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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (35 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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—Sólo un poquitín —asintió Hauclir.

—Creo que me vendría bien un poco más —dijo Malus, y atravesó con paso tambaleante la entrada a sus aposentos.

Las puertas del balcón estaban abiertas otra vez y dejaban pasar un largo rectángulo de pálida luz solar que se extendía hasta la mitad de la habitación. Al arrastrar los pies, golpeó botellas oscuras que se deslizaron, rodando y tintineando por el suelo.

—Por los Dioses del Inframundo, Hauclir —maldijo el noble mientras contemplaba la batería de botellas vacías—. ¿Cuánto bebimos?

—¿Bebimos, mi señor?

No quedaba una sola botella que contuviera ni una gota de líquido útil en su interior. Cada vez más irritado, el noble avanzó dando traspiés hacia el balcón. Una terrible inquietud acechaba en el fondo de su mente, y no sabía bien por qué.

«O tal vez sería mejor decir que me está resultando difícil ser específico —pensó el noble con tristeza—. Bien sabe la Madre Oscura que ya hay suficientes cosas que me fastidian en este momento.»

Malus se apantalló los ojos con la mano izquierda y los entrecerró a la luz de la mañana. Un clamor sordo se alzó de la muralla interior, y desde su aventajado punto de observación vio que la horda del Caos estaba atacando la fortaleza interior. La vista lo colmó de aprensión por razones que no pudo explicar.

—¿Cuánto hace que dura ese ataque? —preguntó Malus.

—Comenzó justo al amanecer —replicó Hauclir al reunirse con él en el balcón—. Desde entonces, no han parado. —Miró al noble—. Es buena cosa que estemos aquí arriba, descansando y bebiendo vino, en lugar de ahí abajo, luchando —dijo con intención—. ¿No es cierto, mi señor?

—Vino —dijo el noble, pensativo—. Eso es. Ve a buscar otra botella, ¿quieres? Y algo de comer. Pan, queso, lo que puedas encontrar. Tengo que ponerme la armadura.

El antiguo guardia abrió la boca para protestar, pero lo dejó como causa perdida.

—Como quieras, mi señor —refunfuñó.

Malus encontró al señor Nuarc junto al cuerpo de guardia de la muralla interior. Daba órdenes a tres regimientos de lanceros a los que estaba dirigiendo contra las aparentemente interminables oleadas de guerreros del Caos. A pocos metros de la puerta había un ariete del que aún saltaban vacilantes llamas, rodeado por los carbonizados cuerpos de quienes lo habían llevado, y los guerreros druchii continuaban empujando largas escalerillas de asedio que eran apoyadas en la muralla por multitud de soldados enemigos. Las saetas de ballesta volaban por los aires como enjambres de moscas para rodear con oscuras nubes de muerte las escalerillas más cercanas al cuerpo de guardia. Una constante lluvia de cuerpos caía por ambos lados de la alta muralla, porque los bárbaros y hombres bestia morían sobre las almenas o los atravesaban las flechas cuando se encontraban en las escaleras de seis metros de altura.

Cuando el noble llegó a las almenas, numerosas cabezas se volvieron a mirarlo. Los lanceros de Hag Graef y el Arca Negra alzaron sus armas para saludarlo mientras pasaba, y una aclamación intermitente los siguió a él y a Hauclir hasta que llegaron al cuerpo de guardia propiamente dicho.

La temeraria incursión contra las catapultas que ahora no eran más que un trío de estructuras carbonizadas que descansaban en la plaza del norte había convertido a Malus y a los mercenarios en héroes de la noche a la mañana. Era una victoria pequeña dentro del gran esquema de los acontecimientos, pero era la primera para los cansados defensores, que la celebraban como sólo podían hacerlo los soldados desesperados.

Incluso la habitual mirada feroz de Nuarc estaba templada por una módica dosis de respeto cuando el noble se reunió con él en lo alto del cuerpo de guardia.

—Creo haberte dicho que durmieras un poco —le gritó el señor de la guerra por encima del estruendo.

—Lo he intentado, pero hacéis demasiado ruido aquí abajo —le respondió el noble, también a gritos—. Supongo que no podríais bajar un poco el volumen.

Nuarc rió.

—No puedo hacer nada si esos bastardos no quieren morir calladitos —replicó.

Malus negó con la cabeza y estudió la batalla que se libraba a lo largo de las murallas.

—¿Está muy mal la cosa? —preguntó.

—De hecho, las cosas nos van bien hasta ahora —replicó Nuarc—. Proporcionalmente, aquí tenemos el doble de los soldados que teníamos en la muralla exterior, y además es más alta y más difícil de escalar. Además, los ataques enemigos son feroces, pero esta vez carecen de coordinación. Creo que tenéis que haber agitado algo cuando destruísteis esas máquinas de asedio, anoche.

—¿Agitado algo? —repitió el noble, pensativo, mientras dirigía la mirada hacia el destrozo de la plaza—. ¿No ha habido ninguna señal de Nagaira ni de su paladín?

—Ni la más mínima —dijo el señor de la guerra—. No sé por qué, pero hace mucho que aprendí a no cuestionar la buena suerte cuando se me presenta.

Pero cuanto más lo pensaba Malus, más inquieto se sentía.

—¿Sucede algo malo, mi señor? —inquirió Hauclir.

—No lo sé —respondió Malus—. Espera..., no. Algo no está bien. Es sólo que no logro determinar de qué se trata.

Hauclir observó la actividad en lo alto de las murallas y se encogió de hombros.

—Desde aquí arriba todo parece estar en su sitio.

—Eso es parte del problema —le aseguró Malus—. Nuarc piensa que anoche agitamos algo cuando atacamos las catapultas, pero yo no soy de la misma opinión. Estaban esperando una incursión, y tenían soldados preparados para hacernos caer en una emboscada.

El antiguo capitán de la guardia lo pensó.

—Tendieron la trampa, y nosotros la hicimos estallar en su cara. Eso bastaría para agitar a cualquiera, ¿no te parece?

Una chispa de comprensión se encendió en la mente de Malus.

—Las catapultas eran una carnada —dijo, mientras una expresión de pavor le invadía el rostro.

El ceño fruncido de Hauclir se ahondó.

—Supongo que sí —dijo— pero nosotros estropeamos la trampa.

—¡No! —gritó Malus—. No me refiero a eso. Sabían que no teníamos más alternativa que la de atacar las catapultas. ¡De hecho, contaban con que lo hiciéramos!

—¿Con qué propósito?

—¿Con cuál crees tú? Ahora saben que tenemos otro medio para salir del castillo.

Hauclir se quedó boquiabierto.

—Y si nosotros podemos salir, ellos pueden entrar. Dioses del Inframundo, mi señor. ¿Es posible que sean tan inteligentes?

—Es de Nagaira de quien estamos hablando. Por supuesto que pueden ser tan inteligentes —gruñó Malus.

De repente, su sueño adquirió una espantosa claridad que hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal.

—Vamos.

—¿Adonde vamos? —preguntó Hauclir, aunque el tono de su voz sugería que ya conocía la respuesta.

—A reunir a tus mercenarios y ver hasta qué punto es inteligente mi hermana —replicó el noble.

La entrada del largo túnel se encontraba en las entrañas de la propia Torre Negra, en el mismo nivel que las gigantescas cisternas de la fortaleza. Con una media docena de lámparas de luz bruja atadas al extremo de largas pértigas finas, Malus, Hauclir y la totalidad de los treinta mercenarios atravesaron apresuradamente las cavernosas cámaras abovedadas y pasaron ante depósitos de piedra en forma de cuenco que contenían las reservas de agua de la ciudad. Llevaban las armas preparadas y dirigían miradas desconfiadas hacia todos los umbríos rincones ante los que pasaban. Malus abría la marcha, temeroso de que llegaran ya demasiado tarde.

—Aun suponiendo que tu teoría sea correcta —dijo Hauclir sin aliento—, las bestias tendrán que encontrar la entrada del túnel, y sé con certeza que no nos siguieron.

—No necesitan vernos para poder seguirnos —replicó Malus, ceñudo—. Podrían haber enviado mastines u hombres bestia tras nuestro rastro. Tenemos suerte de que aún no hayan encontrado la entrada a la fortaleza.

—Supongo que ninguno de vosotros —intervino Bolsillos, que avanzaba a paso ligero detrás de los dos druchii—, habrá traído más de esas terribles esferitas, ¿verdad?

Malus negó con la cabeza.

—Ya nos quedan bastante pocas, y si intentáramos usar una dentro del túnel, consumiría los soportes de madera y se nos derrumbaría todo encima de la cabeza. Y no quiero cortar nuestra única vía de escape a menos que sea absolutamente necesario.

El druchii fue a paso ligero hasta un nicho oscuro que había al otro lado de la red de cisternas. Allí, algo apartada del resto de contenedores de almacenamiento, había una tapa de madera, circular, parecida a las que cerraban las auténticas cisternas de la torre. Siguiendo instrucciones de Malus, dos de los mercenarios apartaron la tapa a un lado y dejaron a la vista una escalera de caracol que se adentraba en la oscuridad.

—Ballestas por delante —ordenó Hauclir, y luego el antiguo capitán de la guardia se volvió a mirar a Diez Pulgares—. Tú te quedas aquí arriba —dijo—. Si oyes ruido de lucha, sales fuera a la máxima velocidad que puedas y traes refuerzos. No me importa a quiénes traigas.

—Sí, capitán —replicó el joven ladrón con los ojos desorbitados de miedo.

Malus le quitó de las manos la ballesta a un mercenario que tenía cerca, y la cargó con rapidez. Cortador se aclaró la garganta antes de hablar.

—Deberíamos apagar las luces —dijo.

Los mercenarios intercambiaron miradas ansiosas. Bolsillos frunció el ceño.

—¿Quieres bajar ahí a ciegas?

—Es mejor bajar a oscuras que iluminados como la aurora —replicó el asesino—. Si esos animales han encontrado la entrada, es probable que lleven antorchas, cosa que nos ofrecerá blancos fáciles.

El noble vio de inmediato que era una medida prudente.

—Haced lo que él dice —ordenó.

Cuando todas las luces fueron extinguidas, el pequeño destacamento de guerreros fue engullido por la oscuridad.

—Los dos que tengan lámparas y estén situados más atrás las llevarán consigo —dijo—. El resto, dejadlas a un lado. Cuando pida luz, vosotros dos encenderéis las lámparas, ¿entendido?

De la parte posterior del grupo ascendieron murmullos de asentimiento. Malus hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras sentía que el corazón le latía violentamente dentro del pecho.

—Muy bien, vamos.

Descendieron por completo a ciegas por la escalera de caracol, arrastrando los pies al bajar un somero escalón por vez. Los hombres tropezaban unos contra otros, susurraban maldiciones, y de vez en cuando la punta de una vaina o espada tintineaba contra la piedra. El aire se hacía lentamente más frío y húmedo. Malus mantenía la ballesta apuntando hacia delante, y escuchaba con atención por si percibía el más leve sonido de pasos que fueran a su encuentro.

Al fin, Malus sintió que una de sus botas raspaba contra la tierra. Un leve movimiento de aire frío le acarició una mejilla, y él se estremeció al recordar el sueño que había tenido hacía poco menos de una hora. Los corsarios se situaron a ambos lados de él, arrastrando los pies.

—¡Chss! —les chistó apenas lo bastante sonoramente como para que lo oyeran los finos oídos de los druchii—. Avanzaremos lentamente unos cuantos metros y nos detendremos. Estad atentos a mi señal. —Gruñidos quedos acusaron recibo a ambos lados y detrás de él.

Se movieron con lentitud por el largo túnel, cuidando de hacer el menor ruido posible. La negrura era total; infinita. Los mercenarios no podían oír nada más que el sonido de su propia respiración, que pasaba a través de los dientes apretados.

—Alto —susurró finalmente, cuando Malus calculó que casi todos los soldados habían llegado al pie de la escalera—. Fila delantera, arrodillaos.

El y los dos mercenarios que tenía a los lados hincaron lentamente una rodilla en tierra, con las ballestas sujetas con fuerza. Miraron hacia la negrura abismal y atendieron para percibir el más ligero sonido que indicara que se acercaba un enemigo.

Pasaron unos minutos. Malus no veía ni rastro de luz en la oscuridad, ni oía el más leve sonido de movimiento. En el aire había una tensión inconfundible, pero sus propios soldados muy bien podrían ser el origen de eso.

El tiempo pasaba lentamente. Los guerreros se removían con incomodidad, lo que provocaba chistidos de advertencia por parte de Hauclir. Malus enseñó los dientes. Estaban ahí fuera. Tenía la certeza de que era así.

El guerrero situado inmediatamente detrás de Malus se inclinó para susurrar al oído del noble.

—Mensaje de Hauclir. Quiere saber si debemos avanzar más por el túnel.

—No —susurró el noble—. El enemigo tendrá que venir hacia nosotros, y aquí estamos mejor situados...

Se quedó inmóvil. ¿Ese sonido era de un pie que había raspado suavemente, más adelante? Malus escuchaba, sin atreverse a respirar. Otro sonido; tal vez un leve tintinear de una hebilla o cadena. O quizá era su imaginación, alimentada por la tensión y la absoluta oscuridad.

Malus meditó la situación y tomó una decisión. Alzó la ballesta hasta el hombro, apuntó a la altura de la cintura y disparó.

El ruido de la cuerda de la ballesta fue lo bastante fuerte como para sobresaltar a los guerreros que estaban detrás de Malus, pero ni remotamente tanto como el alarido de dolor que desgarró la oscuridad, procedente de más adelante.

—¡Ambas filas! ¡Abrid fuego! —ordenó Malus, mientras recargaba con rapidez el arma.

Restallaron más cuerdas de ballesta, y las pesadas saetas se clavaron en escudos o resbalaron sobre armaduras de acero de las que arrancaron brillantes chispas azules. Algunas alcanzaron la carne, lo que provocó más escalofriantes alaridos, y luego el túnel resonó con el tronar de pies que corrían cuando los guerreros del Caos iniciaron la carga.

En los estrechos confines del túnel reverberaron los frenéticos alaridos y blasfemos gritos de guerra. Parecía que un millar de guerreros se lanzaban contra Malus y su pequeño destacamento. En medio de la locura de los gritos y alaridos que resonaban a su alrededor, no había manera de saber a qué distancia estaban.

—¡Continuad disparando! —gritó en medio del estruendo—. Apuntad bajo. ¡No podrán llegar hasta nosotros si bloqueamos el túnel con sus cuerpos!

Disparar. Recargar. Disparar. Durante casi un minuto, los brazos de Malus se movieron a un ritmo mortífero, accionando la palanca de recarga de la ballesta de repetición y disparando hacia la oscuridad. Los bárbaros gritaban y tropezaban con estruendo de malla metálica y escudos ribeteados de acero. El penetrante olor de la sangre y los intestinos que se vaciaban vició el aire del túnel.

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