Authors: Endo Shusaku
Había otros seis bancos alineados. Tras una breve espera, se oyeron pasos y un oficial escoltó al patio a tres extranjeros con curiosas vestiduras. Sus rostros angulosos recordaban, a los japoneses, a cuervos. Se sentaron en los bancos frente a los emisarios. En ese momento el señor Shiraishi y dos asistentes salieron de la casa y ocuparon sus asientos.
Antes de sentarse, el señor Shiraishi miró brevemente la cabeza baja del samurái y asintió complacido. Con gran solemnidad presentó a los extranjeros como los principales tripulantes de la nave española que había sido arrastrada a Kishu dos años antes. El samurái reconoció al extranjero sentado en un extremo como el intérprete que formaba parte de la comitiva del señor Shiraishi aquel día en la playa de Ogatsu.
—Llevaréis suficientes lanzas, banderas e incluso ropas para vuestros asistentes, de modo que no tengáis un aspecto indecoroso en Nueva España ni avergoncéis a Su Señoría. Y cuando estéis allí —el señor Shiraishi miró al intérprete—, seguid en todo las instrucciones del señor Velasco.
El extranjero llamado Velasco sonrió, contento de sí mismo, mientras examinaba al grupo de samuráis. Esa sonrisa parecía decir a los japoneses que, sin él, los emisarios nada podrían hacer en Nueva España.
Se ordenó a los emisarios y a sus asistentes que se reunieran en Tsukinoura dos días antes del quinto día del quinto mes, fecha de la partida. El gran barco sería remolcado hasta Tsukinoura, desde donde iniciaría el viaje.
Después de recibir detalladas instrucciones, se ofreció sake a los emisarios en una cámara separada. Mientras el grupo salía del patio, el señor Shiraishi dijo «Rokuemon» e indicó al samurái que se quedara.
—Rokuemon, este viaje no será fácil, pero debéis cumplir vuestra misión con toda vuestra capacidad. Fue idea mía y del señor Ishida elegiros. En parte, a causa de las tierras de Kurokawa. Si cumplís bien esta misión, quizá después de vuestro regreso el Consejo de Ancianos reconsidere vuestra situación. Pero no debéis hablar de esto a vuestro tío.
El samurái escuchó con deferencia. Su corazón estaba lleno de gratitud por la amabilidad del señor Shiraishi y sintió el impulso de apoyar sus manos en el suelo e inclinarse.
—En el país de los extranjeros —agregó bruscamente el señor Shiraishi—, las costumbres serán sin duda diferentes de las nuestras. No debéis aferraros a las costumbres japonesas si se oponen a vuestra misión. Si lo que es blanco en Japón es negro en los países extranjeros, consideradlo negro. Aunque vuestro corazón no esté convencido, en vuestra cara debe haber una expresión de aquiescencia,
Sus palabras desconcertaron al samurái. Ese mismo día, más tarde, salió del castillo a pasear por la ciudad con Yozo. En las calles próximas al castillo estaban las mansiones de los vasallos de rango; las casas de los comerciantes se agrupaban en O-machi, Minami-machi, Sakana-machi y Ara-machi; y había numerosos templos en todos los barrios. Yozo unió sus manos en ferviente plegaria en cada templo que visitaron. El samurái comprendía bien cómo se sentía su servidor. Compró caballos de juguete para sus hijos y un peine para Riku. Mientras lo compraba, el rostro de su esposa apareció vividamente ante sus ojos y, a pesar suyo, enrojeció delante de Yozo.
A medida que pasaban los días, uno tras otro, el samurái sentía un peso más grande en el corazón, como si estuviera cargado de piedras. Estaba a punto de embarcarse en un largo viaje por mar hacia una tierra desconocida, y esa realidad inevitable era sofocante. Como los campesinos, odiaba la idea de abandonar la llanura. Sin embargo, cada vez que pensaba en esto, recordaba las palabras del señor Shiraishi y recuperaba el ánimo.
Las señales de la primavera aumentaban. Las matas de belcho se erguían del suelo como espadas y en todas partes crecían flores amarillas. Desde su infancia la llanura había sido parte de su vida, y el samurái sabía que durante el viaje sentiría nostalgia. No volvería a ver aquellas escenas durante largo tiempo.
Idénticos pensamientos invadían su mente durante la noche, cuando estaba junto al hogar y contemplaba los rostros de su mujer y sus hijos. En una oportunidad cogió en brazos a Gonshiro y le dijo: «Papá se va a un país lejano», pero el niño no podía comprenderlo.
—Papá se va a un país lejano, y traerá regalos para Kanzaburo y también para Gonshiro —repitió, y luego le contó una historia que le había oído a su madre muchos años antes.
—Había una vez —empezó, meciéndose y hablando como para sí mismo— una rana de un pueblo de la llanura y una rana de la región de San’in. En la primavera, cuando se derritió la nieve, decidieron ir de excursión, y treparon hasta la cumbre de la montaña. Hasta la cumbre misma...
Gonshiro estaba casi dormido, pero el samurái continuó:
—Y había una vez una rana que decidió viajar a Kamigata. Iba detrás de un mercader de caballos...
La habitación llamada Sala del Halcón era oscura y fría. Lo único que atrajo su atención fue la puerta corredera, de cuatro hojas, decorada con dibujos de halcones de ojos inquisitivos. En el castillo de Edo y en las residencias de muchos hombres poderosos el misionero había visto a menudo habitaciones frías y siniestras como ésta. Siempre había sentido que las intrigas de los japoneses acechaban como sombras en la oscuridad de esos recintos.
—«Humildemente nos presentamos ante el gran señor de todo el mundo. Su Santidad Pablo V, Papa de Roma...»
Un anciano secretario del castillo leía el borrador de la carta de Su Señoría. Los magistrados estaban sentados en un estrado, el señor Shiraishi en el centro, y el secretario tenía el cráneo rasurado y las ropas típicas de los monjes budistas.
—«Velasco, un sacerdote de la orden de san Francisco, ha venido a nuestra tierra a difundir el cristianismo. Ha visitado nuestros dominios y me ha enseñado los misterios de la fe cristiana. He logrado de este modo comprender por vez primera la importancia de esas enseñanzas y he decidido sin vacilar abrazar esa fe.»
El monje se equivocaba a veces mientras leía la carta que él mismo había escrito.
—«Por lo tanto, debido a mi amor y respeto a los sacerdotes de esta iglesia, he decidido erigir templos y realizar los mayores esfuerzos para propagar la verdad. Si hay algo que Su Santidad considere necesario para la difusión de la santa ley de Dios, ordenaré complacido que se haga en mi reino. Yo mismo proporcionaré las tierras y los recursos económicos para las iglesias, de modo que Su Santidad no tendrá que preocuparse en este sentido.»
Mientras escuchaba la áspera voz del anciano, el misionero estudiaba los rostros del señor Shiraishi y los ancianos magistrados, pero no logró desentrañar los pensamientos que ocultaban sus severas expresiones.
—«Aunque Nueva España está muy lejos de nuestro país, deseo sinceramente entrar en relaciones con ese país, y por lo tanto suplico que la influencia de Su Santidad me ayude a realizar esa ambición.»
El secretario depositó lentamente el borrador de la carta en sus rodillas y alzó la cabeza como un prisionero en espera de la sentencia. El señor Shiraishi se llevó la mano a la boca y tosió dos o tres veces, y luego dijo:
—Señor Velasco, ¿tenéis alguna objeción?
—Es aceptable. Sólo diré dos cosas. Primero, que cuando la carta alude al Papa, se agregue una frase tradicional: «Besamos humildemente los pies de Su Santidad el Papa».
—¿Pedís que escribamos que Su Señoría besa los pies del Papa?
—Es lo acostumbrado —respondió el misionero en voz firme. Los magistrados alzaron la vista con irritación, pero la boca del señor Shiraishi esbozó una sonrisa torcida.
—La segunda se refiere a esa parte donde habla del envío de sacerdotes a los dominios de Su Señoría —continuó el misionero, alentado por el momentáneo gesto de debilidad del señor Shiraishi—. Pediría que se escribiera «sacerdotes de la orden franciscana». Sin ese añadido, nuestra orden no podrá entregar esta carta al Papa.
Hubiera querido agregar: «De modo que los jesuitas sean expulsados del Japón y únicamente los franciscanos puedan propagar nuestra doctrina en este país». Pero no podía ser tan franco.
—Lo haremos —asintió Shiraishi. Para él, como para otros japoneses, los jesuitas y los franciscanos eran igualmente cristianos y las diferencias que pudiera haber entre ellos no le interesaban en lo más mínimo.
—¿Estáis seguro de que esta carta llegará a manos del Papa? —preguntó el señor Shiraishi, para conquistar la buena voluntad del misionero. Tenía plena conciencia de que sin su apoyo no lograrían alcanzar sus fines. Cuando la gran nave llegara a Nueva España, los emisarios, sin conocer el lenguaje ni las costumbres, serían totalmente incapaces de hacer nada por sí mismos. Sólo el misionero podía ayudarles.
—Sí, llegará. Si es necesario, iré a Roma y se la entregaré yo mismo a Su Santidad.
—¿Solo?
—Llevaría conmigo a uno de vuestros emisarios.
—¿Desde Nueva España?
—Sí. Pienso que así sentiréis mayor seguridad. —El misionero había comprendido poco antes que, en lugar de enviar la carta a Roma por intermedio de la orden, más le convendría llevarla en persona y acompañado por uno de los japoneses. Y ahora que había expresado ese pensamiento privado, descubrió que ya había tomado la decisión. Sí. Llevaré un japonés a Roma conmigo. Sin duda, los ciudadanos romanos se sorprenderán ante un visitante de tan lejano país. Y eso probará a los burócratas del Vaticano con qué diligencia he trabajado.
—Comprendo. —El señor Shiraishi se cubrió la boca con la mano y tosió una vez más. Parecía profundamente sumido en sus pensamientos—. En ese caso... convendría que llevarais con vos a Hasekura Rokuemon.
—¿El señor Hasekura?
El misionero recordó el rostro de uno de los emisarios, a quienes había conocido poco antes en el patio del castillo. Era un rostro de ojos hundidos y pómulos bastante salientes, como el de un campesino, el rostro de un estoico capaz de abandonar todo y aceptar su destino. Por alguna razón, el misionero había sentido que ese rostro era el que correspondía a Hasekura Rokuemon.
El señor Shiraishi elogió luego la hermosa arquitectura del gran barco, que ya estaba casi terminado, como para complacer aún más al misionero. Rió y dijo que si hubiera sido más joven le habría agradado embarcarse para conocer Nueva España.
La conversación terminó. Finas sonrisas aparecieron en las caras de los ancianos magistrados mientras el misionero se marchaba con el servidor que le esperaba en el vestíbulo. Cuando los pasos se alejaron, el señor Shiraishi miró sardónicamente al monje budista.
—Los cuerpos de estos extranjeros huelen mal, ¿verdad?
—Supongo que se debe a lo que comen.
—No, ése es el olor de los hombres que refrenan su deseo sexual. ¿Cuántos años hace que él vive aquí, en Japón?
—Me parece que diez años —respondió respetuosamente el secretario.
—¿Diez años? ¿Y cree que comemos en la palma de su mano?
Después guardó silencio, golpeando la palma de la mano izquierda con la derecha.
El día de la partida se aproximaba. En la llanura la actividad era incesante, exactamente como cuando el padre y el tío del samurái estaban a punto de partir para la batalla. Como el samurái era el jefe de la familia, incluso los parientes que vivían en pueblos situados fuera de la llanura desfilaban por su casa para despedirlo, y los campesinos para ofrecer su ayuda. Había en el vestíbulo gran cantidad de sacos y paquetes atados y apilados.
Desde la mañana, el patio estaba lleno de ruido. Se sacaron los caballos de los establos y les ataron la carga. Ramas de pino adornaban los establos y los portales, como el día de Año Nuevo, y en todas las habitaciones había castañas secas.
[8]
Una vez concluidos los preparativos, el samurái se sentó junto al hogar y bebió tres sorbos del vino sagrado aromatizado con hojas de cogón que Riku le había servido y le entregó la copa a su tío. Una vez que la copa pasó del tío a Riku, y de Riku a Kanzaburo, el anciano la estrelló contra el suelo del vestíbulo. Ésa era la costumbre la mañana en que los hombres de la familia salían para la guerra.
Fuera los caballos relinchaban. El samurái se inclinó ante su tío y luego miró a los ojos de Riku. Mientras la miraba, puso levemente sus manos sobre las cabezas de sus dos hijos. En el patio, Yozo, listo para partir, sostenía la lanza del samurái. Seihachi, Ichisuke y Daisuke, los tres jóvenes escogidos por los ancianos de los pueblos, estaban de pie junto a tres caballos cargados. En el camino, más allá del portal, se congregaban los campesinos para ver la partida del grupo.
El samurái montó y se inclinó una vez más ante su tío. Detrás del anciano estaba Riku, con el rostro contraído para no traicionar sus emociones. Una joven criada sostenía en sus brazos a Gonshiro, y Kanzaburo estaba a su lado. El samurái saludó con un movimiento de la cabeza, obligándose a sonreír. En ese momento se preguntó cuánto cambiarían sus dos hijos durante su ausencia.
—¡Cuídate! —dijo su tío. El samurái tiró de las riendas.
El cielo estaba claro. La primavera había llegado. En los bosques había flores blancas y en los campos cantaba la alondra. El samurái miró desde la silla a su alrededor, con la esperanza de no olvidar ese paisaje: no lo vería durante largo tiempo.
Siguieron el mismo camino que habían recorrido antes hacia Ogatsu. La noticia de la partida de la gran nave ya se había difundido por la región, y los pobladores aguardaban a la comitiva a lo largo del camino. Algunos les ofrecían agua caliente para beber, otros palabras de gratitud. El samurái había visto allí el paisaje del invierno, pero ahora el campo estaba cubierto de flores y a lo lejos los campesinos aguijoneaban perezosamente a sus bueyes. Al día siguiente vieron el mar a la distancia. El cálido sol de primavera se reflejaba en las olas, y las nubes que flotaban en el cielo parecían suaves como el algodón.
Finalmente el samurái y sus acompañantes vieron la gran nave.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamaron, y se detuvieron instintivamente en la playa. El galeón les recordó una oscura fortaleza. En los dos grandes mástiles había velas grises hinchadas por el viento. El bauprés cortaba el cielo como una aguda espada y las olas rompían contra el casco.
Estuvieron en silencio largo rato, contemplando el galeón. Era un barco poderoso, más imponente que cualquier nave de guerra de Su Señoría. La idea de que dos días más tarde embarcarían y de que esa nave determinaría su destino golpeó dolorosamente al samurái. Sintió que le arrancaban a viva fuerza su tranquila vida en la llanura. En su corazón había una mezcla de miedo y excitación, como si fuese un guerrero a punto de entrar en la batalla.