El samurái (11 page)

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Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
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El samurái se puso de pie, deseoso de alejar de su mente las palabras de Matsuki. A lo largo del casco se extendía un largo pasillo; de un lado estaba estibada la carga y del lado opuesto había varios compartimentos de carga, el gran recinto de los comerciantes, y luego el almacén y la cocina usada por los japoneses. Las zonas de carga olían a polvo y a esteras de paja; la cocina, a miso.

—Señor Hasekura. —Nishi corrió tras él sonriendo como un muchacho—. ¿No queréis venir a aprender español?

El samurái asintió solemnemente. Miraron la gran sala. Los mercaderes estaban sentados en cuatro filas, cada uno con un pincel y un papel, y se esforzaban por escribir las palabras extranjeras que el intérprete les enseñaba.

—¿Cuánto cuesta? —Hasta el último de los comerciantes copió las palabras. Los asistentes de los emisarios miraban esta escena peculiar con leve sonrisa.

—Lo repetiré una vez más. ¿Cuánto cuesta?

Nishi repitió la frase en voz baja. Ante los ojos del samurái se abría un mundo absolutamente diferente del que había conocido en la llanura. Entre las cabezas negras, inclinadas, de los comerciantes advirtió la de Matsuki, que tenía los brazos cruzados.

—Recordad, sin embargo, que no basta con aprender el idioma para poder hacer negocios en Nueva España —dijo Velasco, después de secarse la boca con una tela blanca—. Como he dicho antes, sólo tendréis éxito allí si comprendéis el cristianismo. Mirad a vuestro alrededor. En este mismo barco, los marinos españoles usan para todas las órdenes y señales la música de las plegarias. Las melodías que escucháis son cantos de alabanza al Dios cristiano. ¿Comprendéis que esos cantos son señales de trabajo?

Era verdad. El día de la partida los marinos extranjeros habían iniciado las maniobras al son de una melodía peculiar, que se repetía rodos los días en cubierta.

—No digo que debáis estudiar las enseñanzas cristianas. Pero aquí tengo un libro que cuenta la vida del Señor Jesús.

Se oyeron susurros entre los comerciantes, como leves olas, pero en seguida cesaron. Matsuki se puso de pie y abandonó el grupo. Vio al samurái y a Nishi y se les acercó.

—Miradlos. Van a escuchar eso. Supongo que incluso se harían cristianos si eso les diera dinero. Velasco puede llenarles la cabeza de enseñanzas cristianas porque conoce su codicia. Es muy inteligente nuestro intérprete.

Encogiéndose de hombros, Matsuki regresó a su cabina. El sencillo samurái sintió que había algo realmente desagradable en la espalda delgada de Matsuki. Matsuki miraba todo con malicia, y al samurái le parecía un hombre impertinente.

Hace medio mes que el San
Juan Bautista
navega hacia el este por el gran océano. No hemos visto una sola isla. Afortunadamente no hemos encontrado ninguna calma ni tampoco tormentas importantes. Por supuesto, las calmas no son tan comunes al norte como en el ecuador, pero sí las tormentas. El capitán Montano ha comentado que es inusitado un viaje tan tranquilo. Recuerdo ahora que en mi primer viaje al Japón, los marinos detestaban a las personas que silbaban durante las calmas. Tienen la superstición de que silbar las prolonga. Todas las mañanas empiezan, en el San
Juan Bautista
, con el lavado de las cubiertas. Son los marinos japoneses quienes se ocupan de las tareas menores: lavar las cubiertas, inspeccionar la jarcia, quitar la herrumbre a las cadenas. Los españoles se ocupan del velamen, los puestos de vigía, la transmisión de las órdenes del capitán y el primer oficial, y del timón.

Constantemente el océano cambia de color; muestra distintos matices por la mañana, al mediodía, por la tarde. Las sutiles formas de las nubes, la luz brillante del sol y las variaciones de la presión atmosférica tiñen el mar de colores profundos, alegres o tristes que maravillarían a cualquier pintor. Cuando miro el mar, no soy sin duda el único que siente el impulso de alabar la sabiduría del Creador que lo hizo. Hace tiempo que no nos persiguen las gaviotas; pero ahora cardúmenes de plateados peces voladores saltan de una ola a la siguiente para deleitar nuestros ojos.

Para mi sorpresa, varios comerciantes japoneses asistieron esta mañana a misa. Era el momento de la comunión. Yo sostenía el cáliz y depositaba las hostias sagradas en la lengua de los marinos españoles arrodillados, cuando advertí que un grupo de japoneses observaba la escena; vacilaban pero estaban llenos de curiosidad. ¿Habían venido porque se aburrían con la rutina diaria de a bordo? ¿O estaban conmovidos por los breves fragmentos de la Biblia que yo les había traducido durante la última semana después de las clases de español? ¿O habían creído en mi insinuación de que nadie les tendría confianza como comerciantes en Nueva España si no se convertían al cristianismo?

De todos modos, me sentí complacido. Cuando terminó la misa, guardé mis vestiduras y el cáliz y fui de prisa al salón a hablar con los japoneses que aún no se habían marchado.

—¿Qué os ha parecido? ¿No querríais conocer el sentido de la misa?

El hombre de dientes amarillos que me había pedido privilegios comerciales exclusivos estaba entre el grupo. Sonrió y respondió:

—Señor intérprete, los comerciantes japoneses aceptaremos lo que sea si nos conviene. Y no perjudicará a nuestros negocios aprender algo sobre el cristianismo en este viaje.

No pude dejar de sonreír ante tan franca respuesta. Era una respuesta típicamente japonesa, pero incluso así me pareció demasiado directa. Y como si quisieran halagarme aún más, me pidieron que les hablara de la vida de Cristo durante los siguientes días.

«No perjudicará a nuestros negocios aprender algo sobre el cristianismo en este viaje.» Pienso que esa respuesta del hombre de dientes amarillos dice mucho acerca de la actitud japonesa hacia la religión. Durante mis muchos años en el Japón vi con mis propios ojos qué fervientemente buscan los japoneses, incluso en la religión, los beneficios de esta vida. Yo diría casi que sus supuestas religiones sólo tienen el fin de proporcionar tantos bienes mundanales como sea posible. Adoran a sus budas y a sus dioses para escapar de la enfermedad y de las calamidades. Los señores feudales prometen donaciones de templos y altares a cambio de victorias en la guerra. Los bonzos budistas lo saben y hacen que sus fíeles adoren la imagen del demonio Yakushi Nyorai,
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de quien se dice que posee mayor poder curativo que cualquier medicina. Entre los japoneses no hay ninguna imagen budista más adorada que la de Nyorai. Y sus religiones no se limitan a las que ofrecen la salvación de la enfermedad y la desgracia; hay numerosas sectas paganas que prometen proteger la propiedad de sus seguidores y aumentar sus riquezas, y sus adeptos son muchos.

Cuando pienso en los japoneses, me pregunto a veces si puede desarrollarse en su país una verdadera religión, una que aspire a la eternidad y a la salvación del alma como nosotros las entendemos. Hay un abismo entre su idea de la religión y la nuestra. Por lo tanto, debemos combatir el fuego con el fuego. Si los japoneses buscan en la religión bienes mundanales, entonces lo más importante es descubrir la forma de canalizar sus ambiciones hacia las enseñanzas divinas. Durante un tiempo los jesuitas procedieron inteligentemente. Ellos llevaron a los señores feudales las armas de fuego y toda clase de artículos de los mares del sur, y a cambio se les dio permiso para predicar el evangelio. Pero más tarde hicieron muchas cosas que provocaron la cólera de los japoneses. Derribaron los templos y altares que los japoneses adoraban, y aprovechándose de la debilidad de los señores feudales ocupados en sus guerras internas, crearon pequeños establecimientos coloniales para proteger sus propios privilegios.

Antes de salir del Japón escribí cartas a mi tío don Diego Caballero Molina, al padre don Diego de Cabrera y al padre prior del monasterio franciscano de Sevilla. Les comunicaba que probablemente iría desde Nueva España a Sevilla llevando conmigo a varios japoneses, y les pedía que, en ese caso, organizaran alguna demostración elaborada y extravagante para que el pueblo de España comprobara que la gloria de Dios se extendía incluso hasta una pequeña nación de oriente. Sin duda los sevillanos aprovecharían la oportunidad de ver a un grupo de japoneses, y por supuesto se podía esperar que acudieran multitudes; pero debía lograr que el impacto fuera todavía mayor. Ese impacto sería para la mayor gloria de Dios, naturalmente, y —agregaba en mis cartas— contribuiría a difundir la palabra divina en el Japón. Yo me proponía enviar esas cartas por diligencia desde Acapulco a Veracruz, para que desde allí fueran remitidas a Sevilla por el medio más rápido.

Ayer, después de enseñarles frases esenciales y un vocabulario sencillo, volví a hablar con los japoneses de la vida de Jesús. «Tu fe te ha sanado»; expliqué cómo el Señor había curado a los paralíticos en Galilea. Les dije que había hecho caminar a los inválidos, ver a los ciegos y que había limpiado los cuerpos de los leprosos. Los japoneses escuchaban con atención y emoción. Acentué deliberadamente estas historias milagrosas, sabiendo que la curación de los enfermos era una de las cosas que siempre buscaban en la religión.

«Pero el poder del Señor no se limita a las aflicciones del cuerpo; también puede curar las aflicciones del alma.»

Con esas palabras terminé la conversación de ese día. Creo haber elegido exactamente el tema adecuado. Sin embargo, debo reconocer que la tarea principal está por hacer. Será un largo camino. Sé por experiencia que si bien a los japoneses les atraen las narraciones de milagros, cuando se les habla de la resurrección —el punto central del cristianismo— o de un amor que exige el sacrificio del propio ser, la incomprensión y la decepción se pintan de inmediato en sus rostros.

Durante la cena, el capitán Montano nos dijo que la presión barométrica había bajado y que la temida tormenta se acercaba lentamente desde el sur. Yo había observado esa tarde que las olas eran más grandes. El hermoso azul profundo del mar se había convertido poco a poco en frío negro y, con los colmillos blancos desnudos, olas clamorosas cubrían de espuma la proa y barrían la cubierta. El capitán dijo que cambiaría el rumbo a estribor para tratar de eludir la tormenta.

Justo antes de medianoche, la tempestad cayó sobre nosotros. Al principio la vibración no era excesiva, y yo seguí escribiendo mi diario en la cabina que comparto con el primer oficial Contreras. Éste, así como todos los marinos japoneses y españoles, estaba en cubierta, esperando la tormenta. Todos estaban alerta y atados con cuerdas. Luego el cabeceo del barco se tornó violento. El candelabro de mi mesa cayó al suelo y los libros se deslizaron del estante. Huí de la cabina y traté de trepar a cubierta, pero mientras subía por la escalerilla el barco sufrió una brutal sacudida y estuve a punto de caer. La primera gran ola había asaltado la nave.

Un torrente de agua cayó por la escalera. Traté de afirmarme, pero no pude y terminé en el suelo. El agua me arrancó el rosario que llevaba alrededor de la cintura cuando me incorporé y me así del mamparo, donde a duras penas conseguí evitar que el agua me arrastrara. El barco empezó a brandar con violencia. Era obvio que el agua había penetrado en el sollado porque oí los gritos de los japoneses: unos diez trataron de salir. En la oscuridad les grité que no subieran a cubierta. Si lo hacían sin estar sujetos por cuerdas de seguridad, ciertamente serían barridos por las olas que batían de costado el casco.

Tanaka Tarozaemon me oyó gritar y salió con la mano en el pomo de la espada. Le pedí que contuviera a los comerciantes. Él desenvainó la espada y ladró a los hombres que se dirigían a la escalera. Los comerciantes vacilaron y retrocedieron.

El barco cabeceaba y brandaba a la vez, y yo necesitaba todas mis fuerzas para mantenerme junto al mamparo. En la cubierta los embates de las olas retumbaban como cañonazos y en toda la nave se oían ruidos de objetos que caían y se quebraban. Los gritos de los hombres eran incesantes. Traté de volver a mi camarote, pero no podía caminar. Por fin descendí a cuatro patas, como un perro. Cuando conseguí abrir la puerta, vi a mis pies los objetos caídos de los estantes. Me eché en la cama, sosteniéndome de una varilla sujeta a la pared. A cada ola, los objetos de los estantes iban de uno a otro lado. El estrépito continuó hasta la mañana. Cerca del amanecer disminuyó, así como el movimiento de la nave.

Cuando la blanca luz del alba apareció en la ventana, vi que nuestros libros y cestos de mimbre estaban dispersos en el suelo. Gracias a Dios, no había entrado agua en el camarote. Los mayores daños habían ocurrido en el sollado de los mercaderes: la zona en que dormían estaba inundada y no podía utilizarse. Me dijeron que también había entrado agua en algunos pañoles de provisiones.

Di algunas de mis ropas a un hombre que miraba desconcertado la sala. No era un mercader, sino seguramente un servidor de los emisarios. Tenía cara de campesino, como Hasekura Rokuemon.

—Ponte esto —le dije, pero me miró como si no pudiera creer en lo que le había dicho—. Cuando tus ropas se sequen me lo devolverás.

Le pregunté su nombre. Tímidamente me dijo que era Yozo, uno de los servidores de Hasekura Rokuemon.

Por la tarde vi a Contreras, que bajaba de la cubierta con gran prisa. Me dijo que una de las vergas se había roto y que dos marinos japoneses habían sido arrastrados por el mar y habían desaparecido en la tempestad. Por supuesto, a nadie se le permitía subir a cubierta.

Las olas eran tan enormes como antes, pero por la tarde el barco salió finalmente del alcance de la tormenta. No podía soportar el hedor de los vómitos y la suciedad, de modo que con permiso de Contreras salí a cubierta por una escotilla. Las olas todavía escupían espuma, amenazantes, y el mar estaba negro. Los marinos japoneses trabajaban frenéticamente para desenredar la jarcia y para reparar el palo quebrado.

Durante la cena pude hablar más tranquilamente con Montano y Contreras. Apenas habían descansado en las últimas veinticuatro horas. Tenían grandes ojeras y la cara profundamente surcada por la fatiga. Me dijeron que no había esperanzas de recobrar a los marinos japoneses arrastrados por el mar. Sentí pena por ellos, pero ése era el destino que Dios les había asignado.

Mientras recitaba mi breviario en la cubierta, reapareció el hombre a quien había prestado algunas ropas después de la tormenta, cuatro días atrás. Se esfumó y luego volvió con su amo. Hasekura se inclinó y me agradeció la ayuda que había prestado a su servidor. Se excusó por no poder manifestar adecuadamente su gratitud a bordo, y me regaló un poco de papel japonés y varios pinceles. Pese a su dificultad para hablar, se esforzó por darme las gracias. Mientras examinaba su rostro, sentí algo parecido a la piedad por ese hombre obligado a viajar a un país lejano, aunque fuera por orden de su gobierno. Yozo se mantenía levemente apartado de su amo, con la cabeza inclinada. Ese hombre me recordó a los sencillos campesinos de España, y la idea me hizo sonreír.

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