La discusión fue subiendo de tono hasta que Juan se vio obligado a intervenir para evitar que el enfrentamiento se disparara hasta límites incontrolables. Ibn Bajja criticó con severidad las afirmaciones de Mosé Sefardí, quien se limitó a reiterar con algunos ejemplos lo que había asegurado. Juan apreciaba al judío oscense a causa de su especial dedicación al estudio, pero no podía compartir sus opiniones. Pese a que él se había convertido al islam después de ser cristiano, insistió en la unidad de Dios, su carácter de Creador universal y la continuidad de la Revelación desde Abraham hasta el profeta Mahoma.
El avance aragonés parecía imparable. La estratégica ciudad de Ejea, de la que se decía que era una de las más antiguas del reino, cayó en manos cristianas, que la conquistaron al asalto. Esta vez al-Musta'ín ni siquiera pudo enviar un batallón de ayuda. Su reino se debilitaba sin remisión y el otrora poderosísimo ejército hudí no era ya sino un vaporoso recuerdo. Si en la época de al-Muqtádir los hudíes podían armar y equipar un ejército de diez mil hombres, ahora apenas reclutaban algunos centenares de soldados. La terrible rota de Alcoraz había supuesto sin duda un golpe de gracia definitivo.
Eran los aragoneses los que llevaban la iniciativa merced a los esfuerzos de su aguerrido rey Alfonso, que henchido del renacido espíritu de cruzada soñaba con conquistar todas las tierras musulmanas hasta Levante y desde allí embarcar con sus soldados hacia Tierra Santa, donde ayudaría a los monarcas de la cristiandad en la guerra contra el islam.
El rey de Aragón era valiente y además magnánimo. Dotado de un fuerte carácter, siempre rodeado de guerreros, se sentía más a gusto entre la milicia que en los salones de los palacios donde las damas y los caballeros consumían las largas veladas invernales entre copiosas comidas, abundante vino y cantares de juglares que recitaban las vidas y hazañas de los reyes y los héroes. Desde que oyera un poema épico sobre Carlomagno, el emperador de la barba florida, en el que se narraba su fallida expedición sobre Zaragoza, el rey de Aragón sólo albergaba una obsesión en su cabeza: conquistar la Ciudad Blanca e incorporar el reino de los Banu Hud a sus dominios. Había jurado ante decenas de reliquias lograr aquello en lo que Carlomagno había fracasado.
En tanto Aragón crecía en poder, ambición y riqueza, Zaragoza seguía debilitándose, y no faltaron quienes comenzaron a criticar, primero veladamente y después con mayor publicidad, la política de al-Musta'ín de resistir a toda costa y mantener la independencia del reino respecto de los almorávides. En torno a los clérigos más integristas fue creciendo un núcleo de influyentes personas que constituyeron en secreto un partido proalmorávide, entendiendo que los africanos eran los únicos capaces de asegurar el dominio musulmán sobre Zaragoza. Preferían la dominación de los puritanistas almorávides a quedar sojuzgados por los aragoneses de Alfonso; el rey de Castilla seguía recibiendo algunas cantidades de oro de los zaragozanos, que habían vuelto a pagar parias tras dejar de hacerlo durante los tres años siguientes a la batalla de Zalaca.
En una de las tertulias uno de los becados anunció que Mosé Sefardí se había convertido al cristianismo y se había bautizado en la iglesia catedral de Huesca. Dijo que el mismísimo rey de Aragón había oficiado como padrino.
—Se bautizó en una pila que los cristianos han instalado en lo que fue el mihrab de la gran mezquita de Huesca, que desde la conquista es su catedral —afirmó el antiguo compañero de Mosé Sefardí—. Ahora tiene un nombre nuevo, se llama Pedro Alfonso.
—Dicen que el rey de Aragón le ha pagado una enorme cantidad de oro para que se bautizara a fin de incorporarlo a su corte. Es un monarca obsesionado por la astrología y quiere a un astrónomo a su lado para que le prediga cuándo será el momento oportuno para conquistar Zaragoza —asentó Ibn Bajja.
—Quizás eso ocurra pronto. Acaba de fallecer el emir almorávide Yusuf ibn Tasufín, a quien yo conocí en un viaje a Marrakech; es probable que los aragoneses aprovechen la situación para lanzar un ataque masivo. Los cristianos están deseosos de venganza. Los almorávides están persiguiendo a cristianos y judíos, e incluso a los musulmanes que no consideran suficientemente piadosos. En Sevilla han quemado públicamente los libros de astronomía de Al-Zarqalí y al dictado de los intransigentes imanes malikíes están instaurando el cumplimiento rígido y literal de la ley islámica. Creo que es un error; cualquier atentado contra la libertad de culto o de creencia es un error —adujo Juan.
Pero no se cumplió el vaticinio del eslavo. La sucesión en el trono almorávide se produjo sin sobresaltos y el hijo y heredero de Ibn Tasufín, el príncipe Alí ibn Yusuf, fue proclamado nuevo emir. Los festejos que conmemoraban el ascenso al trono de Alí fueron celebrados en al-Andalus en la ciudad de Córdoba, y allí acudió una vez más cargado de regalos el heredero de los Banu Hud, el príncipe de Zaragoza 'Abd al-Malik, representando a su padre el rey.
A principios de 1107 Juan cayó enfermo. Tenía más de sesenta años cuando unas inesperadas fiebres, debidas al consumo de una jarrita de leche de cabra en mal estado, lo postraron en cama durante varias semanas. Jalid, Mu'mina y los dos efebos lo cuidaron con esmero y dedicación, pero Juan se sentía muy mal por no poder trabajar en su observatorio. Tenía ya muy avanzada su enciclopedia de astronomía, que había dividido en tres libros: el primero un amplio catálogo con descripciones de los cuerpos celestes, el segundo una síntesis de las teorías astronómicas de los grandes maestros, comentadas, criticadas y anotadas, y el tercero un tratado con sus propias ideas, en el que defendía que el Sol era el centro del universo y que la Tierra y los demás planetas giraban en torno a él.
Ibn Bajja se hizo cargo entre tanto de la dirección del observatorio astronómico y en apenas dos meses redactó un breve tratado en el que criticaba el sistema de Ptolomeo. Intentó explicar el movimiento de los astros por medio de excéntricas, pero falló porque en contra de lo que Juan le había explicado, siguió sosteniendo que la Tierra era el centro del universo.
El propio Ibn Bajja, que había alcanzado el título de hakim en la escuela médica y quirúrgica de Ibn Buklaris, se encargó del cuidado de Juan, al que visitaba todas las semanas, aunque durante breves períodos de tiempo para evitar que se cansara demasiado y con ello se retardara su recuperación. Durante las visitas le proporcionaba distintos medicamentos, muchos de ellos elaborados por el mismo Ibn Bajja, que Juan tomaba a regañadientes. El conocimiento de las plantas, no en vano el primer libro que había escrito fue un tratado de botánica, permitía a Ibn Bajja distinguir las propiedades adecuadas de cada una de ellas para el tratamiento de los enfermos. Podía preparar calmantes con extracto de láudano o con acónito, que aplicado en grandes cantidades se convertía en un veneno mortal, astringentes con espino de Licia mezclado con zumo de limón, purgantes con resina de ciprés, extracto de higuera y de avellano contra los tóxicos, infusiones de escamonea y albahaca como laxante, jarabe de peonía contra la epilepsia o jarabe de higo para los cálculos del riñón, entre otros muchos medicamentos. Para tranquilizar a Juan le obligó a leer el tratado de Galeno Conservación de la salud, a fin de que pudiera comprobar por sí mismo que los remedios terapéuticos que le estaba aplicando se encontraban dentro de la más pura ortodoxia médica.
La fama de Ibn Bajja como filósofo era tal que todos lo consideraban como un segundo Aristóteles, aunque en realidad él se declaraba un ferviente seguidor de Platón, a quien había estudiado en un tratado de filosofía de Alejandro de Afrodisia que Juan le había proporcionado, sobre todo porque le seguía en sus opiniones sobre la unión del alma con Dios. Solía decir que se consideraba aristotélico por la razón y platónico por los sentimientos.
Ibn al-Sid, el célebre gramático emigrado a Zaragoza y que en esta ciudad se había introducido en el estudio de la filosofía, rivalizó en una tertulia con Ibn Bajja sobre cuestiones gramaticales. Ibn Bajja defendía que la gramática debía estructurarse a manera de la lógica, siguiendo los términos técnicos que usan los dialécticos. Ibn Bajja citó el libro Isagorede Porfirio para defender sus posiciones e Ibn al-Sid aseveró que la gramática se regía por principios distintos a los de la filosofía. La discusión fue creciendo de tono y los componentes de la tertulia, la mayoría incondicionales de Ibn Bajja, comenzaron a prorrumpir en imprecaciones contra Ibn al-Sid. Juan, que asistía a la tertulia pese a no estar totalmente recuperado de su enfermedad, intervino para calmar los ánimos, ya demasiado encrespados.
—Permitidme, amigos, que exprese mi opinión sobre este asunto que tanto os preocupa. Como bien sabéis, mi trayectoria vital me ha permitido aprender lenguas; hablo y escribo eslavo, griego, latín y árabe y sé expresarme en romance, italiano y francés. Por eso puedo decir que cada lengua tiene su lógica. Un idioma no es sino el modo de expresión colectivo de un pueblo, un instrumento para entenderse. Así, de la misma manera que los eslavos aman los bosques, los griegos el mar, los latinos los campos cultivados y los árabes los jardines, cada uno de estos pueblos habla un idioma distinto. Si Dios hubiera querido que todos los hombres se expresaran de la misma manera les hubiera dado una misma lengua.
—Te equivocas. Dios dio a todos los hombres las mismas palabras, y en el principio sólo había un lenguaje común y unos mismos vocablos. Pero los hombres en su soberbia quisieron alcanzar el cielo y comenzaron la construcción de la Torre de Babel. Dios descendió a la tierra y los confundió a fin de que no se entendieran, originándose así las distintas lenguas —dijo Salomón Esdrás, un judío que había sido alumno de Ibn Paquda y que acudía regularmente a las tertulias.
—La división se inició a causa de un pecado cometido por dos ángeles, Harut y Marut, que enviados por Dios se enamoraron de una bella mujer y mataron al hombre que los descubrió —intervino Ibn al-Sid.
—Es cierto cuanto dices, pero desde que Dios le dictó el Corán al profeta Mahoma, la paz sea con él, los hombres volvemos a tener una lengua universal. El árabe es el idioma en el que Dios se ha revelado; no lo hizo en eslavo, ni en griego, ni en latín, sino en árabe. Esa es la mejor prueba de que Dios desea ver a los hombres unidos bajo un único idioma, la sagrada lengua árabe —puntualizó Ibn Bajja.
Salomón Esdrás tuvo que morderse los labios para no contestar. La lengua árabe era sin duda el idioma de las personas instruidas, incluso los judíos cultos escribían en ese idioma. Los mismísimos Ibn Gabirol e Ibn Paquda habían escrito sus tratados de filosofía en árabe, pese a ser hebreos, pero de ahí a considerarlo como el único sagrado mediaba un abismo. Juan resolvió el dilema con tino:
—Que Dios se revelara al Profeta, su bendición sea con él, en árabe no significa que debamos despreciar las demás lenguas. Mahoma dice en el Corán que la revelación se ha hecho en árabe para que fuera entendida por los propios árabes, pues en otro idioma no lo hubieran escuchado y no lo habrían seguido. Dios es omnisciente y no dudó en revelarse en hebreo a Moisés, o en arameo a Abraham, y sin duda lo hará en romance cuando crea llegado el momento de convertir al islam a los aragoneses o a los castellanos. Todo esto no quita que la lengua árabe sea la más hermosa y concordada de cuantas existen, por eso es la lengua de la cultura y la ciencia.
La intervención de Juan dejó a todos conformes: aplacó a los exaltados seguidores de Ibn Bajja, alivió la apurada situación de Ibn al-Sid y resarció la inquietud de Salomón Esdrás, que había estado a punto de proclamar la superioridad del hebreo sobre el árabe, con lo que hubiera tensado la situación hasta extremos peligrosísimos.
Juan se restableció por completo de su enfermedad. Ibn Bajja atribuyó su cura a sus cuidados y a la fuerte naturaleza del eslavo. Regresó a su trabajo en el observatorio, donde la actividad no había cesado en su ausencia, e Ibn Bajja tuvo más tiempo para dedicarse a su pasión por la música y la poesía.
Mu'mina quedó embarazada de Jalid y dio a luz una niña a la que pusieron el nombre de Naryís, que significa «junquillo», porque había nacido tan delgada y fina como los tallos de un juncal. Jalid rebosaba de alegría y la casa estaba más alegre y radiante que nunca. Los dos efebos cuidaban a la niña como si fuera suya y Mu'mina se mostraba feliz.
Nada parecía ensombrecer la dicha de aquella casa hasta que una mañana Jalid se encontró mal y vomitó sangre. Ibn Bajja diagnosticó una infección en el hígado y le preparó distintos remedios, pero todo fue inútil. Sintiéndose morir, Jalid encomendó a su señor el cuidado de Mu'mina y de Naryís.
—Mi señor, protege a mi mujer y a mi hijita; son dos seres desvalidos. Hazlo por la lealtad que durante cuarenta años te he profesado.
—No preocupes, mi buen Jalid, velaré por ellas como si fueran mis propias hijas. Mu'mina tendrá asegurada su viudedad y me encargaré de que Naryís disponga de una dote suculenta que le permita casarse con un hombre de acomodada posición.
—Siempre has cumplido tu palabra; ahora sí puedo marchar tranquilo.
Pocos días después Jalid moría a causa de una insuficiencia hepática. Su rostro, ya de natural pajizo, se tornó de un intenso amarillo, al igual que las córneas de sus ojos. Juan sufragó todos los gastos del entierro. Con Jalid había desaparecido el último testigo de su juventud. Juan era consciente de que asistía al final de una generación.
El día 29 de mayo de 1109, 16 de sawwal del 501 de la hégira, los almorávides derrotaron a un ejército castellano en Uclés. En la batalla murió el infante Sancho Alfónsez, unigénito del rey de Castilla y de su esposa Isabel, que antes había sido princesa musulmana con el nombre de Zaida, y que acababa de ser proclamado heredero al trono. Pocas semanas después, ardiendo en deseos de venganza por la muerte de su hijo, el rey Alfonso ordenó que lo trasladaran hacia el sur para enfrentarse a los almorávides. Su avanzada edad no le permitía cabalgar y recorrió en litera media Castilla. El esfuerzo fue letal para el anciano monarca, que murió agotado. Ante la carencia de un hijo varón, fue proclamada reina de Castilla y León la infanta Urraca, hija de Alfonso VI y viuda del conde Raimundo de Borgoña. Enterados del fallecimiento del rey, los almorávides sitiaron Toledo, pero no lograron conquistarlo. Los nobles castellanos maniobraron con suma habilidad y pese a las reticencias del rey de Aragón a unirse a una mujer, consiguieron que éste contrajera matrimonio con la reina de Castilla.