El samurái (7 page)

Read El samurái Online

Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
2.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Con estos astutos japoneses...»

Para tratar con los japoneses, incluso el método utilizado para difundir el evangelio debería ser astuto. Una gaviota se elevó con un grito agudo sobre el puerto lleno de balsas. El misionero se vio con la mitra y las vestiduras rojas de un obispo. Trató de convencerse de que su deseo de ser obispo no era el producto de la ambición mundana, sino una imposición de la responsabilidad que tenía de difundir en Japón las enseñanzas divinas.

«Oh, Señor —rezó, mientras cerraba los ojos y aspiraba el aire salado—, que todo sea para Tu gloria.»

La cabaña que los oficiales de Ogatsu le habían asignado estaba situada en la parte más profunda de la bahía, a considerable distancia de los alojamientos provisionales de los carpinteros y los trabajadores. Como todas las demás, estaba hecha de maderos toscamente cortados apilados uno sobre otro. En la única habitación dormía y se retiraba a orar. Desde sus días en el seminario tenía el hábito de atarse las muñecas antes de acostarse. Esa práctica le ayudaba a doblegar los violentos impulsos sexuales de su cuerpo robusto. La lujuria a que había prometido renunciar no lo atormentaba como en la juventud. Pero así como se ata un caballo que podría tratar de escapar en cualquier momento, el misionero, una vez concluidas sus plegarias de la noche, se ataba todavía las muñecas con una cuerda antes de tenderse rígidamente sobre su lecho.

Esa noche el rugido del mar era más violento que de costumbre. Pocas horas antes, el misionero había oído ese mismo ruido mientras regresaba por la playa oscura a su cabaña con la carta del padre Diego que los oficiales le habían entregado en el puesto de guardia. Golpeó un trozo de pedernal y encendió una vela. La llama creció y emitió una sola hebra negra de humo, proyectando una gran sombra contra los maderos de la cabaña. A la luz de la vela, abrió la carta de Diego con sus manos atadas. Vio ante sus ojos el rostro de su incompetente joven colega.

«Ha pasado un mes desde que marchaste de Edo. Aquí la situación no ha empeorado ni ha mejorado.» La escritura de Diego era tan torpe como la de un niño, pero esos garabatos apretujados en el papel parecían un reflejo apropiado de su sencilla personalidad.

«Todavía no nos permiten enseñar libremente nuestra fe y pasan por alto nuestra presencia porque el magistrado sabe que no hay nadie más para cuidar a los leprosos. Sin duda, algún día también nosotros tendremos que huir al noreste como tú.

»Una vez más debo ser el portador de algunas noticias muy dolorosas. La Compañía de Jesús de Nagasaki ha enviado otra carta a Manila y a Macao en la que te censuran. Dicen que, aunque sabes perfectamente cómo es la persecución de los cristianos en el Japón, intentas persuadir a nuestro Santo Padre, en Roma, de que apoye el comercio entre el Japón y Nueva España. Sostienen que tus actividades son un atrevido experimento que pone en grave peligro el esfuerzo de las misiones en el Japón y que, si llevas demasiado lejos las cosas y convences a muchos jóvenes sacerdotes de Macao y de Manila que nada saben de este país, y los traes al Japón, provocarás la cólera del Naifu y del Shogun. Los jesuitas han solicitado a Macao tu censura formal. Te ruego que no lo olvides y que prosigas tus tareas con la mayor cautela...»

El rostro del misionero parecía aún más feo a la luz de la vela. Había sido capaz de refrenar sus pasiones carnales, pero no la viveza innata de su temperamento. En ocasiones el orgullo de sus antepasados era una tortura para él. Su rostro, que no delataba sus cuarenta y dos años, estaba rojo de furia.

«Los jesuitas tienen celos de mí porque han perdido el favor del Naifu y del Shogun y son incapaces de recobrarlo —se dijo—. No pueden soportar la idea de que estemos encabezando la obra misionera en el país.»

Aunque eran sacerdotes que creían en el mismo Dios y servían a la misma iglesia, los jesuitas, víctimas de los celos, lanzaban calumnias e invectivas contra él simplemente porque pertenecía a otra orden monástica. El misionero no podía aprobar semejante conducta. La postura que habían adoptado los jesuitas contra él y contra la orden de san Francisco no era la que correspondía a soldados que combaten honorablemente. Sus métodos se parecían más a las intrigas de los eunucos en la corte de China.

Como para avivar su cólera, el bramido del mar creció aún más. El misionero acercó la vela al borde de la carta de Diego. La llama lamió el papel cubierto de desmañados caracteres, lo tiño de color castaño oscuro y por fin lo consumió con un aleteo de mariposa. Pero incluso después de destruir la causa de su furia la paz no volvió a su corazón. Se arrodilló a orar. «Oh, Señor —murmuró—. Oh, Señor, Tú sabes quién puede servirte mejor en esta tierra, si ellos o yo. Haz de mí una roca para estos pobres santos japoneses, así como hiciste una roca de uno de Tus discípulos...» El misionero no comprendía que ésa no era una plegaria, sino una maldición contra quienes habían herido su orgullo.

—Padre...

Alguien lo llamaba en la oscuridad, y el misionero abrió los ojos. Un hombre estaba en el umbral de la puerta, como una sombra. El misionero reconoció sus ropas desgarradas. Era el trabajador cuyos pecados había perdonado esa misma tarde, amparado del viento por una pila de maderos. Miraba al misionero con la misma expresión apesadumbrada.

—Ven.

El misionero se sacudió del regazo las cenizas de la carta y se puso de pie. La mirada triste del hombre le recordó los ojos enrojecidos y lagrimeantes de Diego. Apoyado contra la jamba de la puerta, con frases entrecortadas, el hombre preguntó si no podría conseguir que él y sus compañeros fueran contratados a bordo de la nave, ya que también llevaría japoneses. Había llegado a esa región expulsado de Edo, y se quejaba de que todos se burlaban de él por ser cristiano, y de que había pocos sitios en que se le permitiera trabajar.

—Y todos pensamos lo mismo.

El misionero movió la cabeza.

—No es posible. Y además, si tú y tus amigos abandonáis este país, ¿quién asistirá a los sacerdotes que vengan en el futuro? ¿Quién cuidará a esos sacerdotes?

—Hace muchos años que no vienen padres.

—Es verdad, pero pronto vendrán muchos padres de Nueva España a los dominios de Su Señoría. Nadie lo sabe todavía, pero estoy seguro de que Su Señoría lo permitirá.

«Un día regresaré trayendo conmigo muchos sacerdotes —murmuró el misionero para sus adentros—. Ese día seré designado obispo y seré el guía de esos sacerdotes.»

El hombre frotó con la mano la jamba de la puerta, cada vez más triste a medida que oía las palabras del misionero. La luz de la vela se tornó más brillante cuando se volvió.

—Ve a tu cabaña y di a los otros lo que te he contado. Pronto no habrá necesidad de paciencia. Te lo prometo.

En los hombros del cristiano había todavía virutas. Cuando la oscuridad lo devoró, el misionero apretó las cuerdas alrededor de sus muñecas para que sus manos atadas no pudieran responder ni aunque el Adversario intentase inflamar sus pasiones...

Un grupo de campesinos aguardaba en el vestíbulo de tierra batida a que el samurái saliera. Eran representantes de los tres pueblos de la llanura. Pacientes, en cuclillas, de vez en cuando tosían o estornudaban.

Pronto se oyó ruido en el interior y las toses y estornudos cesaron cuando aparecieron el samurái, su tío y Yozo.

El samurái ocupó el lugar de honor junto al hogar y miró a los campesinos. Sus rostros se parecían al suyo por los ojos hundidos y los pómulos salientes. Eran rostros que habían soportado muchos largos años de viento y nieve, de hambre, de duro trabajo. Eran rostros acostumbrados a la resistencia y a la resignación. Entre ellos el samurái debía elegir asistentes que lo acompañaran a través del gran océano hasta Nueva España, una tierra que ninguno de ellos había visto ni siquiera en sueños. Las órdenes del castillo permitían que cada emisario llevara un máximo de cuatro hombres.

—Tenemos buenas noticias para vosotros.

Antes de que el samurái pudiera decir nada, su tío había hablado con aire de satisfacción.

—Estoy seguro de que todos habéis oído hablar del gran barco de Ogatsu. Por orden de Su Señoría, ese gran barco partirá a una lejana tierra extranjera. —Se volvió con orgullo hacia su sobrino—. Rokuemon irá en ese barco, en calidad de emisario de Su Señoría.

Los campesinos miraban con ojos opacos que no revelaban excitación ni sorpresa. Eran como perros viejos que miran con apatía todos los asuntos de los hombres.

—Como asistente de Rokuemon —el tío del samurái indicó con la barbilla a Yozo, a quien se le había permitido sentarse en un ángulo de la habitación—, irá Yozo, con quien ya hemos hablado. Otros tres hombres, uno de cada pueblo, irán también.

Las caras de los campesinos en cuclillas se endurecieron por un instante, como si las hubiera tocado la rigidez de la muerte. No era la primera vez que ocurría una cosa así. Todos los años, cuando era necesario elegir personal para los deberes del vasallaje, los campesinos adoptaban una expresión momentáneamente dura mientras el samurái leía los nombres de los elegidos.

—El viaje será largo, lo que afectaría gravemente a los hombres que tienen esposa e hijos. No lo olvidéis, y elegid vosotros mismos.

Sentado junto a su tío, el samurái pensó en las angustias que sufrirían los tres hombres escogidos. Como él, ellos estaban estrechamente unidos a la llanura, como la concha al caracol. Pero sin duda aceptarían esta orden con resignación, así como habían soportado, bajando la vista, la nieve arrastrada por el viento.

Los campesinos unieron las cabezas, como caracoles en una caja, y conversaron en voz baja. La conversación duró un rato. Durante ese intervalo, el samurái y su tío guardaron silencio. Los jóvenes elegidos fueron Seihachi, Ichisuke y Daisuke; cada uno de un pueblo, ninguno con mujer ni hijos. El tío del samurái asintió.

—Recordad que dedicaremos especial cuidado a los parientes de estos hombres hasta que Rokuemon regrese.

Los demás campesinos parecían felices de no haber sido elegidos. Una vez más tosieron y estornudaron, y luego inclinaron la cabeza y salieron. El olor a tierra y a sudor de sus ropas de trabajo persistió en la habitación.

—Muy bien, muy bien. —Esforzándose por parecer alegre, el tío del samurái golpeó sus propios hombros con los puños—. Odio dar esta clase de órdenes. Pero esto es como una batalla. El resultado decidirá si nos devuelven o no las tierras de Kurokawa. Riku estará muy ocupada haciendo bultos y preparando tu viaje. ¿Cuándo deben reunirse los emisarios en el castillo de Su Señoría?

—Después del diez. Allí recibiremos instrucciones.

—Roku —dijo el tío, en voz más suave—, debes cuidar de tu salud durante el viaje.

El samurái bajó la vista, pero sintió amargura. Su tío sólo pensaba en las tierras perdidas de sus antepasados. Para el anciano, la única razón de existir era alcanzar a ver la devolución de esas tierras. Pero el samurái, como los campesinos que acababan de marcharse, no deseaba obtener nuevas tierras y trasladarse. Quería seguir viviendo en la llanura, como hasta ahora, y morir allí.

—Me ocuparé de los caballos. —El samurái cambió una mirada con Yozo y salió. Los caballos sintieron que se acercaba su amo; oyó que piafaban. Mientras aspiraba el olor de la paja húmeda del establo, el samurái se apoyó contra la pared y se dirigió al asistente principal.

—Gracias —dijo suavemente a Yozo—. ¿De modo que vendrás conmigo?

Yozo retorció una paja entre las puntas de los dedos y asintió lentamente. Era tres años mayor que el samurái, y ya se veían entre su pelo algunas hebras blancas. Mientras el samurái miraba la cabeza de Yozo, sus pensamientos volvieron a su juventud, cuando el criado le enseñaba a montar a caballo y a poner trampas para conejos. En realidad, era Yozo quien le había enseñado a cuidar la escopeta en la batalla y a nadar. Como los demás campesinos, Yozo olía a tierra, y tenía los mismos ojos hundidos y pómulos salientes. En su juventud, cuando segaban la hierba o cortaban leña en el bosque para el invierno, Yozo había acompañado siempre al samurái para enseñarle una cosa u otra.

—Todavía no comprendo por qué he sido designado emisario —murmuró el samurái mientras acariciaba el morro de un caballo. Hablaba consigo mismo y no con Yozo—. Y no sé si el viaje será peligroso, y ni siquiera a qué clase de país vamos... Por eso será una ayuda tenerte a mi lado.

El samurái sonrió como avergonzado de su propia sinceridad. Yozo apartó la mirada para refrenar las emociones que brotaban en él, y empezó a amontonar la paja sucia a un lado y a esparcir paja seca en su lugar, como si el trabajo le permitiera olvidar sus ansiedades y temores acerca del viaje.

Diez días más tarde, el samurái y Yozo partieron a caballo hacia el castillo de Su Señoría. El señor Shiraishi debía dar instrucciones a cada uno de los emisarios. Era un viaje de un día y medio, y los dos hombres atravesaron muchos pueblos tan pobres como los propios antes de emerger a una amplia llanura. Allí había ya señales de la primavera. Brillaba un cálido sol; las magnolias del bosque estaban salpicadas de flores blancas y en los campos todavía no arados un grupo de niños jugaba con una guirnalda de flores de loto. Cuando el samurái miró la escena, comprendió como si fuera por primera vez que partiría hacia una tierra distante y desconocida.

En el lado opuesto de la llanura, el castillo de Su Señoría se alzaba como un barco de guerra, negro, enorme, terrible. Al pie de la colina donde estaba construido el castillo se veía la ciudad entre el velo deslumbrante de la luz de primavera. Justo a la entrada de la ciudad había un mercado. Los comerciantes exhibían en el suelo toda clase de cosas, desde ollas y calderos hasta aceite, sal, telas de algodón y alfarería, y las ofrecían a gritos al público. El samurái y su compañero, acostumbrados al silencio de la llanura, contemplaban sorprendidos la barahúnda. Vadearon un río bajo las garzas blancas que se cernían en el cielo y subieron por la colina hasta el castillo. Un soldado de infantería con una lanza custodiaba la gruesa puerta de acero, y los dos hombres tuvieron que desmontar antes de seguir adelante.

Como mero cabo, el samurái no podía entrar en la ciudadela sin permiso. Cuando llegaron al edificio que le indicaron, dentro del terreno del castillo, los demás emisarios ya estaban allí, aguardando en el patio interior. Los tres hombres sentados en bancos, Matsuki Chusaku, Tanaka Tarozaemon y Nishi Kyusuke, tenían la misma graduación que el samurái. Intercambiaron saludos sin poder ocultar su tensión y su ansiedad.

Other books

Taming the Bad Girl by Emma Shortt
Like a Wisp of Steam by Thomas S. Roche
Friday Mornings at Nine by Marilyn Brant
Letters to My Daughters by Fawzia Koofi
Watercolour Smile by Jane Washington
Do-Overs by Jarmola, Christine
Wolfsbane by Andrea Cremer