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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (47 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Malus invocó su furia, se puso trabajosamente de pie y cargó hacia el otro lado de la plaza. Ella lo vio en el último momento, y con una sola palabra hizo que otro rayo de fuego negro lo atravesara. El noble dio un traspié al sentir que se le fundían las entrañas, pero la Espada de Disformidad lo sostuvo y lo impulsó a continuar. Malus alzó la ardiente arma y la clavó profundamente en el pecho de Nagaira.

Ella aulló y se retorció, ensartada por la espada, y su forma sobrenatural siseó y crepitó al contacto con el arma. Pero continuó enviando los zarcillos hacia el cielo, en busca del Rey Brujo.

—¡No puedes matarme! —gritó—. ¡Los mismísimos Dioses Oscuros me colman de su poder!

Malus escupió un sorbo de icor sobre el rostro de su hermana.

—Y no aprueban el fracaso —replicó él, y retorció la espada dentro del cuerpo de ella.

Nagaira volvió a gritar, y los humosos zarcillos vacilaron cuando estaban a poca distancia de su objetivo. Su cuerpo se tornó gris una vez más. Farfullando de furia, siseó una letanía de maldiciones e invocó a los dioses para pedirles más poder. Pero ya había recibido demasiado, y la paciencia de los inconstantes Dioses del Caos se había agotado.

Como serpientes, los zarcillos se volvieron en busca de una presa más fácil. Se precipitaron como flechas y se hundieron en el cráneo de Nagaira.

Malus se alejó de su hermana, llevándose consigo la espada ardiente.

Mientras la observaba, vio que rostros demoníacos tomaban forma sobre su cuerpo, y movían coléricamente la boca al devorar a su hermana desde el interior. Sin dejar de gritar, se encogió en el aire, ante sus ojos.

Lo último que desapareció fueron los ojos. Nagaira posó sobre Malus una feroz mirada de puro odio. Luego, desapareció con una terrible detonación parecida a un trueno.

—Disfruta del favor de los dioses, querida hermana —dijo Malus con voz tétrica.

Y entonces, como un viento negro, Lhunara cayó sobre él.

No la oyó acercarse. Sólo lo salvó la Espada de Disformidad, que pareció girar en la mano de él y alzarse hacia el cielo justo en el momento en que las espadas manchadas de sangre de Lhunara se precipitaban hacia su garganta. El cuerpo de Malus se movió sin que pensara en ello, y apartó de un golpe las espadas gemelas en medio de una lluvia de chispas.

No había tiempo para el miedo, las maldiciones o las estratagemas inteligentes. Cayó sobre él como una tormenta, y Malus apenas logró sobrevivir.

El relumbrante ojo de ella brillaba funestamente en las profundidades del yelmo, mientras hacía retroceder a Malus por la plaza. La Espada de Disformidad, difuminada a causa de la velocidad a que lo movía, paraba cada uno de los tajos de ella con un resonante choque que apenas lograba mantener la muerte a distancia. Ya sangraba por una veintena de cortes superficiales que le había hecho en la cara y el cuello.

Pasado un largo momento, Malus recuperó los sentidos ante el enloquecido ataque de Lhunara.

Ella no decía ni una palabra, y se limitaba a dirigirle tajos y estocadas con una urgencia nacida de la desesperación y la locura. Mientras que de Nagaira habían emanado furia y poder, la antigua subalterna de Malus estaba impulsada sólo por el amargo dolor y la desesperación. Ahora Malus percibió que ella sabía que la oportunidad de vengarse se le escapaba de las manos.

La urgencia la volvió descuidada. Lhunara dirigió un tajo hacia el cuello de Malus, y él se agachó para dejar pasar el golpe por encima de su cabeza y abrirle un tajo en el vientre. La espada cortó la armadura de ella como si fuera de papel, y los bordes se fundieron a causa del calor de la espada. Manó icor de la herida, y ella gimió..., pero continuó luchando.

La visión dejó a Malus pasmado. «No puedo matarla —pensó—. ¡Ni siquiera puede matarla la Espada de Disformidad!»

Lhunara saltó hacia el noble, y él plantó los pies en el suelo, bloqueó las espadas gemelas y detuvo la acometida de ella, que quedó casi nariz con nariz con él. Olió el fétido aliento de Lhunara y vio cicatrices de quemaduras que le recorrían la garganta en pálidas líneas.

Dentro de las profundidades del yelmo, Malus vio el pómulo deformado que se había partido bajo el golpe de Nagaira.

De repente, lo comprendió. Ninguna espada podía matar al portador del Amuleto de Vaurog.

Sabía qué tenía que hacer. Apretó los dientes y soltó la ardiente espada.

De inmediato, el poder de Tz'arkan fluyó por su cuerpo, llenándolo de fuerza y causándole un dolor espantoso. Rugiendo de dolor, apoyó las manos a los lados del yelmo de Lhunara y apretó. Al tenerla cara a cara, la oyó gritar cuando el acero se deformó y hundió. Intentó soltarse, pero no había espacio para que pudiera asestarle un golpe al noble, y la fuerza del demonio era irresistible. Malus sintió que el poder de Tz'arkan aumentaba, y se preguntó de cuánto tiempo disponía antes de que el demonio volviera a hacerse con el control.

Lhunara gimió. Su cuerpo sufrió un espasmo y se le partió el cráneo. Negro icor salió disparado y mojó la cara del noble.

Ella inspiró entrecortadamente.

—Te... amo —siseó. Las palabras sonaron como una maldición.

—Lo sé —dijo Malus, y aplastó del todo el yelmo.

El cuerpo decapitado de Lhunara se desplomó en el suelo. Los rayos destellaron en la superficie de oro rojo del Amuleto de Vaurog cuando se apartó, rodando, del cuerpo de ella.

Malus se inclinó rápidamente y recogió la Espada de Disformidad.

Por un momento, temió que el demonio se resistiera; los dedos le temblaron, pero, con un esfuerzo de voluntad, los cerró sobre la empuñadura y sintió cómo el fuego de la espada mantenía a raya al enfurecido demonio. Luego, recogió el amuleto y se lo puso alrededor del cuello.

Malus alzó la cara hacia el cielo para buscar al Rey Brujo.
Seraphon
pasaba en vuelo rasante por encima de las almenas de la muralla interior, de donde recogía hombres bestia y los arrojaba hacia la muerte. Muchos más bajaban precipitadamente por las escalerillas de asedio, intentando escapar de la trampa mortal en que se había transformado el complejo interior. Ya se veían figuras fugitivas que corrían a toda velocidad por la oscuridad de ambos lados de la plaza. El asedio había acabado, por fin.

Malus quería rugirles su triunfo a los cielos, pero entonces vio a una figura solitaria que entraba, cojeando, en la plaza. La Espada de Disformidad dio un respingo entre sus dedos, pero entonces se dio cuenta de quién era. Maldiciendo por lo bajo, echó a correr por la zona atestada de cadáveres justo cuando Hauclir se desplomaba sobre los adoquines.

Habían desaparecido su corta espada y su fiable garrote, y llevaba la cota de malla empapada de sangre. Lhunara le había clavado no una, sino dos estocadas en el pecho. Tenía la piel pálida y respiraba con jadeos superficiales. Parpadeó con aturdimiento cuando Malus se detuvo junto a él.

—Creo..., creo que hemos fracasado, mi señor —dijo.

—No —replicó Malus con amargura—. Lo has hecho bien, condenado canalla.

—La contuvimos tanto como pudimos —dijo Hauclir—. La maldita era rápida. Primero se cargó a Cortador, luego a Diez Pulgares. Después me hirió a mí. No sé qué ha sucedido con Bolsillos. Cuando recuperé el conocimiento, ella y esa perra habían desaparecido.

—Estoy seguro de que logró escapar —dijo Malus, aunque no creía ni una sola de esas palabras—. Descansa tranquilo. Los soldados llegarán en cualquier momento, y te llevaremos a los sanadores.

Hauclir alzó la mirada hacia Malus.

—Esa debe ser, más o menos, la peor mentira que has dicho jamás —comentó—. Vas a abandonarme. Puedo verlo en tus ojos.

Malus reprimió el enojo.

—Tengo que irme, Hauclir —dijo con voz suave—. Me he quedado sin tiempo.

De repente, la cara de Hauclir adoptó una expresión solemne.

—Lo sé —dijo—. Yo también. —Entonces, apartó la cara y cerró los ojos.

Malus contempló durante un largo momento a su antiguo guardia, y después apartó lentamente los ojos. La amargura le ardía en las entrañas como un carbón encendido. No había nada que pudiera hacer. La terrible advertencia del demonio aún resonaba en su mente:

—Va a tener que hacer correr a ese nauglir suyo hasta matarlo con el fin de llegar a tiempo al templo.

Se dio cuenta de que tal vez ya era demasiado tarde para recuperar su alma.

«Y ahora estoy echando por la borda también el último de mis honores», pensó.

Tras avanzar una docena de pasos, se detuvo en seco. Lentamente, devolvió la Espada de Disformidad a la vaina. Al apartarse de su calor, notó que la fuerza del demonio regresaba con lentitud.

—Condéname al infierno —murmuró Malus, y luego dio media vuelta y regresó junto a Hauclir.

Con los dientes apretados, se arrodilló junto a su antiguo guardia y abrió la hebilla del cinturón de la espada. Dejó el arma a un lado con rapidez, y el poder del demonio lo inundó.

Malus bajó los ojos hacia sus manos manchadas de icor, y las posó sobre las heridas de Hauclir.

—Levántate, maldito seas —gruñó el noble—. ¿Me has oído, condenado canalla? ¡Levántate! ¡Después de haberme incordiado durante casi un año, que me condenen si voy a dejar que ahora te me mueras!

El pavor inundó al noble, pero concentró su voluntad e invocó el poder de Tz'arkan para intentar que entrara en las heridas de Hauclir.

El antiguo guardia inspiró convulsivamente y se puso a toser. Malus se apartó del cuerpo del druchii, y vio que las heridas se cubrían de una negra costra mate.

Malus logró dedicarle una sonrisa nerviosa.

—Ahí tienes tu recompensa. Ya me darás las gracias después —dijo, y se lanzó hacia la seguridad de la Espada de Disformidad.

Se desplomó a apenas quince centímetros de distancia. En medio del salto, el demonio lo había atrapado con un puño invisible y había detenido su vuelo. Cayó con fuerza, con los dedos extendidos, pero la salvación quedaba justo fuera de su alcance.

Lo recorrió un dolor atroz cuando Tz'arkan se hinchó dentro de su cerebro. Era un dolor que aumentaba y disminuía, penetrando como una hoja afilada en su corazón y su mente.

—Reza para que tu precioso honor te socorra durante el largo viaje que emprenderás —siseó el demonio, triunfante. Y el mundo se disolvió en una niebla de locura y dolor.

25. El fin de los tiempos

Desiertos del Caos, primera semana del invierno

El polvo de los antiguos señores de la guerra se deslizó de las manos de Malus Darkblade, completando el último segmento del círculo arcano que rodeaba la gigantesca prisión de cristal del demonio. Había pasado casi una hora desde que había comenzado; le palpitaba el cráneo con los blasfemos conocimientos del demonio, y las extremidades le dolían a causa del esfuerzo. Había medido sus pasos con un cuidado milimétrico para dar forma a los símbolos mágicos de modo tan preciso como podía. Ahora la gran urna estaba vacía, y la complicada protección casi acabada.

Cuando el hueso pulverizado corrió entre sus dedos, dejó que los últimos momentos de su vida escaparan junto con él. Cayó de su mano en un reguero de inevitabilidad provocado por la implacable voluntad del demonio. A medida que el círculo brujo tomaba forma a su alrededor, Malus vislumbró la vasta madeja de intrigas y hechos sangrientos forjados por el demonio a lo largo de los milenios, y todos conducían a esos momentos finales. Habían surgido y desaparecido imperios; brujos y reyes habían ascendido a la gloria y luego habían sido pisoteados en el polvo, y miles, quizá millones de vidas habían sido extinguidas, todo con el fin de que él pudiera encontrarse en esta cámara, a esta hora, vertiendo los pulverizados huesos de los conquistadores sobre el suelo de piedra.

Vio lo que deparaba el futuro. En los incendios de Hag Graef, en las calles tintadas de sangre de Har Ganeth y en el horrendo asedio de la Torre Negra, Tz'arkan le había mostrado atisbos del mundo venidero. Se avecinaba una era de oscuridad y destrucción. El demonio caminaría entre los druchii haciéndose pasar por el Azote, y los convertiría en un arma que ahogaría el mundo en sangre.

Malus bajó los ojos hacia los últimos hilos de fino polvo que caían de su mano. «Todos somos simplemente polvo a los ojos de los dioses», pensó, sorprendido por no sentir furia alguna al darse cuenta de esto. Lo había abandonado todo ardor. Tenía el corazón frío y pesado como una piedra.

Se había agotado el tiempo. Todos sus planes secretos habían quedado en nada. Tz'arkan había dispuesto de milenios para tender sus redes, probar las hebras y tensarlas. A él ya no le quedaba otra alternativa que dar los últimos pasos que le restaban.

Era hora de que Tz'arkan se alzara de su prisión antigua, y era hora de que Malus Darkblade muriera.

Las últimas motas de polvo se deslizaron de sus dedos y cayeron sobre el sitio preciso para cerrar el vasto círculo intrincado. El noble percibió un temblor en el aire, como si la última pieza de un terrible rompecabezas cósmico hubiera encajado finalmente en su sitio.

—Eso es —siseó el demonio. Empujó contra los huesos de Malus como una bestia empuja los barrotes de su celda—. Ahora, la tablilla. Lee el encantamiento que tiene escrito. ¡Deprisa!

Pisando con cuidado, Malus salió del círculo y ocupó su lugar al pie de la poderosa protección. Los sirvientes del templo se levantaron como uno solo y se acercaron a las cinco reliquias que aguardaban en las proximidades. Los cuerpos antiguos crujieron y rechinaron a causa del esfuerzo cuando los muertos vivientes recogieron los artefactos y los dispusieron alrededor del círculo, para luego arrodillarse junto a ellos. El último que colocaron fue la propia Espada de Disformidad. El sirviente antiguo la dejó casi a los pies de Malus.

Lo siguiente de lo que se dio cuenta fue que el sirviente que llevaba la tablilla de piedra estaba arrodillado junto a él, con las manos alzadas en gesto de súplica. Como en un sueño, Malus bajó una mano y tomó la tablilla que le presentaba el muerto viviente. Se volvió hacia el pedestal cercano y colocó la tablilla sobre él. Una escritura más antigua que Naggaroth, tal vez más antigua que el propio mundo, grabó a fuego sus angulosas líneas en el cerebro de Malus. El blasfemo encantamiento no tenía ningún sentido para el noble, pero las extrañas consonantes eran pronunciadas con facilidad por sus labios gracias a la brutal tutela del demonio.

Las palabras le quemaban los labios y le herían la garganta, pero cuanto más las pronunciaba, con más facilidad salían por su boca. Crepitantes energías inundaron la vasta cámara de tesoros. Un viento caliente se arremolinó en torno al brillante cristal, tironeando del cabello de Malus y de las ropas antiguas de los sirvientes. El dolor atravesó el pecho de Malus, pero el noble no tenía aliento que pudiera emplear en torturados alaridos. En cambio, pronunciaba las palabras que tenía delante, desenmarañando las ataduras que habían sometido a Tz'arkan miles de años antes.

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