Authors: Endo Shusaku
En el mes de octubre de 1613, cuatro samuráis se hicieron a la mar con destino a México, acompañados de un sacerdote español que debía actuar como intérprete. El propósito de esta misión sin precedentes era negociar privilegios comerciales con el mundo occidental; a cambio, los misioneros europeos serían autorizados a predicar el cristianismo en Japón. Sin embargo, al fracasar su proyecto, los emisarios prosiguiron viaje hasta España e Italia y fueron los primeros japoneses en pisar tierra europea.
Shusaku Endo recurre a un episodio casi desconocido en Occidente para reflexionar sobre el encuentro entre dos civilizaciones completamente distintas, al hilo de una aventura de gran intensidad y potencia.
Shusaku Endo
El samurái
ePUB v1.2
never6610.06.12
Prólogo
El samurái
se sitúa en Japón a comienzos del siglo XVII. Quizá convenga explicar a los lectores occidentales poco familiarizados con la historia japonesa la situación general en el Japón durante ese periodo.
A pesar de encontrarse tan al este, en los primeros años de dicho siglo el Japón estuvo apunto de ser arrastrado al complejo y peligroso vórtice de la política internacional. Las naciones europeas —en particular Inglaterra y Holanda, protestantes, y Portugal y España, católicas— se esforzaban por extender su influencia en Asia. Establecían colonias en diversos puntos del sudeste, construían naves para aumentar su poderío y su comercio, y combatían entre sí en los mares de Asia. Esas batallas no se debían sólo a los conflictos políticos y comerciales, sino también a las disputas religiosas entre católicos y protestantes.
Sorprendido en mitad de ese torbellino, el Japón sintió la necesidad de protegerse. El gobernante Tokugawa Ieyasu evitó cuidadosamente los imprudentes errores de su predecesor Toyotomi Hideyoshi, que había intentado subyugar Corea, Ieyasu acabó con los partidarios del hijo de Hideyoshi y finalmente unificó el Japón. Al mismo tiempo, en su política exterior, buscó la forma de amparar al Japón contra las invasiones de los diversos países de Europa. En los días de Hideyoshi, si bien el proselitismo de los misioneros cristianos estaba prohibido, en realidad era tolerado por motivos comerciales, Ieyasu era un budista devoto y, convencido de que eran la vanguardia de la conquista del Japón, suprimió por etapas las misiones cristianas,
Dio así un severo golpe a los esfuerzos evangelizadores de los misioneros europeos, que desarrollaban vigorosamente sus actividades. Más o menos al mismo tiempo, las tareas misioneras, reservadas inicialmente a la Compañía de Jesús, se habían abierto a los agustinos, los dominicos, los franciscanos y a otras varias órdenes. El resultado había sido la discordia entre los jesuitas y las demás órdenes sobre cómo debía conducirse la obra misionera en Japón.
Las tácticas de Ieyasu no se limitaron a la eliminación del peligro interior. Para crear un Japón capaz de resistir a las expansivas potencias europeas, decidió entrar en el conflicto que se desarrollaba en las aguas del océano Pacífico. Su plan, que revelaba gran habilidad política, implicaba la participación involuntaria de cuatro samurais de rango menor, vasallos del daimyo más poderoso de las provincias japonesas del noreste, y de un ambicioso sacerdote español.
Por supuesto, mi finalidad no es pintar la situación en el Japón en el siglo XVII. Pero sin duda el escenario de la novela será más vivido para el lector que posea alguna información acerca del trasfondo histórico.
SHUSAKU ENDO
Tokio, verano de 1981
Empezó a nevar.
Hasta la caída de la tarde un sol tenue había bañado por los resquicios de las nubes el lecho de grava del río. Cuando oscureció, hubo un silencio repentino. Dos, tres copos de nieve bajaron revoloteando del cielo.
Mientras el samurái y sus hombres cortaban leña, la nieve rozaba sus ropas rústicas, tocaba sus caras y sus manos y se fundía como para subrayar la brevedad de la vida. Pero como ellos siguieron atareados con sus cortas hachas, sin decir palabra, la nieve los desdeñó y se alejó hacia zonas vecinas. La niebla nocturna se extendió y se unió a la nieve, y el campo visual se volvió gris.
Finalmente, el samurái y sus hombres terminaron su tarea y se echaron al hombro los haces de leña. Se preparaban para la inminente llegada del invierno. La nieve les azotó las frentes cuando emprendieron el regreso en fila india, como hormigas, volviendo sobre sus pasos a lo largo del lecho del río, hacia la llanura.
Había tres pueblos situados en el corazón de la llanura y rodeados por colinas de follaje marchito. Las casas estaban de espaldas a las colinas y frente a los campos: de ese modo, los pobladores veían si llegaban extraños. Las casas techadas con paja se apretaban unas contra otras, en línea. De los cielos rasos colgaban estantes de bambú trenzado en que se secaban la leña y el carrizo. Las casas eran oscuras y malolientes como establos.
El samurái conocía en detalle esos pueblos. Su Señoría había concedido como herencia a la familia del samurái, durante la generación de su padre, los pueblos y las tierras. Por ser el hijo mayor, el samurái tenía la responsabilidad de reunir grupos de campesinos para cumplir con los deberes de vasallaje y, si había batalla, debía conducir sus tropas a la fortaleza de su amo, el señor Ishida.
Aunque sólo consistía de varios edificios reunidos, con techos de paja, la casa del samurái era más notable que las de los campesinos. Se diferenciaba de ellas en que tenía varios almacenes y un gran establo y estaba rodeada por un terraplén. A pesar de eso, la casa no estaba pensada para dar una batalla. En la montaña, al norte de la llanura, estaban las ruinas de una fortaleza; perteneció a un samurái que había gobernado ese distrito antes de ser aniquilado por Su Señoría. Pero ahora la guerra había cesado en todo el Japón y Su Señoría se había convertido en el
daimyos
[1]
más poderoso de las provincias norteñas, de manera que la familia del samurái no tenía ya necesidad de tales defensas. En realidad, aunque se observaban las diferencias de rango, el samurái continuaba trabajando en los campos y quemando carbón en la montaña junto a sus servidores. Su esposa ayudaba a las demás mujeres a cuidar los caballos y el ganado. Anualmente los tres pueblos debían pagar a Su Señoría un impuesto de sesenta y cinco
kan
: sesenta por los campos de arroz y cinco por la tierra cultivada.
Por momentos, la nevisca arreciaba. Los pies del samurái y de sus hombres dejaban manchas oscuras en el largo camino. Avanzaban como ganado dócil; ninguno pronunciaba palabras innecesarias. Cuando llegaron a un pequeño puente de madera llamado Nishonsugi, el samurái vio a Yozo, con el pelo blanqueado por la nieve, como una estatua de Buda en el campo helado.
—Ha venido vuestro tío.
El samurái asintió, descargó del hombro el haz de leña y lo puso a los pies de Yozo. Como los campesinos que trabajaban los campos, el samurái tenía ojos hundidos, pómulos prominentes y olía a tierra. Como los campesinos, era hombre de pocas palabras y rara vez dejaba que sus emociones afloraran a la superficie; pero su corazón dio un vuelco cuando oyó la noticia. Aunque, como hijo mayor, el samurái había heredado a la muerte de su padre el gobierno de la rama principal de la familia Hasekura, todavía consultaba a su tío antes de tomar una decisión. Este había luchado al lado de su padre en muchas campañas militares de Su Señoría. Cuando el samurái era un niño, su tío solía sentarse junto al hogar con el rostro enrojecido por el licor. Decía:
—Mira esto, Roku —y mostraba a su sobrino las cicatrices color castaño claro del muslo. Recibidas cuando Su Señoría luchaba en Suriagehara contra el clan Ashina, esas heridas de guerra eran para su tío un motivo de orgullo. Pero durante los últimos cuatro o cinco años el anciano había perdido el buen sentido y ahora, cuando visitaba la casa del samurái, se limitaba a beber licor y a expresar jactanciosas quejas. Después de esto retornaba a su casa arrastrando la pierna herida como un perro cojo.
Dejando atrás a sus hombres, el samurái subió solo la cuesta que llevaba a su casa. Los copos de nieve giraban en el ancho cielo gris, y el edificio principal y los almacenes aparecieron ante él como una fortaleza negra. Cuando pasó junto al establo, le asaltó el hedor de la paja mezclada con estiércol de caballo. Al oír los pasos del amo, los caballos piafaron. Cuando llegó a la casa, el samurái se detuvo y se quitó cuidadosamente la nieve de las ropas de trabajo antes de entrar. Su tío estaba sentado junto al hogar, cerca de la puerta principal, con la pierna mala estirada, calentándose las manos junto al fuego. El hijo mayor del samurái, un chico de doce años, estaba deferentemente sentado a su lado.
—¿Eres tú, Roku? —dijo su tío, mientras se tapaba la boca con la mano y tosía como si se hubiera sofocado con el humo del hogar. Cuando Kanzaburo vio a su padre, se inclinó como si lo hubiera salvado del anciano y fue de prisa a la cocina. El humo del hogar se enroscaba alrededor del gancho para la olla y flotaba hacia el cielo raso sucio de hollín. Durante la generación de su padre, y también en los días del samurái, ese hogar ennegrecido había asistido a numerosas reuniones donde se habían adoptado muchas decisiones, y también a la resolución de varias disputas entre los aldeanos.
—Fui a Nunozawa y vi al señor Ishida. —El anciano volvió a toser—. Dice que no hay respuesta del castillo acerca de las tierras de Kurokawa.
Sin una palabra, el samurái tomó algunas ramas secas de la pila y las quebró para echarlas al hogar. Al tiempo que oía el seco crujido de las ramas, trataba de soportar lo mejor posible esas quejas familiares. No permanecía mudo por falta de pensamientos o de sentimientos. Sencillamente, no estaba acostumbrado a permitir que su rostro mostrara sus emociones; y no le gustaba disentir de nadie. Y odiaba tener que escuchar la incesante charla de su tío acerca de acontecimientos de un pasado que se negaba a dejar en paz.
Once años antes, cuando Su Señoría había construido la nueva ciudad y el castillo y redistribuido las tierras, la cenagosa llanura con los tres pueblos había sido otorgada a la familia del samurái en sustitución de las tierras de Kurokawa, donde sus antepasados habían vivido durante muchas generaciones. La intención explícita de Su Señoría al trasladar a la familia desde sus antiguos dominios a este empobrecido desierto era desarrollar la región despoblada; pero el padre del samurái tenía sus propias ideas acerca de los motivos. Cuando el
kampaku
, el señor Hideyoshi, dominó a Su Señoría, un grupo de guerreros conducidos por las familias de Kasai y Ozaki se rebelaron, y en el levantamiento habían participado varios hombres lejanamente emparentados con la familia del samurái. El padre del samurái había dado albergue a los rebeldes derrotados y les había ayudado a escapar; estaba convencido de que Su Señoría lo había advertido y por eso les había otorgado esas soledades y no sus tierras en Kurokawa.