles, dos efebos y una muchacha? —preguntó Juan.
—¿Desde cuándo te ha importado lo que piense nadie de ti?
Juan se quedó mirando a Jalid. Sus labios dibujaron una incipiente sonrisa que fue creciendo hasta convertirse en una sonora carcajada.
—De acuerdo, de acuerdo, pueden quedarse, pero esa muchacha es tuya, sólo tuya —recalcó el eslavo.
En contra de lo vaticinado por Juan, la vida en la nueva casa de la medina se tornó mucho más alegre y divertida. Jalid estaba encantado con su pequeña Mu'mina, que era el nombre de la esclava, y dejó de frecuentar los burdeles a los que tan aficionado era desde la época de Tarazana. Los dos efebos mantenían la casa tan limpia como el mihrab de una mezquita, amasaban a diario y con esmero el pan que tras marcar con la señal de Juan llevaban a cocer al horno del barrio y atendían con eficacia extraordinaria todas las tareas domésticas. Sostenían entre sí una intensa relación amorosa pero siempre discreta. Algunas noches, en el silencio de las primeras horas de oscuridad, Juan oía los tenues susurros de las dos parejas de enamorados, los jadeos de Jalid amando a Mu'mina y los arrullos de los efebos como un zureo de palomas. Y en esos momentos, cuando se hacía más intensa su soledad, recordaba la belleza inmarchita de su amada Shams, el coraje de su intrépido hijo Ismail, el fresco aroma a flores silvestres de su madre, el cariño plácido de su padre, el aroma del pan caliente compartido con sus hermanos en el hogar de Bogusiav, la palabra docta y educadora de Demetrio, la sabiduría y comprensión de al-Kirmani, el talento y la valentía del llorado al-Mu'tamín, los consejos siempre prudentes y acertados de Ibn Buklaris, las largas y fecundas conversaciones con el inteligente y racional Ibn Paquda, la sagacidad política del exiliado Ibn Hasday, la lucha contra el destino para evitar lo inevitable de al-Musta'ín o el ascenso imparable del brillante Ibn Bajja.
Noche a noche discurrían por su mente las escenas de su azarosa vida. Por primera vez, después de tantos años, se sentía viejo. Su cuerpo aún era firme y recio y su elevada estatura seguía reportando a su figura una estampa formidable, pero sus cabellos eran ya tan escasos que desde hacía cuatro años se rasuraba la cabeza por completo, sus mejillas habían perdido la tersura de la juventud y en su rostro comenzaban a labrarse profundos los surcos del inexorable paso del tiempo. Todavía se sentía con la energía suficiente como para tumbar de un golpe a un hombre mucho más joven que él, como hiciera con el príncipe Mundir, aunque era consciente de que los largos y fatigosos viajes que había realizado no podría volver a repetirlos.
Ahora disponía de mucho tiempo para el estudio con Ibn Bajja. Su antiguo pupilo, el subdirector del observatorio astronómico, pasaba por ser el hombre más inteligente y sabio de todo el reino. Sus conciudadanos admiraban de él su enorme capacidad para todo tipo de disciplinas. Desde hacía algún tiempo Ibn Bajja estaba entusiasmado por la música. Él mismo cantaba algunas composiciones poéticas propias acompañado por una orquestina. Le gustaba demostrar sus conocimientos y no dudaba en hacerlo de manera efectista y teatral.
En cierta ocasión murió un amigo a quien Ibn Bajja apreciaba de manera muy especial. Pocos días antes había fijado en el observatorio que se produciría un eclipse de luna. Como quiera que la hora del eclipse coincidía con el velatorio del amigo muerto, Ibn Bajja, instantes antes de que la luna se ocultara, se levantó y recitó el siguiente poema:
Tu hermano gemelo descansa en la tumba
y ¿te atreves, estando ya muerto,
a salir luminosa y brillante por los cielos azules?
¡Oh, Luna! ¿Por qué no te ocultas
y tu eclipse será como el luto que diga a las gentes
el dolor que te causa, tu tristeza, tu pena profunda?
Acabado el poema, la luna se eclipsó. Todos los asistentes prorrumpieron en aplausos en favor de Ibn Bajja, que con las manos alzadas hacia el cielo comenzó a entonar una canción de duelo que fue coreada por algunos.
Las tertulias siguieron siendo el principal centro de discusión de la sociedad culta. El gran animador de las mismas, además de Juan, que en cierto modo había tomado el papel que en su día desempeñara al-Kirmani, era Ibn Bajja. A las tertulias, que casi siempre se celebraban en la nueva casa de Juan o en la de Ibn Bajja, asistían los más afamados intelectuales del reino, y eran invitados cuantos viajeros se acercaban a Zaragoza bien en busca de refugio bien para conocer mejor a los dos sabios cuyo prestigio corría por todo al-Andalus.
En las intervenciones que se producían, no había ninguna norma previa, tan sólo el respeto a la religión o a las ideas de cada uno de los asistentes. Se reunían todos los lunes a media tarde, después de que los musulmanes rezasen la oración de al-asr, la tercera del día. Nunca faltaban infusiones, frutos secos e incluso deliciosos pasteles de miel con los que Juan agasajaba a sus invitados.
El judío de Huesca Mosé Sefardí, que estaba a punto de concluir sus estudios de astronomía, siempre cauto aunque ambicioso, comentó en una tertulia que las religiones estaban hechas a la medida de los países donde se habían fundado y que los rituales religiosos estaban condicionados más por el clima que por las propias creencias religiosas. Un compañero en el observatorio le puntualizó que las ideas religiosas eran universales y que las tres grandes religiones de la humanidad planteaban las mismas cuestiones e incluso en algunos casos los ritos eran idénticos.