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Authors: Elisabetta Gnone

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

El Secreto de las Gemelas (2 page)

BOOK: El Secreto de las Gemelas
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Durante años fue uno de los reinos más ricos y felices de todos los tiempos. Hasta que una terrible noche de verano empezaron los asaltos, y no de otros pueblos, pues no había ninguno por aquellas tierras. Fue el Mal Absoluto el que puso en su punto de mira el reino de Fairy Oak. Un enemigo sin rostro y sin alma, decidido a destruir por el placer de hacerlo.

Me gustaría contar más de él, pero todo lo que sé es que el Pueblo del Valle tuvo que combatirlo varias veces, con muchos años de por medio, y que siempre lo derrotó. Por entonces, sin embargo, yo era un hada muy pequeña y vivía todavía en mi reino, y los mayores no hablaban de buena gana de estas cosas en nuestra presencia. Por eso no sé cómo había ocurrido todo. Desde luego, cuando llegué a Fairy Oak la armonía y la calma reinaban desde hacía años y no quedaba ni rastro de las batallas.

Y en todo aquel tiempo, las extravagantes costumbres de los Humanos habían ido juntándose con las extravagantes costumbres de los Mágicos, y era casi imposible distinguir a unos de otros. Pongo un ejemplo: Retamaloca Gill. Desapareció una tarde de verano de la butaca del jardín. En su lugar dejó un balón de chocolate y una nota que decía "¡GOOOOL!". ¿Qué fue de Retamaloca Gill? ¿Era una Humana —es decir, una Sinmagia— que, harta, se había marchado dejando al marido el chocolate y el balompié, las dos cosas que habían provocado que él la desatendiera? ¿O bien era una bruja que para celebrar el cumpleaños de su marido se había transformado en lo que él más amaba? Nunca se supo: mientras los mayores hablaban del caso, los niños se comieron el balón, y Retamaloca Gill no volvió nunca para dar explicaciones.

Todos sabían que Lala Tomelilla era bruja, y todos la apreciaban. Era, quizá, la ciudadana más honorable de Fairy Oak, y el respeto que le profesaban se extendía hasta mí, que recibía mimos y atenciones de casi todo el mundo. Y eso no es todo: como los Mágicos de Fairy Oak que tenían sobrinitos daban cobijo a hadas niñeras como yo, también tenía muchas amigas.

Cada una de nosotras cuidaba de los futuros magos y brujas. Las mías se llamaban Vainilla y Pervinca. Eran las sobrinas de Lala Tomelilla, hijas de su hermana Dalia Periwinkle.

La familia Periwinkle

La señora Dalia siempre fue muy amable conmigo; su marido, el señor Cícero, era un Sinmagia un poco gruñón, aunque cortés. "Felí, tus antenas interfieren en la señal de mi radio", me repetía siempre, "¡haz algo, por favor!".

¿Y qué podía hacer? Las largas antenas de las hadas sirven precisamente para eso, para captar señales. No la señal de la radio, claro, que ha llegado mucho después, sino las señales de socorro, de peligro, de alegría... ¡Desde luego, no podía cortármelas!

En cuanto a las niñas, eran tan hermosas como las flores, cuyos nombres llevaban, y casi siempre se portaban bien. Era el hada más afortunada del mundo.

Una sola cosa turbaba de vez en cuando mi estancia en Fairy Oak: el olor a hollín. ¡Puaj! En las grandes ciudades era siniestropestosísimo, lo sabía, pero para mí, que venía del Reino de los Rocíos de Plata, incluso el leve hedor gris del pueblo me resultaba molesto a veces. Así que Lala Tomelilla me regaló un tarro de mermelada de moras casi vacío, aunque todavía muy oloroso, que se convirtió en mi casita.

Mamá Dalia me hizo una camita de pan que cada día sustituía por otra de pan recién hecho; Cícero me regaló una caja de fósforos vacía que convertí en mi armario, y Tomelilla transformó un carrete de hilo en el escritorio más bonito que haya tenido jamás un hada. Era una casita diminuta, pero para mí perfecta. Seguro que ya lo habéis comprendido: nosotras, las hadas niñeras, somos tan grandes —es decir, tan pequeñas— como la palma de la mano de un niño.

También la casa de la familia era muy confortable, y me gustó desde el primer día. Los techos, el suelo y los muebles de madera creaban una atmósfera cálida y acogedora, sobre todo por la noche, cuando se encendían las luces y se prendía fuego a la leña en la gran chimenea del salón. De día, las paredes de piedra blanca y rosada reflejaban la luz que entraba por las grandes ventanas y la casa se iluminaba de oro.

Había nueve habitaciones, ¡pero parecían cien! Todas se comunicaban a través de un complicado sistema de puertas, escaleras y pasillos, y ninguna estaba al mismo nivel. Mirándola desde fuera, se habría dicho que la casa tenía tres pisos, pero por dentro era todo un subibaja de peldaños y escaleritas que crujían. ¡Un auténtico laberinto!

La casa desprendía un agradable perfume a leña, pero, olisqueándola más detenidamente, se apreciaba que cada habitación poseía un aroma propio: la cocina, por ejemplo, olía a manzana y madera de arce; la alcoba de las niñas, en cambio, a lápices afilados y mantequilla de cacao a la fresa; en el estudio del señor Cícero te llegaba el buen olor de los libros, y en el salón el del coñac, mientras que la habitación de Tomelilla olía a ropa recién lavada. Era fácil orientarse: simplemente había que fiarse más de la nariz que de los ojos.

Pasé muchos años en aquella casa y recuerdo cada instante, pues fueron los más bonitos y los más intensos de mi vida.

La Hora del Cuento

Todas las noches, cuando el reloj de la Plaza del Roble daba las doce, las brujas y los magos de Fairy Oak llamaban a las hadas niñeras para saber qué habían hecho sus pequeñuelos durante el día.

Nosotras llamábamos a ese momento "La Hora del Cuento".

—Felí, sal de la mermelada, por favor, ¡es la hora!

Tomelilla me esperaba en el invernadero anejo a la casa, con los útiles de jardinería en la mano y los ojos en signo de interrogación (¡las brujas saben hacerlo!).

Mientras yo hablaba, ella, lentamente, podaba, regaba, plantaba, quitaba flores marchitas, sacaba brillo a las hojas... Decía que así me escuchaba mejor, y a mí me gustaba mirarla.

Los primeros años transcurrieron plácidamente, casi sin darme cuenta. Pero hacia el noveno año algo cambió.

Tomelilla se volvió mucho más curiosa con los indicios de magia de las niñas, aunque sólo fuera una pizca. Las brujas, normalmente, suelen revelar sus poderes cuando les salen los premolares, y nunca después de que les hayan crecido ya los ocho. Así que, cuando empezaron a vislumbrarse los puntitos blancos del séptimo premolar de Pervinca y a Vainilla le salió el sexto, la pregunta de Tomelilla a la Hora del Cuento era siempre la misma: "Y bien, Felí, ¿han hecho alguna magia?".

Estaba preocupada, pobrecita, y no sin motivo. El artículo ABC secc. Dn. 23,5 + 6—1 del Reglamento Mágico de brujas y magos dice textualmente:

Se establece que los poderes de los magos y las brujas se transmitan sólo y exclusivamente de tíos a sobrinos. La pena para los transgresores será el confinamiento de por vida en el Bosque—que—canta, bajo forma de árbol o arbusto con raíces bien hundidas en la tierra.

Pero hay excepciones, y una en concreto preocupaba a Lala Tomelilla (apostilla b — artículo ABC secc. Dn. 23,5 + 6—1 del Reglamento Mágico):

...los niños gemelos no pueden heredar los poderes mágicos.

¿Lo habéis adivinado? ¡Vainilla y Pervinca eran gemelas! Habían venido al mundo el mismo día, aunque con una diferencia de 12 horas exactas una de la otra.

Fue un hecho muy extraño...

Dos hermanas casi gemelas

El médico del pueblo había previsto que las niñas nacerían el 30 de octubre. Así es que ese día, puntualmente, se presentó en nuestra casa con su maletín.

—¿Qué, viejo amigo, estás preparado? —le dijo al señor Cícero al entrar, dándole una sonora palmada en el hombro.

—No, no, no soy yo... Dalia...

—Sí, Cícero, ya sé que es Dalia la que está de parto. Te preguntaba si estás preparado para ser padre… Me da la impresión de que estás un poco nervioso. Es comprensible. Bueno, ¿dónde está la futura mamá?

Cícero acompañó al doctor Penstemon Chestnut a la habitación de Dalia, donde aguardaba también Tomelilla, y cerró la puerta. Él y yo nos quedamos fuera esperando y nos pareció que el tiempo no pasaba.

Habíamos recorrido el pasillo de un extremo al otro milmuchas veces cuando, de pronto, Tomelilla asomó la cabeza por la puerta y dijo:

—¡Ya viene!

Cícero se paró de golpe, encendió la pipa (¡que estaba encendida!) y con las manos en los bolsillos empezó a golpear el suelo con un pie mirando fijamente delante de él. El reloj de la chimenea dio la primera campanada de la medianoche y... a las doce y un segundo exactamente del 31 de octubre…

—¡Es una niña! —gritó el médico—. ¡Y está bien!

—¡Fiuuu! —Cícero dio el primer suspiro de alivio del día y al final se dejó caer en un sillón.

—Voy a verla —dije.

No podía aguantar más mi emoción. Dalia tenía a la niña en brazos y sonreía:

—¡Enhorabuena, señor Cícero! ¡Es guapísima! —grité—. Tiene el pelo color canela y la piel aterciopelada y clara como la leche. Los ojos no se le ven, porque los tiene cerrados, y, ¿la oye?, chilla como un águila...

Cuando Tomelilla alzó a la niña para lavarla, noté un detalle tan gracioso que volé a contárselo personalmente al señor Cícero:

—Tiene un pequeño lunar color azul violeta en la tripita y...

—...y Dalia me manda decirte que, si estás de acuerdo, querría llamar a la niña Pervinca —dijo Tomelilla. Estaba en la puerta de la habitación y sostenía a la niña. El señor Cícero se quedó mudo.

—Mientras lo piensas, ocúpate de ella —prosiguió Tomelilla un tanto nerviosa, poniéndole a Pervinca en los brazos—. Su madre tiene que dar a luz a otro bebé... —explicó, y desapareció de nuevo en la sala de parto.

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