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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (41 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Con un bramido furioso, el minotauro pasó por encima de las almenas con un solo brinco, aterrizó en medio de los sobresaltados lanceros y comenzó a repartir tajos con un par de hachas enormes. Un druchii fue cortado en dos, desde un hombro hasta la cadera, de un único tajo; una druchii recibió en el pecho un demoledor golpe que lanzó su cuerpo roto por encima del borde interior de la muralla, dando volteretas. El tercero, aún consumido por la sed de sangre, saltó hacia la enorme bestia con un grito feroz y clavó su espada corta en un costado del minotauro. Pero la hoja apenas penetró un dedo en el grueso pellejo del monstruo, y el minotauro le asestó al lancero un descuidado golpe con una de las hachas y le arrancó la cabeza. Malus le enseñó los dientes al monstruo que tenía delante y lo acometió con las destellantes espadas.

El primer golpe abrió un tajo de través en uno de los musculosos muslos del minotauro, lo que provocó un rugido de dolor y la sibilante acometida de un hacha manchada de sangre. Malus intentó esquivar el tajo, pero el arma le golpeó en el borde exterior de la hombrera derecha, y el impacto lo lanzó de espaldas contra la pared del cuerpo de guardia como si lo hubiera pateado un nauglir. El choque lo dejó sin aliento, y su cabeza dio contra las piedras con un resonante golpe que lo cegó momentáneamente. Su oído, sin embargo, funcionaba a la perfección, así que pudo oír el furioso bramido del minotauro cuando se encaró con él y avanzó para matarlo.

Por puro instinto, Malus se lanzó hacia delante y pasó rodando entre las piernas del minotauro en el momento en que las hachas gemelas de la bestia abrían surcos en la pared de piedra del cuerpo de guardia. Aún parpadeando para intentar librarse de las estrellas que veía, el noble se puso de pie y cortó con las espadas los tendones como cables de las corvas del minotauro. La tullida bestia se desplomó con un rugido agónico, y Malus descargó las dos espadas con un movimiento de tijera que abrió tajos en ambos costados del cuello de la criatura, casi hasta el espinazo. La sangre roja manó en forma de arqueados chorros que fueron a dar contra la pared del cuerpo de guardia, y Malus giró sobre sus talones en busca de más enemigos.

Y ése fue su error. El había acabado con el minotauro, pero el minotauro no había acabado con él.

El noble oyó un bramido furioso detrás, y luego recibió en el hombro izquierdo un golpe tremendo que lo lanzó contra el suelo del parapeto. Un dolor lacerante bajó como una ola roja desde el hombro y se propagó por la espalda, pero Malus dispuso de poco tiempo para valorar la extensión de la herida. Sin dejar de rugir, el minotauro se lanzó hacia Malus, medio saltando y medio arrastrando su enorme corpachón.

Maldiciendo de dolor, Malus rodó hasta quedar de espaldas en el momento en que la monstruosidad con cabeza de toro se detenía ante él. Una pesada hacha se estrelló contra su peto; Malus gritó cuando se le partieron las costillas bajo el acero embrujado, pero la hoja del hacha se desvió hacia un lado del curvo peto. El minotauro echó atrás el arma para asestarle otro golpe, pero Malus atacó como una víbora y cercenó la mano de la criatura con un diestro tajo de la espada de la mano derecha. El monstruo, rugiendo y enloquecido por la hemorragia, estrelló el destrozado muñón contra la cara de Malus. El hueso partido se clavó en la mejilla del noble, a quien le entró sangre caliente en los ojos.

Gritando de furia, Malus lanzó tajos ciegos y dio en algo tan resistente como un arbolillo joven. Lo atravesó con un segundo golpe, y la cabeza del minotauro se despegó del cuello y chocó contra la cara del noble.

Luego, el pesado cuerpo, del que aún manaba sangre a borbotones, le cayó encima.

Líquido caliente fluyó sobre la cara y el cuello de Malus, le llenó las fosas nasales y le inundó la boca abierta. «Voy a ahogarme sobre el parapeto de un castillo que está situado en medio de una llanura de ceniza», pensó, desesperado. Tosiendo y escupiendo, intentó apartar a un lado el pesado cuerpo del minotauro, pero el bulto muerto se negaba a moverse.

Tras lo que parecieron horas, el torrente de sangre disminuyó. Vagamente, Malus oyó pesados pasos y gritos apagados. El cuerpo del minotauro se movió un poco, y luego, de repente, rodó hacia un lado. Una fría lluvia azotó el rostro del noble; no era la anterior fétida lluvia de cadáveres de antes, sino honrada agua limpia. Malus boqueaba como un pez y bebía ansiosamente. Se frotó los ojos para dejarlos limpios del espeso fluido y parpadeó al mirar el tormentoso cielo. En lo alto aún destellaban rayos verdes, pero la oscuridad había disminuido un poco y había palidecido hasta un gris hierro.

Unas manos tiraron de los brazos del noble. En la periferia de su campo visual se apiñaban figuras. Destelló un rayo y distinguió la delgada cara preocupada de Diez Pulgares y la sonrisa escéptica de Hauclir.

—No puedo dejarte solo ni un minuto sin que hagas alguna diablura, ¿verdad, mi señor? —dijo el antiguo capitán de la guardia.

Malus se tambaleaba como un borracho pese a los brazos que lo sujetaban y hacía muecas de dolor con cada movimiento.

—Si hubieras estado aquí durante la batalla, tal vez esto no habría sido necesario —le gruñó el noble.

—Bueno, habríamos venido antes..., ¡cuidado con la pierna, mi señor!..., pero algún estúpido le prendió fuego a la rampa.

Malus se encontró de rodillas y usó a su antiguo guardia personal como si fuera una escalerilla para acabar de levantarse. Sobre el vendaje del muslo herido resaltaba la huella negra de una mano. Al mirar más allá de Hauclir, Malus vio que los lanceros hacían rodar al último enemigo muerto por el borde exterior de las almenas. El aliento de dragón se había extinguido finalmente, al quedarse sin combustible. Los supervivientes del regimiento de lanceros daban traspiés de un lado a otro con cansado aturdimiento, y sus caras manchadas de sangre estaban flojas debido a la conmoción y el agotamiento. Malus se quedó pasmado al ver el escaso número que había sobrevivido. Contó menos de sesenta donde poco antes había habido casi mil.

Nadie lanzaba aclamaciones. No había ninguna celebración de victoria. Los pocos supervivientes estaban bastante contentos de continuar con vida. Esa era toda la gloria que les importaba.

Malus se apartó de su antiguo guardia personal. El dolor ya comenzaba a disminuir, y el gélido nudo que sentía en el costado del pecho indicaba que el poder del demonio estaba soldando los huesos rotos. Miró a la docena de mercenarios que habían seguido a Hauclir desde la ciudadela. Cortador y Bolsillos estaban ocupados en saquear los cadáveres de los enemigos muertos; el asesino herido llevaba una venda manchada de sangre en el hombro, y se dedicaba a señalarle a Bolsillos los sitios en los que debía buscar. Diez Pulgares perseguía un aro de oro que rebotaba por el parapeto, con el joven rostro convertido en una máscara de exasperada determinación. Malus sacudió la cabeza con cansancio.

—¿Nuarc ha logrado llegar a la ciudadela?

Hauclir asintió con la cabeza.

—Hemos salido justo antes de que esos malditos muertos vivientes comenzaran a despertar, y hemos regresado a la torre a buena velocidad —explicó—. Volver aquí ha sido una historia muy diferente. Ahora hay manadas de esos muertos vivientes por todo el complejo interior.

—¿Hemos salvado el resto de la muralla?

El antiguo capitán de la guardia asintió con la cabeza.

—Sólo Khaine sabe cómo, pero sí. Por ahora, al menos.

Malus frunció el ceño.

—¿Qué significa eso?

Hauclir miró por encima del hombro a los exhaustos soldados, y luego señaló el cuerpo de guardia con un movimiento de cabeza.

—Hablemos ahí dentro —dijo en voz baja.

Una sensación de mal presagio invadió al noble. Asintió sin decir palabra y condujo a los mercenarios al interior del cuerpo de guardia. Al refugiarse de la lluvia, no obstante, el hedor de la sangre derramada y de los aceitosos restos de la lluvia bruja de Nagaira se alzó como una nube en torno al noble y casi lo sofocó.

—Arriba —dijo, ahogado—. Hablaremos en el exterior.

Encontraron la escalera de caracol que ascendía hasta la parte superior del cuerpo de guardia y salieron otra vez al aullante viento y a la lluvia. Los druchii cubiertos con capas que se acurrucaban en grupos en torno a los cuatro grandes lanzadores de virotes que había a lo largo de las almenas, le prestaron poca atención al pequeño grupo de guerreros que se detuvo al otro lado del amplio espacio plano.

Malus se quitó los guanteletes e intentó lavarlos en un charco grande de agua de lluvia.

—Muy bien, ¿qué está pasando? —preguntó en voz baja.

Hauclir se arrodilló junto al noble.

—Cuando hemos llegado a la ciudadela, Nuarc me ha ordenado que me quedara por si necesitaba enviarte algún mensaje. Ha estado hablando con el Rey Brujo durante bastante rato, y no estaban solos. Tu medio hermano ha sido el primero en marcharse, con aspecto de haber sido obligado a tragarse un carbón encendido, y luego ha partido toda una bandada de mensajeros. Nuarc ha sido el último en aparecer, y con algunas noticias interesantes.

Malus se echó agua a la cara y se frotó con ella el apelmazado pelo.

—Bueno, ¿qué ha dicho?

—Ha dicho que el Rey Brujo está preparándose para mover pieza —replicó Hauclir—. Malekith está retirando los mejores regimientos de la muralla interior y trasladándolos dentro de la ciudadela, incluso mientras hablamos, así como todos los nauglirs de las cuadras.

Malus pensó en la noticia.

—¿Así que vamos a dejar que la horda del Caos tome la muralla interior?

Hauclir se encogió de hombros.

—A estas alturas, no estoy seguro de que podamos contenerlos, aunque queramos hacerlo. El Rey Brujo dejará atrás una retaguardia suficiente como para entorpecer el siguiente ataque, pero no más.

De repente, Malus se sintió más cansado que nunca antes en toda su vida. Bajó los ojos hacia las capas de sangre e icor que recubrían la vapuleada superficie de su armadura y sacudió la cabeza con frustración.

—¿Y qué me piden a mí Nuarc y el Rey Brujo?

—Bueno, eso es algo interesante —replicó Hauclir—. Debo regresar contigo a la ciudadela de inmediato.

Malus frunció el ceño.

—¿Y te ha dicho Nuarc por qué?

—No, de manera explícita —replicó el antiguo capitán de la guardia—. Lo único que Nuarc me ha dicho es que piensa que Isilvar ha fallado la prueba del Rey Brujo... y que eso te pone a ti en una posición privilegiada.

El noble dejó que las palabras de Nuarc penetraran durante un momento en su mente.

—¿Estás..., estás diciéndome que Nuarc piensa que el Rey Brujo va a nombrarme vaulkhar de Hag Graef en lugar de Isilvar?

—Francamente, no tengo ni idea de qué estoy diciéndote —replicó Hauclir—. Nada de lo que hacéis los nobles tiene sentido alguno para mí. Sólo estoy transmitiéndote lo que ha dicho Nuarc.

Malus asintió con la cabeza. ¿Haría Malekith algo semejante? ¿Por qué no? Ya había hecho de Malus su paladín. ¿Era tan descabellado pensar que pudiera entregarle el rango de vaulkhar? El pensamiento le aceleró el pulso. ¡Qué victoria tan dulce sería ésa! ¡Humillar a Isilvar ante los nobles reunidos y ver abatido su orgullo en la corte de Hag Graef!

Sólo Tz'arkan se interponía en su camino. El noble apretó los puños. ¿Había alguna manera de recibir lo que le era debido de manos de Malekith, y a la vez viajar hacia el norte con el fin de acabar con la infernal maldición del demonio?

«Tal vez», pensó. Si se ocupaba de que se levantara el cerco y de que Nagaira fuera eliminada, quizá fuera posible.

Al momento se puso de pie.

—Iré directamente a la ciudadela —dijo—, pero quiero que tú y tus guerreros vayáis a las cuadras de nauglirs para aseguraros de que
Rencor
sea trasladado al interior de la torre.

Hauclir rió entre dientes.

—Estoy seguro de que la bestia puede cuidar de sí misma, mi señor.

—No es
Rencor
el que me preocupa, sino más bien lo que lleva sobre el lomo —replicó el noble—. Entre mis alforjas hay... reliquias que no deben caer en manos de Nagaira. ¿Lo entiendes?

El antiguo capitán de la guardia dirigió a Malus una mirada escrutadora.

—Sí, mi señor —dijo con cuidado—. Lo entiendo con claridad.

—Entonces, ponte en camino. No quiero hacer esperar a Nuarc.

Pero justo cuando el noble y sus mercenarios se encaminaban hacia la escalera del cuerpo de guardia, el aire reverberó con el malhumorado refunfuño de los tambores.

El sonido procedía de la amplia plaza situada en el borde de la ciudad exterior. Malus vaciló, dividido entre el deseo de apresurarse y la necesidad de saber en qué andaba el enemigo. Finalmente, dio media vuelta y atravesó el grupo de mercenarios, maldiciendo para sí mismo mientras avanzaba rápidamente hasta las almenas del cuerpo de guardia.

Su aguda vista le permitió distinguir a un numeroso grupo de hombres bestia con el torso desnudo que entraban en la plaza, con el pecho y los brazos pintados con sangre. Blandían hachas ensangrentadas y manojos de cabezas de druchii que aún dejaban rastros de humeante icor tras de sí. Malus apenas logró percibir el sonido de una salmodia gutural que se entretejía con el ritmo de los grandes tambores.

Detrás de los hombres bestia, iba una larga fila de figuras desnudas que daban traspiés, impelidas a avanzar por los látigos provistos de ganchos de una docena de capataces bárbaros. Cada uno de los prisioneros druchii había sufrido torturas brutales a manos de sus captores, y tenían los cuerpos marcados por toscos cortes de cuchillos y señales de hierros al rojo.

Hauclir se reunió con Malus y sonrió desdeñosamente ante la procesión.

—Si piensan que quebrantarán nuestra voluntad con un poco de tortura, han acudido al sitio equivocado.

—No —dijo Malus, con desconfianza—. Esto es alguna otra cosa.

Los prisioneros fueron distribuidos en grupos de ocho, y los hicieron arrodillar en puntos específicos de un tosco círculo trazado en el centro de la plaza. Luego llegó un grupo de hombres bestia que llevaban abalorios de latón y collares de cráneos, cada uno con un gran cuenco y un pincel de pelo largo. Al mismo tiempo que inundaban el aire con salvajes chillidos y gritos que parecían ladridos, los hombres bestia metieron los pinceles dentro de los bruñidos cuencos y comenzaron a trazar un complicado símbolo sobre las piedras de la plaza.

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