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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (9 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Claro estaba, que sería necesario que las brujas no pudieran valerse de sus espectros para localizarlo una vez más, y que el control que tenían sobre
Rencor
no forzara al nauglir a volverse contra su amo.

Los infinitos intercambiaban sus posiciones dentro de la formación durante el viaje. Malus no tenía claro por qué hacían eso, a no ser que fuera para limitar todo lo posible exponerse a él. Después del segundo día pensó en trabar conversación con una de las brujas que cabalgaban a su lado, y se quedó sorprendido cuando ella respondió a todas las preguntas que le formuló. Le contó que los infinitos eran entregados a la Fortaleza de Hierro cuando eran bebés, exigidos como una especie de diezmo a todas las familias nobles de Naggarond. Las brujas recibían su formación de la propia Morathi, mientras que a los guerreros los enseñaba un noble llamado señor Nuarc, el mejor señor de la guerra de la horda del Rey Brujo. Servían a Malekith hasta la muerte, momento en el cual su máscara y pertrechos eran entregados a un neófito que aguardaba. Los infinitos eran siempre un millar; guardaban los predios de la Fortaleza de Hierro y marchaban con el Rey Brujo cuando los druchii iban a la guerra.

Por lo que Malus pudo determinar, los infinitos no deseaban nada ni tenían el más leve rastro de pensamiento independiente ni de ambición. Eran esencialmente incorruptibles, lo que a Malus lo hizo sentir frustrado y horrorizado al mismo tiempo.

Tentado por la locuacidad de la bruja y su aparente falta de malicia, Malus le preguntó cómo se las habían arreglado para encontrarlo.

—Tiene que haber sido mediante brujería —comentó con tono despreocupado—. ¿Cómo, si no, habríais sabido que debíais buscar en un claro sin nombre, situado en medio de un vasto bosque?

—Todas aprendemos a invocar espectros —replicó la bruja, cuya voz aniñada estaba teñida de sorpresa, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. No cuesta nada invocar a un recadero para que se encargue de la búsqueda, siempre y cuando tengas el nombre del sujeto.

—¿Un recadero? —preguntó Malus.

La bruja soltó una risilla desde detrás de la máscara de plata.

—Es el más débil de los espectros; poco más que un fragmento de esencia espiritual, lo bastante inteligente como para obedecer órdenes pero completamente desprovisto de voluntad e iniciativa. Se le pueden encomendar tareas sencillas, pero su alcance no es muy grande. —Sacudió la cabeza con gesto condescendiente mientras miraba a Malus—. Me sorprende que sepas tan poco, dada la demostración que hiciste en el bosque.

—Mi conocimiento es... especializado —replicó Malus—. ¿Dices que su alcance es corto?

Ella asintió con la cabeza.

—Sí. Tienen poca potencia propia, y dependen de las energías de quien los invoca para mantenerse activos en el reino físico. Un invocador puede enviar a un recadero quizá a una distancia de unas pocas docenas de kilómetros, pero no más.

El noble apartó la mirada y fingió estudiar la tenue silueta de la fortaleza Dachlan con el fin de ocultar su ceño fruncido de consternación. «¿Una docena de kilómetros?», pensó. Tal vez no era una gran distancia para una bruja, pero eso significaba que tendría que usar el ídolo para salir completamente de Naggarond con el fin de escapar a su radio de influencia. Quizá si pudiera encontrar un escondrijo en las colinas cercanas, y luego usar el ídolo para ir y venir de la fortaleza...

De repente, se irguió en la silla y se volvió a mirar a la bruja.

—¿Has dicho que un recadero no puede ir más allá de unas pocas docenas de kilómetros?

—Por supuesto —replicó ella.

—Entonces, ¿cómo sabíais dónde buscarme? ¡Podría haber estado en Har Ganeth o en el camino hacia Karond Kar...! ¡Podría haberme hecho a la mar a bordo de una nave corsaria, por amor de la Madre Oscura!

La bruja se encogió de hombros.

—Se nos dijo que te buscáramos a lo largo del Camino de los Esclavistas —dijo.

«¿Y cómo supo eso Malekith?», se preguntó Malus. Estaba seguro de que no iba a gustarle la respuesta.

Bien pasada la medianoche de la cuarta jornada, llegaron a la encrucijada de caminos. El aire era frío y limpio, y el noble tembló en la silla tanto de agotamiento como de miedo cuando los jinetes tiraron de las riendas para que las monturas se aquietaran hasta ir al paso, y atravesaron el bosque de almas ardientes.

La última vez que Malus había pasado por allí, iba a la cabeza de un pequeño ejército y marchaba hacia el sur para conquistar Hag Graef en nombre de Balneth Calamidad. Las figuras marchitas atadas con alambre a las altas astas de hierro que rodeaban la encrucijada y quemadas por llamas brujas le habían inspirado poco terror en aquel entonces. Ahora se encontró escuchando sus débiles gritos enloquecidos y temiendo ver la estaca vacía que el Rey Brujo le tenía reservada a él. Sólo los nobles que violaban las leyes de Malekith eran condenados a arder en la encrucijada, algunos agonizando durante años mientras los elementos desgastaban sus cuerpos centímetro a centímetro. Mientras pasaba entre las chisporroteantes teas que habían sido hombres poderosos, Malus no pudo evitar temblar ante el destino que le aguardaba. Tendió una mano hacia atrás para comprobar que aún llevaba la alforja en la que guardaba el ídolo, y para asegurarse de que podría cogerlo con rapidez cuando llegara el momento.

Al otro lado de la encrucijada se veía una estrecha franja de camino que brillaba con fantasmal blancura bajo la luz lunar. El Camino del Odio sólo conducía a Naggarond, y estaba pavimentado con los cráneos de cien mil elfos. El pataleo de los cascos de los corceles negros sonaba a hueco sobre los huesos mágicamente tratados, y los jinetes se erguían más sobre las monturas al acercarse a su hogar.

El camino serpenteaba entre oscuras colinas muertas y a través de resonantes valles densamente poblados por robles y fresnos, mientras a lo lejos las altas murallas y puntiagudas torres de Naggarond se alzaban cada vez más arriba en el cielo añil. Vacilantes luces brujas brillaban como un millar de ojos en los edificios de la ciudad-fortaleza y le conferían una especie de fría vida meditabunda. Ese no era un lugar construido sobre un despiadado poder como Hag Graef, ni teñido por la sed de sangre como Har Ganeth; Naggarond era negro, eterno odio tallado en frío mármol y forjado en inflexible hierro. Era la forma física del implacable corazón de los druchii.

Avanzaron por el Camino del Odio durante una hora más, hasta que al fin coronaron una cumbre rocosa y llegaron a una plana llanura sin rasgos destacables que se extendía hasta una árida ladera de montaña. Naggarond se enroscaba sobre sí misma en aquel llano como un dragón enorme, rodeada por una relumbrante muralla de unos dieciocho metros de altura. Altas torres erizadas de púas de hierro se alzaban sobre la muralla, separadas más o menos por un kilómetro y medio de distancia, de modo que pudieran dejar caer nubes de flechas y pesadas piedras sobre cualquier invasor. Ante sí, Malus veía un enorme cuerpo de guardia que constituía una pequeña fortaleza en sí mismo, encumbrado sobre una doble puerta hecha de placas de hierro bruñido de unos seis metros de altura. El noble sacudió la cabeza, maravillado. En otra época había pensado que las fortificaciones de Hag Graef eran temibles, pero en realidad no eran nada comparadas con la formidable mole de las de Naggarond.

Los jinetes oscuros condujeron sus caballos directamente hacia el otro lado de la llanura y se aproximaron a las puertas de hierro. No les dieron el alto desde las dentadas almenas del cuerpo de guardia; era evidente que la mera visión de las bruñidas máscaras plateadas de los infinitos bastaba para franquearles el paso. Una de las descomunales puertas se abrió con un terrible chirrido, y la columna entró al trote por un amplio túnel que pasaba por debajo del cuerpo de guardia. La oscuridad parecía ejercer presión desde todas partes, y el noble luchó para no encoger los hombros al pensar en las saeteras y canales para aceite que sin duda coronaban la piedra.

Malus esperaba salir del túnel a una gran plaza abierta, muy al estilo de otras ciudades druchii. Sin embargo, se encontró en una estrecha calle flanqueada por altos edificios de piedra con puertas de roble muy hundidas en los muros. En tederos que colgaban sobre muchas de las entradas brillaban lámparas brujas que creaban círculos de luz temblorosa en medio de un sinuoso sendero de sombras abismales. Los cascos de los corceles negros arrancaban chispas de los adoquines grises y creaban un golpeteo atronador que reverberaba en los muros separados por muy poca distancia.

Todas las ciudades druchii eran lugares laberínticos y traicioneros, llenos de callejones sin salida y giros confusos destinados a atrapar y matar a los incautos, pero Naggarond no se parecía a ninguna ciudad viva que Malus hubiese visto jamás. Una vez dentro de las murallas, no había puntos de referencia a partir de los cuales uno pudiera orientarse; casi todas las calles acababan en una encrucijada que conectaba con otras tres vías que seguían direcciones impredecibles. Ninguno de los edificios que vio tenía señales o sigilos que indicaran qué era, y si en alguna parte había plazas de mercado, él no llegó a verlas. Al cabo de pocos minutos estaba completamente perdido, y sabía, sin lugar a dudas, que apenas acababan de entrar en los barrios periféricos de la ciudad.

Cabalgaron durante más de una hora a través del laberinto, sin más compañía que los ecos de sus pasos. Malus no vio ni un solo ser vivo a lo largo del recorrido: ni ciudadanos ni guardias de la ciudad, ni borrachos ni ladrones, ni oráculos de pacotilla ni degolladores. La ciudad le recordaba en todo a las casas de los muertos, esa ciudad de criptas situada en el este, donde los antiguos muertos de Nagarythe eran temerosamente confinados en bóvedas de piedra.

Había otras tres murallas defensivas que subdividían la ciudad, cerradas a su vez por otras tres pesadas puertas de hierro. Altas casas silenciosas parecían pegarse con fuerza contra ambos lados de esas murallas interiores. Malus tuvo la sensación de que, al ser la primera de las seis ciudades, Naggarond había crecido a trompicones a medida que prosperaba el reino, expandiéndose más allá de sus propias murallas una y otra vez, hasta quedar con tantos anillos como un viejo árbol nudoso.

Así pues, cuando se detuvieron ante la cuarta muralla de relumbrante piedra, la exhausta mente de Malus tardó un rato en percibir la estrecha entrada arqueada y el cuerpo de guardia formado por hojas de hierro forjado. Luces brujas brillaban en los ojos de dragones de hierro que se alzaban a ambos lados de la formidable puerta, cuyas alas abiertas estaban hechas de placas de hierro batido tan afiladas como espadas. Al otro lado del cuerpo de guardia se elevaba una profusión de torres muy apiñadas que parecía un bosque de bruñidas hojas de lanza, hendidas por ventanas estrechas como saeteras en las que brillaba fuego brujo. De detrás de los muros de la Fortaleza de Hierro se alzaban jirones de vapor que ascendían entre las torres hacia las lunas gemelas como si fueran dedos provistos de garras.

Al fin habían llegado a la Fortaleza de Hierro, ciudadela del inmortal Rey Brujo.

6. El Rey Brujo

Dentro del cuerpo de guardia hecho de hierro reverberó un estruendo metálico que sacó a Malus de su extenuado sopor, y la arqueada puerta giró hacia el interior sobre sus antiguos goznes forjados por enanos. El noble sintió que por la espalda le bajaba un escalofrío cuando la negra puerta se abrió y pudo contemplar la negrura del otro lado. Temía adentrarse más en el dominio del Rey Brujo, pero sabía que tenía que echar al menos una ojeada a los terrenos de la fortaleza, si más adelante quería lograr que el Idolo de Kolkuth lo transportara al interior. Cuando el primero de los guardias taconeó al corcel negro para que avanzara, Malus tendió una mano hacia atrás y soltó la correa de la solapa de la alforja donde llevaba el ídolo.

El pasaje a través de la puerta fue más breve de lo que él había esperado, pues el túnel tenía apenas tres metros y medio de un extremo al otro. Al otro lado había un patio pequeño pavimentado con losas de pizarra pulida; estaba rodeado por estatuas de imponentes caballeros druchii y dragones que se alzaban de manos. Por encima de ellos se encumbraban las torres de bordes afilados de la ciudadela de Malekith y de los señores vasallos de su horda, que proyectaban sombras profundas sobre los cansados viajeros. Mientras conducía a
Rencor
hacia el interior del patio, Malus notó que sobre él caía el peso de una mirada terrible; por un momento se sintió como un conejo atrapado en la sombra de un halcón que descendía en pitado, y un frío terror irracional se apoderó de su corazón
y
le convirtió los músculos en hielo. Incluso
Rencor la
percibió, ya que la enorme bestia se sentó sobre los cuartos traseros y le lanzó dentelladas al aire. Con la misma rapidez que había aparecido, la terrible presión cedió, y Malus captó un sinuoso desplazamiento entre las sombras que se proyectaban sobre los adoquines del empedrado. Alzó la mirada y percibió apenas un movimiento, como si una gran serpiente estuviera recorriendo una de las torres más altas de la ciudadela. Luego atisbo el contorno de una cabeza larga y estrecha silueteada por la luz lunar, y un par de relumbrantes ojos encarnados que contemplaban la oscura ciudad con imperioso desdén. Con un estremecimiento, Malus comprendió que se trataba de un dragón negro. Se quedó boquiabierto ante la terrible visión.

Estaba tan absorto en la visión de la temible bestia que no le prestó la más mínima atención al noble que los esperaba en medio del patio, hasta que éste habló.

—¿Estáis seguros de que es el hombre correcto? —preguntó el noble con voz ronca y autoritaria—. Tiene aspecto de cadáver.

El tono de la voz del noble arrancó a Malus de su ensoñación. Vio que los infinitos desmontaban, y observó cómo los enmascarados guerreros inclinaban respetuosamente la cabeza ante el señor druchii, que les devolvió el gesto con el ceño fruncido de desaprobación. El agotamiento y el despecho soltaron la lengua de Malus.

—El señor Nuarc, supongo.

—¿Te he dado permiso para abrir esa maldita boca, muchacho? —gruñó el señor Nuarc.

Era alto y de constitución poderosa, y llevaba una armadura esmaltada, adornada con filigranas doradas y potentes runas de protección sobre una cota de brillante malla de ithilmar. Sus espadas gemelas eran obras maestras, con rubíes del tamaño de huevos de gorrión incrustados en el pomo; una capa de lustrosas escamas negras de dragón colgaba de sus anchos hombros. Aun sin el grueso
hadrilkar
de oro que le rodeaba el cuello, estaba claro que se trataba de un noble poderoso, miembro del séquito personal del Rey Brujo. Tenía en la nariz dos cicatrices debidas a roces de espada, y una depresión estrellada de tejido cicatricial en un costado del cuello que hablaba de una lanza que le había arruinado la voz. Los negros ojos del druchii brillaban con aguda inteligencia, y dejaban entrever una voluntad más fuerte que el acero. El cabello negro recorrido por hebras grises estaba recogido para apartarlo del delgado rostro, y sujeto con un cintillo de oro.

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