Authors: Endo Shusaku
—Su Señoría ha construido un hermoso barco.
Debido a su modesta graduación, el samurái sólo había visto unas pocas veces, desde lejos, a Su Señoría, que residía en la ciudadela del castillo. Su Señoría había sido siempre alguien remoto e inaccesible. Pero en el momento en que vio el barco, la palabra «deber» surgió vividamente en su mente. Para el samurái, ese barco era Su Señoría, y la autoridad de Su Señoría. El obediente samurái sintió la dicha de servir a Su Señoría.
La bahía de Tsukinoura estaba llena de gente, como había estado antes Ogatsu. La playa, rodeada de colinas, parecía el fondo de una quebrada. Los trabajadores llevaban en pequeños botes enormes pilas de carga, y varios oficiales con bastones gritaban órdenes. Cuando el samurái y sus acompañantes se abrieron paso a través de la muchedumbre, los oficiales los saludaron con exclamaciones de felicitación.
Había soldados de infantería custodiando el templo donde residiría el samurái. Los soldados le dijeron que los otros emisarios, Matsuki Chusaku, Nishi Kyusuke y Tanaka Tarozaemon ya habían llegado, y que los marinos españoles se encontraban en el templo de un pueblo próximo. La bahía estaba justo debajo de la habitación de los emisarios, pero una colina ocultaba la nave. Botes cargados iban en hilera hacia el punto del cabo que escondía el galeón.
—Nunca he visto un cargamento tan grande —suspiró Nishi Kyusuke, el más joven del grupo.
—He oído decir que habrá más de cien mercaderes, mineros y artesanos a bordo.
El samurái y Tanaka Tarozaemon escuchaban con reserva mientras Nishi hablaba de los propósitos de esa gran empresa. A cierta distancia de los demás, con los brazos cruzados, Matsuki Chusaku contemplaba la bahía. Con expresión de triunfo, Nishi anunció que los mercaderes venderían productos japoneses en el extranjero y establecerían acuerdos comerciales, en tanto que los mineros, los herreros y orfebres deberían aprender nuevas técnicas. El samurái no ignoraba que en los dominios de Su Señoría había minas de oro y depósitos minerales, pero no sabía que la nave llevaría a bordo artesanos especializados. Sin embargo, esa noche, cuando se acostó, recordó que su propia misión nada tenía que ver con esas personas: consistía en entregar de Su Señoría al gobernador de Nueva España, al Papa de Roma y a otras autoridades extranjeras. Tardó en dormirse a causa del rugido de las olas y de los latidos de su propio corazón.
La mañana de la partida, la inmensa bandera heráldica izada entre dos mástiles flameaba ruidosamente al viento. Antes de subir al bote, los emisarios se despidieron del señor Shiraishi y los dos ancianos magistrados que habían vecarrasnido desde Shiogama en una nave de guerra. Sentado en un escabel, el señor Shiraishi dirigió palabras de aliento a cada uno de ellos. Cuando en último término se presentó el samurái, acompañado por Yozo y los tres jóvenes, el señor Shiraishi dijo solemnemente:
—Rokuemon. —Se puso de pie y le ofreció con ambas manos una caja envuelta en brocado de oro—. Aquí están las cartas de Su Señoría. —El samurái sintió que se estremecía al coger la pesada caja.
El bote que llevaba a los emisarios se alejó lentamente de la costa. Siguió la línea del acantilado y luego entró en aguas profundas. Sosteniendo la caja que se le había confiado, el samurái y sus cuatro acompañantes miraban en silencio la blanca bandera y los soldados de infantería formados a cada lado de los mástiles. Dentro de varios años, cuando retornaran al Japón y volvieran a entrar en esta bahía, ¿habría tanta gente para darles la bienvenida? La idea cruzó de pronto por la mente del samurái.
Apenas emergieron del acantilado, el samurái vio el gran barco que había vislumbrado por vez primera dos días antes. No se parecía a ningún barco japonés. La proa, que era como la muralla de una fortaleza, se erguía majestuosamente ante sus ojos, y de ella sobresalía el bauprés semejante a una espada. Las velas estaban enrolladas en los dos grandes palos en forma de cruz, sujetas por innumerables cuerdas. Los marinos extranjeros ya estaban a bordo, mirando desde la cubierta el bote que se acercaba.
Uno tras otro los japoneses subieron por la escalera de cuerda a cubierta. La nave tenía tres cubiertas. En la superior, los marinos japoneses trabajaban afanosamente, como hormigas. La entrada al casco estaba en la segunda cubierta.
Desde allí los japoneses bajaron a los camarotes que les habían asignado. Los emisarios disponían de uno cercano a la proa, pintado con laca de Shunkei y que todavía olía a laca fresca. Sus acompañantes se instalaron en el sollado, donde dormirían los mercaderes: tenía los grandes baos a la vista y estaba ocupado en gran parte por el cargamento apilado.
Los emisarios entraron en su camarote y guardaron silencio un momento, escuchando los ruidos de la cubierta. Los mercaderes, que habían pasado la noche anterior en Ojika, subían ruidosamente al barco. Por la pequeña ventana del camarote se veían las islas de Aji y Tashiro, pero no la bahía.
—Me pregunto si los magistrados ya se habrán marchado —dijo Nishi, con la cara apretada contra la ventana. Cuando Nishi subió a cubierta, sus acompañantes lo siguieron de prisa. En el barco todo era nuevo para ellos y tenían miedo de quedarse solos.
El samurái se abrió paso con sus acompañantes entre la multitud de mercaderes y miró la costa. Los árboles cubrían las colinas de Ojika, de un verde profundo en ese quinto mes. Era el último paisaje japonés que vería en mucho tiempo. De pronto aparecieron ante sus ojos las colinas que rodeaban la llanura, los tres pueblos, su casa, el establo y el rostro de Riku. Con un espasmo de dolor pensó qué estarían haciendo sus hijos en ese momento. Luego se oyó gran vocerío en la cubierta superior. Los españoles cantaban una extraña melodía. Varios marinos japoneses treparon por los palos y, cumpliendo las órdenes de los marinos españoles, soltaron las velas, que parecían vastas banderas. Las jarcias crujían y blancas gaviotas maullaban como gatos. Antes de que nadie comprendiera lo que ocurría, la gran nave se puso lentamente en movimiento. Al oír las olas que lamían el casco, el samurái sintió que un nuevo destino comenzaba.
Nuestra nave zarpó de Tsukinoura, un pequeño puerto de la península de Ojika, el quinto día del quinto mes. Los japoneses llaman al galeón
Mutsu Maru
, y los españoles San
Juan Bautista
. La nave cabecea mientras avanzamos hacia el noreste por el frío océano Pacífico. Las velas hinchadas están tensas como el arco de un arquero. La mañana de la partida, miré largamente desde la cubierta las islas del Japón, que habían sido mi hogar durante diez años.
Diez años y —me duele decirlo— la palabra de Dios todavía no ha echado raíces en el Japón. Por lo que sé, los japoneses no poseen menos inteligencia y curiosidad que los diversos pueblos de Europa; pero en lo que se refiere a nuestro Dios, cierran los ojos y se tapan los oídos. Por momentos he pensado que éste es un país aislado y condenado.
Pero no he perdido el ánimo. Creo que se ha plantado en el Japón la semilla de las enseñanzas divinas, aunque el método de cultivo no ha sido el adecuado. Los jesuitas no tomaron en consideración la naturaleza del suelo ni eligieron el abono apropiado. Algo he aprendido de los errores de los jesuitas y, por encima de todo, conozco al pueblo japonés. Si me designaran obispo, no repetiría sus errores.
Hace tres días vimos por última vez las islas. Sin embargo las gaviotas llegan todavía hasta aquí volando desde alguna parte: rozan la cresta de las olas y se posan en los mástiles. Nuestro barco se aproxima a los cuarenta grados de latitud norte, pero probablemente no estamos lejos de la isla japonesa de Ezo. La dirección de los vientos es favorable y las corrientes ayudan al San
Juan Bautista
en su viaje.
La marejada se tornó fuerte cuando llegamos al mar abierto. Nada, sin embargo, en comparación con la furia del océano Indico y las tormentas que se abatieron sobre nosotros durante mi viaje a Asia, hace trece años. Pero todos los japoneses sufren de mareo y no toleran alimento alguno. Aunque su país está rodeado por el mar, los japoneses han vivido siempre en tierra. El único mar que conocen es una angosta franja de aguas costeras.
El mareo tortura también a los emisarios. Este es el primer viaje por mar de Hasekura Rokuemon y de Tanaka Tarozaemon; y cuando los visité en su camarote sólo pudieron responder con una sonrisa dolorida.
Los emisarios son caballeros de categoría menor en la corte de Su Señoría, pero cada uno posee un pequeño feudo en las regiones montañosas. Puede ser que Su Señoría haya elegido a estos guerreros de clase media y no a los poderosos magistrados de su castillo porque la aristocracia japonesa tiende a desdeñar la importancia de los emisarios. Sea como fuere, lo prefiero. No debo pedirles instrucciones, y puedo actuar de acuerdo con mi voluntad. En una oportunidad, el provincial jesuita Valignano envió como emisarios a Roma a unos jóvenes que eran poco menos que mendigos, pretendiendo que eran hijos de la aristocracia. En Roma nadie sospechó nada. Más tarde lo censuraron por esto, pero yo admiré la astucia de Valignano.
Quiero consignar aquí los nombres de los cuatro emisarios que, desde ahora en adelante, deberán confiar en mí para todo. Nishi Kyusuke, Tanaka Tarozaemon, Matsuki Chusaku y Hasekura Rokuemon.
Con la excepción de Nishi Kyusuke, ninguno de ellos se ha esforzado por conocerme desde que partimos. Supongo que esto se debe a la cautela y a la timidez que los japoneses sienten en presencia de extranjeros. El joven Nishi Kyusuke demuestra una curiosidad casi infantil y, excitado por este primer viaje por mar, me ha interrogado acerca de la construcción de la nave y el funcionamiento de la brújula, y me ha pedido que le enseñe español.
El mayor de los emisarios, Tanaka Tarozaemon, frunce el entrecejo ante la falta de reserva del joven Nishi; el corpulento Tanaka parece decidido a demostrar serenidad ocurra lo que ocurra, y a no permitir el menoscabo de la dignidad japonesa en presencia de los españoles.
Matsuki Chusaku es un hombre delgado de rostro nublado por oscuras sombras. He hablado con él sólo en tres o cuatro ocasiones, y es obvio que es el más inteligente de los cuatro. Muchas veces lo he visto en la cubierta, sumido en profunda meditación. Aparentemente no considera un honor que lo hayan elegido para esta misión. Hasekura Rokuemon parece más un campesino que un samurái, y es el menos notable del grupo. Aún no está decidido que vayamos a Roma, pero no comprendo por qué el señor Shiraishi sugirió que lleve a Hasekura si vamos. Tiene una triste figura, y no posee la inteligencia de Matsuki.
Cerca del camarote de los emisarios está el sollado, que comparten los mercaderes japoneses. Sólo piensan en el comercio y el lucro. Me encanta ver su codicia. Apenas embarcamos, varios mercaderes me acosaron con preguntas acerca de los productos japoneses que a mi juicio se podrían vender mejor en Nueva España. Cuando respondía que seda, biombos, armas y espadas, se miraron entre sí con satisfacción y preguntaron si podrían comprar hilo de seda cruda, terciopelo y marfil a precio más bajo que en China.
—Sólo que, en Nueva España —dije con evidente ironía—, únicamente se confía en los cristianos. En los asuntos comerciales sólo se considera dignos de confianza a los creyentes.
Como suelen hacer los japoneses cuando se sienten incómodos, arrugaron las comisuras de los labios y mostraron una leve sonrisa.
Los monótonos días se suceden, cada uno igual al anterior. El mar no cambia nunca, ni las nubes que flotan sobre el horizonte, y el crujido del aparejo es siempre el mismo. El San
Juan Bautista
sigue su derrotero sin novedad. Cada vez que digo la misa de la mañana pienso que el Señor nos ha concedido un viaje tan tranquilo para ayudarme a cumplir mis objetivos. La mente del Señor es insondable, pero Él desea, creo yo, que el obstinado Japón siga Sus enseñanzas, y que yo sea Su instrumento.
El capitán Montano y el primer oficial Contreras, sin embargo, no sienten aprecio por mis intenciones. Jamás lo han dicho abiertamente, pero no hay duda de que no están de acuerdo conmigo. Quizás esto se debe a que, durante su permanencia en el Japón, no recibieron una sola impresión favorable del país ni de sus habitantes. No intentan acercarse a los emisarios ni a los demás japoneses más de lo imprescindible, y no les gusta que los marinos españoles hablen con los japoneses. En dos ocasiones sugerí al capitán que invitáramos a la cena a los emisarios, pero se negó.