El señor de la destrucción (40 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: El señor de la destrucción
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Con las espadas en las manos, salió al parapeto sin hacer caso de las cortinas de agua maloliente que el viento le echaba sobre la cara y que penetraban por las rendijas de su armadura.

—¡Los guerreros de Naggaroth no se acobardan ante una tormenta! ¡Luchan o mueren! ¡Escoged!

Las cabezas se volvían a mirar a Malus cuando pasaba. Los rayos destellaban y le conferían a su rostro un aspecto demoníaco. Con lentitud pero sin vacilar, los lanceros del regimiento aferraron las armas y se pusieron de pie. Malus no sabía ni le importaba si lo hacían por honor, por vergüenza o por miedo a lo que él pudiera hacerles.

La pelea aún continuaba cuando Malus llegó hasta ella, y con un grito furioso se puso a patear a los lanceros que le asestaban puñetazos y puñaladas a la víctima. Se alzaron gritos de miedo en respuesta a sus coléricos golpes. Un druchii armado con un cuchillo incluso se volvió contra Malus durante un breve instante, con el arma manchada de sangre preparada para atacar, hasta que se dio cuenta de con quién se enfrentaba y retrocedió con un grito asustado.

Entonces, Malus pudo ver al guerrero que se debatía en el suelo. Cada destello de rayo revelaba espantosas heridas en el pecho, el vientre y las piernas del druchii, horribles tajos abiertos por cuchillo, espada y hacha. El guerrero rodeaba con las manos el cuello de otro lancero e intentaba acercar a la víctima que luchaba a sus desgarrados labios y rotos dientes manchados de sangre.

Malus reparó en la poca sangre que había alrededor del guerrero acuchillado, y entonces, un frío nudo de comprensión le heló las entrañas.

El druchii estaba muerto. Hacía horas que lo estaba.

Con un grito horrorizado, Malus descargó con ambas espadas tajos descendentes que cercenaron el brazo derecho del muerto viviente a la altura del codo y le rebanaron la mitad del cráneo. La criatura retrocedió y su víctima se soltó entre gritos, pero el muerto viviente intentó lanzarse otra vez hacia el guerrero, incluso mientras sus sesos caían sobre el parapeto de piedra. El noble avanzó rápidamente y decapitó a la criatura con un barrido de revés. Sólo entonces el desgraciado ser cayó sobre las piedras, sin vida.

El trueno rugió cerca de los oídos de Malus. Los guerreros gritaron de terror. Uno de los lanceros alzó la mirada hacia Malus, sangrando en abundancia por los profundos arañazos que tenía en una mejilla y el cuello. El noble lo reconoció como el soldado aterrado con el que había hablado apenas minutos antes.

—¡Es la lluvia, temido señor! —gritó por encima del viento—. ¡Cayó sobre la cara de Turhan y lo devolvió a la vida!

—¡Bendita Madre de la Noche! —susurró Malus, que de repente comprendió el plan de Nagaira.

Avanzó con rapidez hasta el borde interior del parapeto y bajó la mirada hacia las sombras profundas del pie de la muralla.

El rayo destelló en el cielo, y Malus entrevio movimiento en los montones de cadáveres desgarrados y destrozados, cientos, tal vez miles, que se desenredaban de las pilas que flanqueaban la avenida interior y avanzaban con paso tambaleante hacia la larga rampa que ascendía hasta las almenas.

La escena, hasta donde Malus podía ver, se repetía a lo largo de todas las secciones de la muralla interior. Las infernales brujerías de su hermana habían atrapado a los defensores entre dos ejércitos: uno de vivos y otro de muertos. «Y acabo de enviar a Hauclir y Nuarc al centro de esa pesadilla», pensó.

Comenzaron a sonar los cuernos a lo largo de toda la muralla. Malus no sabía si era un toque de alarma o de retirada. Era incapaz de empezar a pensar siquiera en cómo podía detenerse a tiempo semejante plaga de muertos vivientes; lo único que podía hacer era defender su zona de la muralla con los soldados y recursos que tenía bajo su mando.

Pensando con rapidez, Malus se volvió hacia el sangrante guerrero.

—¡Tú! ¿Cómo te llamas, lancero?

—Anuric, temido señor —tartamudeó el soldado.

—Ahora eres el sargento Anuric —le espetó Malus. Barrió el aire con la espada manchada de sangre para abarcar a los druchii que habían luchado contra el muerto viviente—. Llévate a estos soldados al cuerpo de guardia tan rápidamente como puedas. ¡Coged todos los proyectiles de aliento de dragón que podáis encontrar, y lanzadlos sobre la rampa! ¿Me has entendido?

El guerrero asintió con la cabeza.

—Entendido, temido señor.

—Entonces, ¿por qué continúas aquí de pie? ¡Vete! —gritó, y los guerreros corrieron a obedecer.

Alaridos y gritos de guerra que sonaron tanto arriba como abajo de la muralla indicaron que los primeros atacantes del Caos habían llegado a lo alto de las escalerillas. Mientras los lanceros iban a la carrera hacia el cuerpo de guardia, Malus dio media vuelta y corrió en sentido contrario para llegar a lo alto de la empinada rampa antes que los cadáveres ambulantes que arrastraban los pies.

Cada uno de los ocho lienzos de la muralla interior medía unos mil doscientos metros, pero ahora ése parecía extenderse varias leguas en la intermitente y caótica oscuridad. Malus resbalaba y daba traspiés sobre las aceitosas piedras, esquivando frenéticos combates entre vociferantes lanceros y aullantes bárbaros del Caos, y era abofeteado por feroces vientos que amenazaban con arrojarlo del parapeto hacia la masa de muertos vivientes que había más abajo. Las breves imágenes de frenética lucha desesperada se sucedían ante los ojos del noble al pasar corriendo. Un lancero caía con un hombre bestia desgarrándole la garganta, y por la boca del druchii manaba un torrente de sangre mientras clavaba su espada una y otra vez en el musculoso pecho de su atacante. Otro lancero gateaba a ciegas por las piedras del suelo del parapeto, chillando como un bebé, con la cara convertida en pulpa. Un par de lanceros aferraban por las trenzas a un bárbaro que estaba en lo alto de las almenas y lo arrojaban de cara contra el parapeto, donde uno de ellos se inclinaba y lo degollaba expertamente de oreja a oreja. El torrente de sangre tibia chapoteó contra los pies de Malus cuando pasó a la carrera.

Se encontraba a veinte metros de la rampa y veía que iba a perder la carrera. El primero de los muertos vivientes casi había llegado a la parte superior, y ninguno de los guerreros del extremo de la línea tenía la más remota idea de lo que se le aproximaba por detrás.

—¡Extremo de la línea! ¡Mirad detrás de vosotros! —gritó Malus a pleno pulmón, pero sus palabras prácticamente se perdieron en la rugiente tormenta y el torbellino de la batalla.

Gruñendo a causa de la frustración, Malus comenzó a gritar otra vez, pero una figura se le echó encima por detrás y lo derribó de cara sobre las piedras.

Malus oyó gruñir al hombre bestia justo por encima de su cabeza y sintió el caliente aliento fétido contra la nuca. Luego, recibió un fuerte golpe, y un dolor lacerante le recorrió el lado derecho de la mandíbula, tras lo cual notó que su caliente y espeso icor le salpicaba la mejilla. Rugiendo como una bestia, el noble intentó darse la vuelta bajo el atacante y estrelló uno de sus acorazados codos contra el óseo hocico del guerrero del Caos. El hombre bestia rugió e intentó apuñalar otra vez a Malus con su cuchillo dentado, pero la hoja resbaló contra el espaldar del noble. Impulsado por el puro instinto, Malus se volvió para quedar completamente boca abajo, y con un veloz giro de muñeca invirtió la manera de aferrar la espada de la mano derecha, para luego barrer con ella por detrás con toda la fuerza que pudo reunir. La hoja se clavó profundamente en el costado del hombre bestia, y Malus continuó rodando y arrojó al aturdido y sangrante guerrero por el borde interior del parapeto, jadeando, Malus se levantó hasta quedar con una rodilla en tierra, y vio que un par de muertos vivientes corrían hacia él con las mugrientas manos tendidas hacia delante.

Los monstruos no muertos habían llegado a lo alto de la muralla, y los druchii del final de la línea ya se veían abrumados. Malus vio que dos lanceros eran atacados por detrás y arrastrados bajo una multitud de manos que desgarraban y mandíbulas que chasqueaban. El resto estaba retrocediendo con gritos horrorizados, cediendo aún más parapeto ante los monstruos que arrastraban los pies.

Malus saltó hacia los dos muertos vivientes con un feroz grito de guerra, mientras sus espadas gemelas tejían un dibujo de descuartizamiento y muerte. Dos rápidos barridos, y las manos de los monstruos fueron cercenadas; luego, el noble dio un veloz paso a la izquierda, y cortó un brazo y la cabeza del muerto viviente que la acechaba por ese lado con dos rápidos tajos. Antes de que el cuerpo tocara siquiera las piedras del parapeto, Malus cambió de postura y acometió a la criatura de la derecha, a la que decapitó limpiamente con un solo y veloz tajo.

—¡Los golpes a la cabeza! —les gritó a los vacilantes guerreros—. ¡Seguidme! —Y se lanzó hacia la masa riendo como un demente.

Los guerreros no muertos desconocían el dolor y el miedo, y sus únicas armas eran las uñas y los dientes, y un vigor antinatural. Impulsado por la furia y el rencoroso odio, Malus abrió un terrible surco entre los muertos vivientes. Sabía que si lograba llegar al extremo superior de la rampa y detener la ola de criaturas que alcanzaban el parapeto, podría retener las almenas. Cortaba dedos y partes de manos, cercenaba brazos y rebanaba cráneos. Bárbaros, hombres bestia y druchii no muertos caían todos ante sus destellantes espadas.

Se abrió camino a lo largo de veinte metros de parapeto empapado de sangre, acometiendo todo lo que se le ponía por delante. La batalla pareció continuar durante horas, hasta que la matanza se convirtió en una especie de danza terrible. Malus oyó detrás de sí los furiosos gritos de los guerreros que lo seguían, y aulló como un lobo al que hubieran dejado suelto en medio de un rebaño de ovejas. Por primera vez desde la marcha contra Hag Graef, varios meses antes, se sintió realmente vivo.

Cuando llegó al otro extremo de la muralla, se sorprendió. Un par de decapitados muertos vivientes se desplomaron sobre las piedras del parapeto, y las espadas arrancaron chispas de la pared del reducto que quedaba detrás de ellos. Otros muertos vivientes intentaban abrirse paso hasta el parapeto, pero ahora un apretado grupo de los druchii que seguían a Malus había llegado al extremo superior de la rampa, y les asestaban tajos a los monstruos con asesina eficiencia. El noble se recostó contra la pared del reducto e intentó lo mejor posible librarse del estado de locura de la batalla.

Justo en ese momento se oyó una detonación crepitante, y una cortina de llamas verdes saltó hacia el cielo a lo largo del interior de la muralla. Entre los druchii se alzaron aclamaciones cuando se encendió el aliento de dragón entre la horda de muertos vivientes. Malus se volvió y vio a Anuric que avanzaba hacia él con paso tambaleante y una clara expresión de alivio en su joven rostro. El lancero alzó una mano para saludar, y luego se le pusieron los ojos en blanco y se desplomó sobre el parapeto. El joven tenía clavadas en la espalda un par de hachas arrojadizas de los bárbaros.

Más allá del cuerpo del lancero, las oleadas de guerreros del Caos que pasaban por encima de las almenas y saltaban sobre los defensores convertían la línea de druchii en una hirviente masa de feroces combates. Los druchii resistían con uñas y dientes, pero el furioso ataque no parecía tener fin.

Malus dejó que los lanceros se encargaran de defender la rampa, y avanzó hacia la vacilante línea. Se detuvo al pasar junto al cuerpo de Anuric, y tras considerarlo un momento, se arrodilló e hizo que rodara para arrojarlo al pie de la muralla y entregarlo a las voraces llamas como correspondía a un hijo de Naggaroth. Luego, se dejó invadir una vez más por la locura de la batalla y saltó, aullando, hacia la refriega.

22. La sangre de los héroes

La matanza no parecía tener fin.

Mientras caía la lluvia de corrupción y el viento aullaba su furia, Malus deambulaba como un gato montés a lo largo de la línea de druchii trabados en combate, cayendo como un rayo sobre los atacantes del Caos para luego pasar al siguiente combate desesperado; dejaba tras de sí extremidades cercenadas y cuerpos agonizantes. Siempre acometía a los enemigos desde un ángulo inesperado, con una rápida estocada que se clavaba entre las costillas de un desprevenido guerrero, o desjarretándolo cuando estaba concentrado en el druchii que tenía delante. Sus mortíferos actos nada tenían que ver con el honor o la gloria; formaban parte de una fría matanza calculada, repetida una y otra vez a lo largo de la muralla inundada de sangre.

Los druchii se defendían como los animales acorralados que eran. Con los incendios de verdes llamas que rugían detrás de ellos, los lanceros sabían que no había adonde huir, así que cuanto más los presionaban, más malvados se volvían. Bárbaros y hombres bestia eran levantados por los aires y arrojados hacia las voraces llamas que ardían a lo largo de la rampa, o acometidos desde todos los ángulos como ciervos en medio de una jauría. Los druchii continuaban luchando a pesar de haber sufrido heridas graves, y caían sólo cuando habían derramado su última gota de sangre sobre las piedras del parapeto. Era como si la locura de la batalla de Malus se les hubiera contagiado, y poco a poco el curso de la lucha comenzó a volverse a su favor. Los grupos de guerreros del Caos empezaron a disminuir, empujados cada vez más y más hacia las escaleras resbaladizas de lluvia, y al cabo de no mucho rato los defensores se encontraban de pie ante las escalerillas y descargaban golpes sobre la cabeza de cualquiera que intentara subir por ellas.

Malus no sabía durante cuánto rato habían luchado. La tormenta continuaba, sin dar muestras de amainar, y el tiempo perdió todo significado, medido en lunáticos destellos de luz verde. Una y otra vez se sorprendía buscando entre los guerreros que luchaban por si veía a Lhunara. Extrañamente, el paladín de Nagaira no hizo acto de presencia durante la desesperada batalla.

Cuando la oleada final rompió contra las almenas, se encontraba de vuelta en el otro extremo de la línea, junto al cuerpo de guardia, de pie detrás de un trío de rugientes lanceros empapados en sangre que estaban agachados como serpientes debajo de las almenas, frente a la última de las escalerillas. Habían permanecido allí, al acecho, durante largo rato, y habían atacado por sorpresa a todos los guerreros que habían subido a la muralla, acuchillándoles las piernas, el vientre y la entrepierna desde debajo, para luego arrojar al fuego a las vociferantes víctimas. Habían matado a tantos hombres por este sistema que se había transformado en una especie de rutina; y así, cuando un descomunal hombre bestia con cabeza de toro ascendió, rugiendo, desde la oscuridad, los lanceros fueron pillados completamente desprevenidos.

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