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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (39 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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El noble dejó caer al soldado sobre el parapeto incrustado de porquería.

—¡Es ridículo! ¡Absurdo! Cada día se levantan de sus tiendas malolientes y cabriolan como estúpidos ante sus retorcidos altares hasta llegar a un frenesí sanguinario que no podría resistir nada que haya sobre la tierra, y cada día tienen que volver a sus tiendas con la cola entre las patas y lamerse las heridas a la sombra de estas negras murallas. ¡Claro que maldicen tu nombre! El solo hecho de pensar en ti les quema las entrañas como carbón encendido, porque los has derrotado cada vez que te han atacado. Cada condenada vez. —Señaló el campamento enemigo—. Deberías saborear esos sonidos, soldado, porque son un lamento. Son los sonidos del miedo y la desesperación. Y todo es debido a ti.

El conmocionado lancero miraba fijamente a Malus. El noble bajó los ojos hacia él y le sonrió.

—La victoria está al alcance de tu mano, soldado. ¿Vas a dejar que se te escape, o vas a derrotar a esos bastardos de una vez y para siempre?

—¡Puedes contar con nosotros, temido señor! ¡Mataremos hasta la última de esas bestias! —gritó un lancero que se encontraba a pocos metros de distancia.

El grito sobresaltó a Malus que, al mirar en la dirección de la que procedía, se dio cuenta de que la mayoría de los guerreros se habían puesto de pie mientras hablaba, y ahora estaban pendientes de cada una de sus palabras. Sus sucios rostros ensangrentados sonreían con feroz orgullo.

El aterrado lancero se puso de pie, tembloroso. Tragó con dificultad y miró a Malus a los ojos.

—Que vengan, temido señor —dijo—. Los estaré esperando.

Entre los soldados reunidos se alzó una aclamación. Malus sonrió, algo incómodo, y saludó a los supervivientes del regimiento.

—Descansad un poco —gritó, y agitó una mano en dirección al campamento enemigo—. Disfrutad de la música mientras podáis.

Los guerreros rieron, y Malus dio media vuelta para encaminarse con rapidez hacia el cuerpo de guardia.

Nuarc lo esperaba en la entrada de la fortificación. La cara del señor de la guerra estaba tan sucia como la de cualquier soldado raso, con las arrugas ahondadas por el cansancio y el hambre. No obstante, le dedicó a Malus una sonrisa de admiración.

—Eso ha estado muy bien hecho, muchacho —dijo en voz baja—. Probablemente yo me habría limitado a dejar que sus compañeros se ocuparan del problema.

El noble negó con la cabeza.

—Entonces habríamos estado haciéndole el trabajo al enemigo —replicó—. Soy lo bastante rencoroso como para querer hacer que esas bestias trabajen por cada uno de los nuestros que maten.

Nuarc rió entre dientes.

—Bien dicho. —Le hizo un gesto al noble—. Entra. Por tu aspecto, diría que no te vendría mal comer algo.

Condujo a Malus y Hauclir al interior de los oscuros corredores del cuerpo de guardia, donde atravesaron habitaciones desiertas y pasillos flanqueados por barriles llenos de pesados virotes, hasta llegar a una sala larga llena de saeteras que daban al terreno de matanza de delante de la muralla. Alrededor de una docena de soldados druchii de aspecto cansado, tanto hombres como mujeres, miraban hacia el exterior con las ballestas a mano. Un brasero colocado en el centro de la cámara de techo bajo aportaba un poco de calor, y sobre una mesa cercana había un par de hogazas de pan, algunos trozos de queso y pescado seco, junto con media docena de jarras de cuero y varias botellas de vino.

—Servios —dijo Nuarc, que abarcó la mesa con un gesto.

Los soldados que estaban de guardia les lanzaron miradas de depredador a los dos intrusos a los que habían dado la bienvenida a su cubil, como si fueran una manada de perros que de pronto se viera obligada a compartir su carne. A Malus se le revolvió el estómago al ver la comida, pero Hauclir le hizo un respetuoso gesto de asentimiento al señor de la guerra, y se sirvió.

Nuarc vertió un poco de vino en una de las jarras, y bebió un pequeño sorbo.

—Las noticias de tus hazañas han estado propagándose entre los soldados. Primero, la incursión contra las máquinas de asedio, y ahora la batalla dentro del túnel. Estás convirtiéndote rápidamente en el héroe del momento.

Malus soltó un bufido desdeñoso.

—No importa el hecho de que la batalla del túnel no habría tenido lugar si yo no me hubiera dejado engañar por la estratagema de Nagaira —gruñó—. Si esos pobres necios me creen un héroe, la situación es realmente desesperada.

Hauclir rió entre dientes, con un bocado de pescado seco en la boca, pero Nuarc clavó la mirada en el fondo de la jarra de vino y frunció el ceño. Malus captó el gesto y se puso serio de inmediato.

—¿Están muy mal las cosas?

—A estas alturas apenas si podemos resistir —replicó Nuarc con gravedad—. Hasta donde somos capaces de calcular, perdimos algo más de un tercio de los soldados en la debacle de la muralla exterior,y los que quedan están agotados. No nos faltan comida ni armas, pero los constantes ataques han hecho mella. Si tuviéramos otro día de ataques como el de ayer, podríamos perder la muralla interior hacia media tarde.

Esa revelación dejó pasmado a Malus.

—¿Qué se sabe de los refuerzos de Har Ganeth y Karond Kar?

Nuarc sacudió la cabeza con expresión grave.

—No hemos sabido nada. A estas alturas, dudo de que lleguen a tiempo, si es que llegan.

—¿Y qué me dices de esos malditos señores que están en la Torre Negra? —gruñó el noble, que comenzó a pasearse por la larga sala como un lobo enjaulado—. ¿Tienen algún intrépido plan para salvarnos del desastre?

Nuarc volvió a coger la botella de vino.

—He oído rumores —dijo—. ¿Estás seguro de que no quieres vino?

—¡Dioses, no!, mi señor —replicó Malus—. De ese vinagre he bebido bastante para que su efecto me dure algún tiempo.

El señor de la guerra se sirvió una buena cantidad.

—Hay indicios de que tu hermano, el vaulkhar, está contemplando un plan que acabará con el asedio de un plumazo.

Malus rió amargamente entre dientes.

—¿Planea llevar a la guarnición contra la horda del Caos?

Nuarc negó con la cabeza.

—Tiene intención de entregarte a Nagaira.

El escaso humor del noble se desvaneció del todo.

—No puedes hablar en serio.

—Ojalá fuera así —admitió Nuarc—. Pero avergonzaste a Isilvar y a los otros nobles delante del Rey Brujo y, lo que es peor, tus hazañas están ganándose la admiración de los soldados. Eso te hace muy peligroso, por lo que a ellos respecta.

—¡Malekith nunca permitirá algo semejante!

El señor de la guerra se encogió de hombros.

—He servido a Malekith durante más de trescientos años, muchacho, y no soy capaz de decir qué permitirá y qué no. Para mí resulta evidente que está poniendo a prueba a Isilvar y a los otros señores, pero no puedo ni comenzar a deducir con qué finalidad. El caso es que también ellos empiezan a darse cuenta de esto, y los pone nerviosos. Desean que el asedio acabe, y darle a Nagaira lo que quiere es la forma más rápida y fácil de lograrlo.

—Si Isilvar cree eso de verdad, es un estúpido aún mayor de lo que yo imaginaba —dijo Malus, desgarrado entre la cólera asesina y el frío pánico—. Si Nagaira cree que puede tomar la Torre Negra y humillar al Rey Brujo en el proceso, no vacilará en hacerlo.

Nuarc hizo una mueca.

—Temía que fueras a decir algo así —replicó—. Entonces, será mejor que busquemos otra manera de poner fin al asedio antes de que Isilvar y los otros señores decidan hacerse cargo de las cosas.

Malus enseñó los dientes al hacer una mueca de frustración.

—Creo que tomaré un poco de ese vino, después de todo —dijo.

En ese momento, les llegó del norte un retumbo que sacudió la tierra e hizo que la mesa de roble crujiera y las botellas de vino se bambolearan y tintinearan al chocar unas contra otras. Un extraño restallido desgarró el aire, como el sonido de un martillo contra cristal. Los druchii que se encontraban ante las saeteras se pusieron repentinamente alerta, y uno de ellos se volvió hacia Nuarc con una expresión asustada en la cara.

—Será mejor que vengas a ver esto, mi señor —dijo—. Sea lo que sea, no puede ser bueno.

Nuarc y Malus se precipitaron hacia las saeteras y empujaron con un hombro a algunos druchii de ojos desorbitados. La expresión del viejo señor de la guerra se tornó ceñuda.

—Condenación —siseó.

En el exterior, más allá de la lejana curva de la muralla, una enorme columna de arremolinado humo se alzaba hacia el cielo frío y despejado. Se veían verdes cintas de rayos a través del humo, y aunque se encontraba a casi diez kilómetros de distancia, Malus percibía los vientos de la magia, que le causaban oleadas de cosquilleo en la piel. Mientras observaba, la columna de magia negra se levantó más de trescientos metros y propagó sus energías por el cielo. La negrura se extendió desde la columna como un turbulento charco tan negro como la tinta,
y
un terrible sudario cayó sobre la tierra desgarrada por la guerra. Más truenos resonaron bajo el contaminado cielo, y una repentina ráfaga de viento frío y húmedo golpeó la muralla interior.


Condenación
es la palabra correcta —dijo Malus—. No me gusta nada el aspecto de eso.

Nuarc se volvió hacia uno de los guerreros.

—Que suene la llamada a los puestos de combate —ordenó—. A menos que me equivoque, el enemigo está a punto de golpear con fuerza.

El guerrero asintió, con la cara blanca de miedo, y salió corriendo de la sala.

El viento arreció, y canturreó como un espectro al pasar por las saeteras e inundar las fosas nasales de los druchii con el olor de la tierra húmeda. Por el negro cielo de lo alto destellaban rayos verdes que se reflejaban en las espadas y los escudos de los hombres bestia y los bárbaros que empezaban a avanzar poco a poco por las estrechas calles hacia el terreno de matanza en que se había convertido el espacio de delante de la fortaleza interior. El trueno resonaba en lo alto, y gruesas gotas de grasienta lluvia comenzaron a caer sobre las almenas. Por encima de ellos, en el tejado del cuerpo de guardia, empezaron a gemir los cuernos, cuyas notas casi se perdieron en el viento, cada vez más fuerte.

En cuestión de segundos la lluvia se convirtió en aguacero coloreado de verde por los constantes destellos de los rayos. Un aire frío entraba por las saeteras; los guerreros druchii retrocedieron con una maldición, presas de arcadas debido a un abrumador hedor a podredumbre. Malus también maldijo, pero por una razón completamente distinta. Un momento antes podía ver con claridad al ejército del Caos que se reunía para volver a atacar, pero ahora quedaban completamente oculto por cortinas de aceitosa lluvia. A esas alturas podrían encontrarse a pocos metros de la muralla.

El noble se volvió a mirar a Nuarc.

—¿Intercederán Morathi y sus brujas contra esta espantosa lluvia? ¡Esto podría costamos la muralla interior si no podemos ver a los enemigos hasta que estén de pie sobre las almenas!

Nuarc negó con la cabeza, impotente.

—Ella es aún más difícil de prever que su hijo. Si Malekith le ordena que lo haga, tal vez lo hará.

—¡En ese caso, tienes que volver a la ciudadela y hablar con el Rey Brujo!

El noble se volvió hacia Hauclir, que estaba ocupado en meterse en las mangas del ropón paquetes de comida y una botella de vino.

—Hauclir, deja eso y escolta a Nuarc de vuelta a la Torre Negra. ¡Deprisa!

El antiguo capitán de la guardia cruzó rápidamente los brazos, con lo que hizo desaparecer la comida y el vino robados.

—Como desees, mi señor —refunfuñó.

Nuarc dio rápidamente una serie de órdenes a los guerreros, y llamó por su nombre a media docena para que lo acompañaran de vuelta a la ciudadela. Malus aprovechó la oportunidad para reunirse con Hauclir y conducirlo a la puerta de la sala, fuera del alcance auditivo de los demás.

—Podríamos tener que hacer algo drástico en las próximas horas si los dos pretendemos conseguir lo que queremos de Nagaira.

—¿Drástico? ¿Cómo qué? —susurró Hauclir.

—¿Sinceramente? No tengo ni la más remota idea —replicó Malus, que logró dedicarle una sonrisa de canalla—. Igual que en los viejos tiempos, ¿eh?

Hauclir hizo una mueca de dolor.

—¿Viejos tiempos? ¿Aquellos en los que casi acabamos ahogados, quemados o devorados por demonios?

Malus miró con ferocidad a su antiguo guardia personal.

—Pero, vamos a ver, ¿qué me dices de todos los buenos momentos?

—Esos fueron los buenos momentos.

El noble se tragó una contestación al aproximarse Nuarc y sus escoltas.

—Haz el favor de volver aquí lo más rápidamente posible, condenado canalla —dijo en voz baja.

Malus siguió al pequeño grupo hasta la parte posterior del cuerpo de guardia, y los dejó ante una escalera de caracol que los llevaría hasta una puerta de hierro que se abría junto a la entrada de la muralla interior. Luego, desenvainó las espadas gemelas y se encaminó hacia las almenas.

Momentos más tarde llegó a la salida que daba a lo alto de la muralla y vio que la pesada puerta de roble se estremecía, abofeteada por el aullante viento. Desde el otro lado le llegaban, apagados, gritos y alaridos. El noble reunió valor, abrió la temblorosa puerta... y se encontró al borde del infierno.

Los guerreros druchii se tambaleaban bajo el embate del maloliente viento y la asquerosa lluvia,y muchos estaban acuclillados y apoyaban la parte superior del yelmo contra las almenas para protegerse un poco de la monstruosa tormenta. Tridentes de rayos verdes desgarraban el cielo, aparentemente lo bastante cercanos como para tocarlos. Malus vio semblantes pálidos iluminados por un terror absoluto, y oyó gritos de miedo que sonaban arriba y abajo por toda la línea de lanceros que luchaban. Para su horror, el noble contó casi media docena de escalerillas que ya asomaban por encima del borde de la muralla, y cuyos largueros de madera temblaban al ritmo de centenares de pies que ascendían.

A menos de veinte metros había media docena de guerreros que forcejeaban con una figura que estaba tumbada sobre el parapeto de piedra. Malus oyó gritos de enojo y furia, y vio que una larga daga descendía una y otra vez sobre la figura yacente. Una cólera negra ascendió, hirviendo, desde su corazón.

—¡Levantaos y enfrentaos con el enemigo! —rugió en medio del aullante viento.

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