El secreto de Sofonisba (25 page)

Read El secreto de Sofonisba Online

Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

BOOK: El secreto de Sofonisba
7.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

María Sciacca no entendía qué estaban tramando aquellos dos, pero estaba claro que intentaban acercarse a su ama y no sabían cómo hacer.

Pero ella sí.

¡Quizás había encontrado su pasaje de vuelta a Italia! Si ella ofrecía sus servicios, podía pedir una recompensa a cambio.

No se atrevió a enfrentarse a los dos hombres juntos. Prefirió esperar a que se hubiera alejado aquel a quien el párroco llamaba «monseñor». Porque si éste era un monseñor, el «padre Ramírez» tenía que ser el párroco. Era una información útil para presentarse. Podía aducir que una amiga se lo había recomendado. Para evitar ser sorprendida escuchando detrás de una columna por algún feligrés que entrase de golpe, retrocedió unos pasos y se sentó a esperar en un banco.

Era probable que el monseñor cruzara la iglesia para salir. Así podría verlo y asegurarse de si lo conocía. Lo dudaba. No frecuentaba a gente de iglesia, y aún menos a monseñores. Pero nunca se sabía. Quizá lo había visto por el palacio. Podía ser útil ver la cara de quien conspiraba contra su señora, en caso de que se lo encontrara de nuevo.

En la sacristía se oyó un portazo, luego silencio.

Tras un par de minutos de silencio, al no oír más voces, decidió pegarse a la puerta de la sacristía para ver qué sucedía.

Desde donde estaba no advertía ningún ruido. Uno de los dos, probablemente el monseñor, había salido por la puerta de atrás, no por la iglesia.

Esperó un instante más, inmóvil en el umbral de la puerta. Luego preguntó, tímidamente:

—¿Hay alguien?

No recibió ninguna respuesta. Repitió la pregunta levantando la voz:

—¿Hay alguien?

Se adelantó un paso, suficiente para abarcar con una mirada toda la habitación, cuando una voz que provenía de otro cuarto, situado atrás, le respondió:

—¿Quién es? ¿Qué busca?

Desde donde estaba, bajo el marco de la puerta, no veía a nadie. Sin atreverse a entrar en la sacristía, esperando a que su interlocutor se asomara, reunió valor y dijo:

—Estoy buscando al padre Ramírez.

Encontraba ridículo que el sacerdote, o quien fuera el que le había respondido, no se dejara ver, obligándola a gritar para hacerse oír, cuando estaba a sólo unos pasos de ella. Los curas eran todos iguales: aplicaban la ley del mínimo esfuerzo.

Poco después apareció un hombre, vestido con la típica sotana negra de los curas. Era alto, de rostro descarnado, con un mechón de pelo blanco y mirada recelosa, como si temiera encontrarse con algún portador de malas noticias. Ya había tenido bastante con la visita del monseñor.

Aparentaba más de setenta años. Parecía casi agobiado, como si el encuentro anterior lo hubiera molestado en grado sumo. Vislumbrándola en la puerta, cambió de expresión.

—¿Qué quieres, hija? —preguntó con amabilidad, viéndola cohibida.

—¿Usted es el padre Ramírez? —preguntó María, tímidamente. Había decidido presentarse como una muchacha indefensa y apocada.

—En efecto, hija. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Quisiera hablar con usted. Me manda una amiga.

—¡Ah! —exclamó la voz cansada del viejo prelado—. ¿Se puede saber el nombre de esa amiga?

—No se acordará de ella, padre, es una sirvienta de palacio. Vino un día a confesarse, y me ha hablado muy bien de usted, como de un hombre muy comprensivo.

Ramírez se encogió de hombros. Eran muchas las criadas del palacio que se confesaban, y no las conocía a todas. Bueno, no importaba. En cuanto a lo de «comprensivo», sin duda la muchacha se lo había inventado. ¿Cómo podía saber una penitente si era comprensivo o no? Probablemente quería pedirle un pequeño préstamo, o algo por el estilo. Si hubiera querido confesarse, no le habría salido con aquel discurso.

—Mire, padre, soy la criada de una importante dama de honor de la reina. Doña Sofonisba Anguissola… —pronunció lenta y claramente el nombre de su ama, esperando su reacción. Si daba en el blanco, la partida estaba ganada.

El padre Ramírez levantó bruscamente los ojos y la miró con interés. ¿Había oído bien? ¿Había dicho ser la criada de Sofonisba Anguissola? Qué casualidad. Si era así, era la Providencia quien se la mandaba, justo cuando más la necesitaba. Por tanto, existía verdaderamente la Providencia… El, cada domingo, la citaba en sus sermones, pero desde su ordenación como sacerdote nunca la había visto manifestarse. Con el paso del tiempo había empezado a dudar de su existencia y hasta dejado de creer en ella, aunque éste era un secreto entre él y su conciencia.

Invocaba a la Providencia como una letanía, cuando debía responder a las dudas de sus feligreses. Todos buscaban lo mismo: una palabra de consuelo, un alivio momentáneo a sus desgracias: «Ten fe, la Providencia proveerá», les aconsejaba él, al no saber qué otra cosa decir.

Ahora, si verdaderamente era la Providencia quien le mandaba a aquella chica, era una señal inequívoca para fortalecer su tambaleante fe. Diría un par de
mea culpa.

Le costaba creerlo. Era como una broma del destino. Primero se presentaba su superior pidiéndole un imposible. Una misión muy extraña, que requería que él se convirtiera en confidente de una dama de la corte, para luego convencerla de que transmitiera un mensaje que le comunicarían más tarde. No había entendido casi nada, y aún menos por qué lo habían elegido precisamente a él para una tarea tan ingrata. No solía frecuentar a gente importante, a menos que vinieran a su parroquia por algún motivo especial, y evitaba inmiscuirse en cuestiones delicadas. Todo aquel embrollo le preocupaba. No se sentía capacitado para desempeñar una misión como la que le había pedido monseñor. Hasta ahora había vivido tranquilo en su parroquia, lejos de las intrigas. ¿Por qué tenían que venir a importunarlo precisamente ahora?

Dejó de lado sus pensamientos y examinó a la muchacha. Parecía extraviada. ¿Otra oveja que devolver al redil? Quienquiera que fuese, si de verdad era quien decía ser, no podía haber llegado en mejor momento.

Recuperado el buen humor que la visita de monseñor le había hecho perder, sonrió con dulzura a la joven. Tenía un aire tímido y resignado. Sería un juego de niños convencerla de que lo ayudara. La utilizaría como un peón para llegar hasta su señora. Bendita chica y bendita Providencia.

María Sciacca esbozó una sonrisa tímida. Al ver cómo el rostro del viejo párroco se había iluminado cuando pronunció el nombre de su patrona, sabía que había dado en la diana. Aquel viejo tonto había mordido el anzuelo. Ahora, para conseguir su objetivo, debía jugar atentamente sus cartas, dejarle creer que era él quien la utilizaba para sus fines, y no al revés. Ella movería los hilos de la marioneta, sin que el viejo se enterase de nada.

Aún había un detalle suelto que podía ser la carta ganadora de aquel juego: lo que estaban tramando. Sólo había oído una parte de la conversación. ¿Por qué el otro, el monseñor, quería que el padre Ramírez viera a Sofonisba? Debía lograr que el viejo cura le revelara el motivo de la visita del monseñor. ¿Qué cosa tan importante debía pedirle a Sofonisba? No sería fácil, pero confiaba en su astucia para conseguirlo.

Capítulo 28

Monseñor Ortega salió por la puerta de atrás de la iglesia y regresó a la sede del obispado. Aquel asunto no le agradaba en absoluto.

Días antes, el nuncio lo había hecho llamar «por una cuestión importante», según había escrito en su misiva, pero sin precisar de qué se trataba. Debía presentarse lo antes posible en la sede de la nunciatura para ser recibido por el nuncio en persona. Y le recomendaba que fuera discreto y no comentase la convocatoria. Esta precisión le había desagradado, como si él fuera un hombre que ventilara irreflexivamente las cosas que sabía. Pero ¿qué quería el nuncio para llamarlo de ese modo tan poco ortodoxo?

Nunca había sucedido que el legado vaticano lo convocara para una audiencia personal, y eso ya era motivo de preocupación, pero cuando el portador de la carta había añadido, casi murmurándole al oído, que se le recomendaba la máxima discreción, el asunto le preocupó doblemente. ¿Qué se estaba tramando que requiriera tanta discreción? ¿Por qué no se había seguido la vía jerárquica? ¿Cómo explicaría a su obispo, si éste se enteraba, que había aceptado reunirse con el legado del Papa sin informarle?

Apenas llegado a la nunciatura, Ortega había sido introducido por una puerta secundaria y conducido a presencia del nuncio. Éste era un hombre bajo y obeso al que apenas conocía; sólo lo había visto un par de veces desde su llegada a Madrid.

Fue recibido al instante, sin tener que esperar ni un minuto en la antecámara. Ortega no lo conocía bastante para juzgar cómo era en privado, pero parecía notablemente incómodo. Se notaba que no sabía cómo plantearle el asunto. A Ortega todo le resultaba muy extraño, como si aquello fuera un secreto inconfesable. Le picaba la curiosidad, pero también el miedo. No le gustaban las sorpresas, y aún menos cuando provenían de personas encumbradas.

El asistente que lo había acompañado hasta el despacho del nuncio había cerrado la puerta, dejándolos solos. Monseñor Ortega había palidecido cuando vio que el nuncio se levantaba de su sillón para asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada. En un primer instante creyó que se levantaba para saludarlo, una cortesía impropia, considerando sus respectivas posiciones en la jerarquía eclesiástica. Al pasar por su lado para dirigirse a la puerta, el nuncio le echó un vistazo rápido. Sus miradas se cruzaron una fracción de segundo, suficiente para que Ortega comprendiera que se encontraba ante un hombre asustado.

De vuelta a su sillón, el nuncio se dejó caer pesadamente en él. Intentaba parecer sereno, pero era presa de una gran agitación, puesto que jugueteaba nerviosamente con su anillo cardenalicio. Al final, tras unos minutos de incómodo silencio, empezó dando un gran rodeo, dejando en el aire un halo de misterio. Ortega se estaba inquietando también, y si no hubiera sido por el alto cargo de su interlocutor le habría dicho de buena gana un par de cosas. El nuncio hablaba sin ir al grano, lo cual impacientaba todavía más a Ortega, que no veía la hora de que fuese al meollo del asunto. Tenía prisa por saber por qué lo había convocado, pero aquel viejo gordinflón no soltaba prenda.

Al final, después de otro largo circunloquio, llegó al quid de la cuestión. Se trataba de una misión sumamente delicada, de la cual no podía, por ningún motivo, hablar con nadie. Sólo debía transmitir instrucciones a una tercera persona, elegida entre sus contactos de más confianza, con los detalles del encargo.

El hecho de que el nuncio le hubiera recomendado, indirectamente, que se cuidara mucho de despertar las sospechas de la Inquisición, no solamente lo había puesto en guardia, sino que le había confirmado lo que temía. Se estaba tramando algo importante, y la Inquisición debía ser mantenida a distancia. Era un juego peligroso. No le gustaba actuar a escondidas de aquella temible organización. Si sospechaban que se estaba tramando algo a sus espaldas, él podía acabar en prisión y, con muchas probabilidades, torturado. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Ante semejante perspectiva, intentó zafarse del asunto. Le estaban pidiendo que corriera un riesgo demasiado grande. Adujo de varias maneras que no estaba a la altura de las circunstancias, pero el viejo zorro del cardenal no se dejó persuadir.

—Querido Ortega, el hecho es que no tiene elección —le dijo—. Si quiere, puedo hacerle llegar las mismas instrucciones directamente de su obispo, pero sería añadir a otra persona en la confidencia y el riesgo sería sólo suyo.

Ortega sintió un nudo en la garganta. Estaba atrapado como un ratón, sin escapatoria. Preguntó de dónde venían las instrucciones, para saber al menos si el riesgo merecía la pena, pero el cardenal-nuncio meneó la cabeza. No podía divulgar esa información por motivos de seguridad. Sólo podía asegurarle que venía de muy arriba.

Monseñor Ortega dio por buena la respuesta. Total, el nuncio no le diría nada más.

«De muy arriba» podía significar muchas cosas, pero tuvo la sospecha, considerado el secretismo con el que el nuncio abordaba el asunto, de que podía tratarse del Papa en persona. ¿Quién más podía tener tanto poder como para hacer temblar a aquel viejo zorro? Si el nuncio no soltaba prenda, debía de tener sus motivos, ¿y quién, si no el Papa en persona, podía motivar semejante recelo?

Su misión consistía en ganarse la confianza de la nueva amiga italiana de la reina. Más tarde Ortega recibiría instrucciones para entregar a la dama, que a su vez se encargaría de transmitirlas a quien correspondiera.

Conocía de vista a aquella mujer, doña Sofonisba Anguissola. Ortega creyó comprender finalmente el verdadero objetivo de la misión. La tal Anguissola debía de ser una espía del Vaticano, y el nuncio le hacía llegar informaciones. ¿Para quién? Mejor no preguntar. No saber era una buena excusa para seguir vivo. Quien sabía demasiado corría el riesgo de ser eliminado para asegurar su silencio.

Ortega no entendía por qué querían su colaboración, pero si el Santo Padre le concedía, aunque fuera indirectamente, el honor de encargarle una misión, la cumpliría con diligencia. Era una excelente ocasión para destacar. Quién sabe si sus servicios no serían un día recompensados con el capelo arzobispal, o acaso con el cardenalicio. Después de todo, era una misión secreta de altísima importancia para la Iglesia, ordenada personalmente por el pontífice.

Estaba cavilando cómo abordar a doña Sofonisba cuando, para su sorpresa, el nuncio dejó caer en el último momento, como si fuera un detalle sin importancia, que era mejor que no interviniera personalmente ante la dama, y que utilizara a una tercera persona para aproximarse a ella. ¿El motivo? Según el nuncio, estrictamente de seguridad.

—Pero, eminencia —protestó Ortega—, si involucramos a una tercera persona en la… —buscó la palabra adecuada— misión, aumentamos los riesgos de que se sepa. La Inquisición tiene informantes a todos los niveles. Usted lo sabe.

—Las instrucciones son muy precisas en este punto —respondió, melifluo, el cardenal-nuncio—. Será tarea suya encontrar a una persona que goce de su total confianza. Es verdad que aumenta el riesgo, pero también que si fuera descubierto, es mejor que no puedan llegar hasta usted y posteriormente hasta nosotros. Sería muy embarazoso tener que dar explicaciones a la Inquisición sobre nuestras actividades.

—No se preocupe, eminencia —cedió el otro—, encontraré a la persona adecuada. Pero aún no me ha dicho cuál es el mensaje.

Other books

Nubosidad Variable by Carmen Martín Gaite
High Horse by Bonnie Bryant
Joy and Tiers by Mary Crawford
The Untouchable by John Banville
Mine Is the Night by Liz Curtis Higgs
Thurgood Marshall by Juan Williams
J'adore Paris by Isabelle Lafleche