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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (8 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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—¡Retíralo! —le gruñó Malus—. Retira tu maldito hielo de mis venas. ¡Ni lo quiero ni lo necesito!

—No se puede hacer retroceder a las estaciones del año —replicó Tz'arkan con frialdad—. Has tenido tu primavera y tu verano, pequeño druchii. Dentro de poco será otoño. El invierno no puede seguirlo desde muy lejos. El hielo llegará, tanto si lo deseas como si no.

Malus apretó los puños en torno al vapuleado mango del hacha y rugió como una bestia herida. Los guerreros enmascarados continuaban deslizándose hacia él, tan lentamente que parecían eternizarse entre un paso y el siguiente. Imaginaba que si hubieran llevado la cara descubierta podría haber visto que se les estiraba como cera fundida mientras la sorpresa se registraba grado a grado al ver que el noble se movía como un rayo ante ellos. Entonces, como un ejecutor, acometió a su primera víctima y se dispuso a ahogar su desdicha en una marea de sangre caliente. Sin embargo, antes de que pudiera dar un sólo paso, una voz fría y melodiosa le habló al oído.

—Tu brujería es impresionante, Malus de Hag Graef, pero al final no cambia nada.

El noble giró sobre sí mismo con la garganta contraída de miedo. Su hacha cantó al hender el aire en dirección al cuello de la bruja, pero ella se movió como si él estuviera totalmente quieto. Extendió un brazo sin esfuerzo aparente y le tocó el peto con las yemas de los dedos.

Detrás de los ojos de Malus estalló fuego azul. Sintió que se caía, y la cara de plata de la bruja se alejó hacia la oscuridad. Su voz sonó como una campana.

—Ahora perteneces al Rey Brujo.

La noche ya había caído cuando se despertó. Abrió los ojos a los cambiantes matices de las auroras boreales que brillaban en un cielo de finales de verano inquietantemente despejado. Las estrellas eran tan frías y despiadadas como diamantes, y las lunas gemelas proyectaban extrañas sombras sobre el brumoso paisaje. En los extremos de su campo visual se movían de manera silenciosa figuras con ropones negros, y oyó que había gente que hablaba lacónicamente en voz baja.

Estaba tendido como un cadáver sobre el duro suelo y aún llevaba puesta la vapuleada armadura. No lo retenía atadura ninguna, pero sentía el cuerpo como si fuera de plomo. Con un gruñido, intentó sentarse, pero lo máximo que logró fue levantarse un poco, apoyado en los codos.

De inmediato vio que se encontraba en el centro de un pequeño campamento situado en algún punto del Camino de los Esclavistas, al oeste de Har Ganeth. No había fuegos, sino sólo pequeños globos de luz bruja que descansaban sobre trípodes bajos de hierro, y tal vez unas doce tiendas plantadas en ordenado agrupamiento alrededor del sitio en que él yacía. Vio guerreros enmascarados que se afanaban en desmontar y guardar las tiendas mientras él observaba, y otro grupo ensillaba una veintena de caballos negros como el carbón que estaban atados a una hilera de estacas situadas a una docena de metros de distancia. Una niebla marina gris se enroscaba en torno a los lustrosos cascos de las caballerías, cuyos ojos teñía de verde la luz bruja que se reflejaba en ellos.

Los infinitos se ocupaban de sus tareas y prestaban a Malus tanta atención como si fuera una manta enrollada. Con rapidez comprobó que no se veía su hacha por ninguna parte, y que le habían quitado las dos dagas que llevaba al cinturón. No había grilletes que le sujetaran las muñecas ni los tobillos, lo cual revelaba muchísimo sobre las capacidades de sus captores. Los infinitos y sus brujas estaban seguros de que, si intentaba echar a correr, no llegaría muy lejos.

—Estás despierto —dijo una sobrenatural voz musical. Era fría y dulce como una trompeta o una campanilla de plata, e hizo que un escalofrío recorriera la espalda del noble.

Malus intentó volver la cabeza para mirar a la bruja, pero el esfuerzo lo dejó exhausto. De nuevo se tendió en el suelo mientras la druchii enmascarada daba un rodeo en torno a él y se arrodillaba grácilmente a su lado. Llevaba una estrecha botella de vidrio tallado en una mano, y una bruñida copa de plata en la otra.

—Eso está bien. Nos marcharemos dentro de poco.

Vertió un poco de líquido negro en la copa y se la tendió a Malus. El noble estudió con recelo los ojos de la bruja. Se veían grandes y oscuros dentro de los agujeros de la lustrosa máscara, y le recordaron, por encima de todo, a la franca y seria mirada de una niña. Apretó las mandíbulas, se incorporó sobre un codo y tendió la otra mano hacia la copa, lentamente.

—¿Dónde está el ejército? —preguntó, cansado.

La bruja ladeó la cabeza.

—¿Ejército? No hay ningún ejército.

Malus frunció el ceño, y sus oscuras cejas se arrugaron con aire consternado. Estudió el negro líquido del fondo de la copa y bebió un pequeño sorbo. El potente licor le causó quemazón en la lengua y bajó por su garganta como si fuera hierro fundido. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Y dónde está Malekith, entonces? —jadeó, luchando contra el impulso de toser.

—El Rey Brujo está en Naggarond —replicó ella, como si eso lo explicara todo—. Se nos ha ordenado llevarte ante él.

El licor quemó a Malus por dentro, pero también devolvió algo de fuerza a sus extremidades. Hizo de tripas corazón y vació la copa.

—Esto me recuerda una ocasión en que bebí aceite de lámpara, cuando era niño —comentó, enronquecido—. Honradamente, el aceite era más sabroso.

—Se trata de un licor de los enanos llamado
barvalk
—explicó la bruja, que aceptó la copa vacía—. Los jinetes oscuros lo llevan consigo en las frías noches de invierno. Mantiene caliente la sangre y aguza la mente.

—Probablemente también sirva para lustrar la plata —murmuró Malus.

Sin embargo, admitió en silencio que sus extremidades habían comenzado a recobrar la soltura, y su mente estaba alerta y despierta. Con una sonrisa triste, se sentó con la espalda bien erguida y estiró brazos y hombros.

La bruja estaba totalmente a su alcance. Su mirada era sincera y sus modales relajados. No le había representado el más mínimo esfuerzo apresarla y cerrar las manos alrededor de su cuello. «Pero, y luego, ¿qué?», se preguntó Malus. ¿Era la misma bruja que lo había derribado en el bosque con un simple toque? No lo sabía. Y aunque lograra matarla, luego, ¿qué?

Estaba rodeado por más de una docena de guerreros, y aun en el caso de que lograra huir de ellos, los infinitos ya habían demostrado que podían seguirle fácilmente el rastro mediante su magia.

Malus dejó caer los hombros dentro de los confines de la armadura. Engrilletarlo habría sido completamente innecesario. No tenía adonde ir, y lo sabían.

Entonces, recordó lo que le había dicho Eldire: «La senda que va hasta la quinta reliquia lleva a Naggarond.»

Cabía la posibilidad de que el hecho de haber caído en poder de los infinitos fuera una bendición camuflada.

—De acuerdo —dijo Malus, intentando parecer resignado a su destino—. ¿Y ahora qué?

La bruja se puso de pie.

—Hay comida preparada en aquella tienda de allí —dijo al mismo tiempo que señalaba por encima de un hombro de Malus—. Si tienes hambre, come. Cabalgaremos durante toda la noche, y no volveremos a detenernos hasta el mediodía de mañana.

Malus asintió con la cabeza. En verdad, la comida era lo último que tenía en mente en ese momento, pero era mejor alimentarse mientras pudiera.

—¿Dónde está mi montura?

La bruja se volvió e inclinó la bruñida máscara hacia la línea de árboles del norte.

—A tu gélido están atendiéndolo allí, fuera del campamento —replicó —. Acude junto a él cuando hayas roto el ayuno, y aguarda la orden de partida.

Sin despedirse siquiera, la bruja comenzó a alejarse.

—¡Espera! —la llamó Malus—. ¿Cómo te llamas?

La druchii se detuvo. Su cabeza giró levemente y la luz lunar brilló en una de las redondas mejillas.

—No tengo nombre —dijo con tono de infantil diversión—. Soy infinita.

Sin aguardar réplica alguna, se reunió con un grupo de figuras cercanas que preparaban alforjas. Al cabo de poco rato, a Malus le resultó imposible saber cuál de las idénticas figuras era ella.

El noble sacudió la cabeza con cansancio y se puso de pie. La guardia personal de Malekith continuaba levantando el campamento con rapidez y eficiencia, sin apenas dedicarle una mirada de soslayo al prisionero. A menos de veinte metros al sur, una caravana de comerciantes de esclavos conducía sus jaulas con ruedas hacia el norte por el Camino de los Esclavistas, en dirección a Karond Kar. Oyó que los boyeros maldecían a los impasibles bueyes, que avanzaban impelidos alternativamente por el maestro esclavista y sus hijos. Uno de los jóvenes druchii levantó entonces la mirada y contempló con curiosidad el pequeño campamento. Vio que Malus lo observaba y alzó el trenzado látigo para saludarlo.

Malus le devolvió el saludo con una mano, y el joven esclavista espoleó el caballo para avanzar a medio galope hasta la vanguardia de la caravana. Sin dejar de sacudir la cabeza, el noble se encaminó hacia la tienda que le había indicado la bruja, con la esperanza de que los infinitos hubieran llevado carne y queso consigo, y tal vez un poco de vino decente.

Una vez levantado el campamento y hecho el equipaje, los infinitos establecieron una velocidad rigurosa para llevar al prisionero hasta Naggarond. Montados en sus corceles preternaturales, los enmascarados druchii cabalgaron durante toda la noche y la mitad del día siguiente, antes de hacer finalmente un alto bajo una fría lluvia intermitente.

Los caballos bufaron y patearon el suelo cuando los condujeron fuera del camino, hacia las altas pasturas; su respiración se condensaba en nubecillas a causa del intenso frío. Los animales no le hacían el menor caso al gélido, que iba en medio de ellos; engendrados a partir de purasangres llevados hasta allí desde la hundida Nagarythe, los negros corceles eran paridos en los establos brujos de la propia Naggarond, y no temían ni a hombre ni a bestia. Primos de los oscuros corceles que montaban los mensajeros del reino, cuando se les dejaba correr a su antojo eran veloces como los vientos de tormenta, y podían correr durante días sin cansarse.

Por lo que a
Rencor
respectaba, el nauglir le prestaba poca atención a cualquier cosa, incluido Malus. Desde el encuentro con la infinita, cerca del campamento del bosque, el gélido se había mostrado extrañamente manso
y
pasivo, y obedecía las órdenes con tanta docilidad como un esclavo azotado. En el camino, el nauglir avanzaba a la misma velocidad que el resto del grupo, sin hacer caso de las sutiles órdenes del noble.

Rencor
siguió a los caballos cuando se apartaron del camino, y se sentó sobre los cuartos traseros al mismo tiempo que alzaba la cabeza, algo animado al sentir la agradable caricia de la lluvia. Malus bajó de la silla de montar e intentó estirarse para suavizar las contracturas que tenía en las caderas y los hombros. Aunque las duras cabalgatas no eran algo nuevo para él, más de catorce horas en la silla lo habían dejado como si lo hubieran molido a garrotazos.

Los enmascarados druchii se deslizaron sin esfuerzo de las sillas e inspeccionaron silenciosamente las monturas para comprobar el estado de los cascos, los músculos y los tendones con manos expertas. Malus hizo lo mismo con
Rencor
, aunque el noble buscaba evidencias de muy diferente clase.

Un momento después había encontrado el agrupamiento de runas mágicas pintadas con una especie de tinta añil sobre el huesudo cráneo del nauglir. La lluvia no ejercía ningún efecto sobre ellas ni se difuminaron cuando las frotó con un pulgar. Malus dio unas palmaditas en el cuello de
Rencor
, con resignación. Los infinitos habían usurpado su control sobre la montura y habían convertido así a
Rencor
en una especie de carcelero para él. No podría espolear al gélido para que se volviera contra los jinetes aunque quisiera infectarlo.

Sin nada más que hacer, Malus se recostó contra un flanco de
Rencor
y esperó. Pasados unos minutos, uno de los guerreros remontó la columna con una botella de
barvalk y
media salchicha. Cuando le llegó el turno, Malus se armó de valor y aceptó la copa que le ofrecía, para luego devorar una gruesa loncha de salchicha. En cuanto el guerrero acabó la ronda, regresó a paso ligero hasta la vanguardia de la formación y, sin mediar palabra, los infinitos volvieron a montar. El descanso de mediodía había durado poco más de quince minutos.

Cabalgaron durante el resto del día y hasta bien entrada la noche. En cabeza iba el estandarte del dragón, perteneciente al Rey Brujo de Naggaroth, y las caravanas de esclavos que viajaban en ambas direcciones se apartaban y aguardaban, con la cabeza inclinada, a que los jinetes negros pasaran de largo en medio de un galope atronador. Ya habían transcurrido casi cuatro horas desde la puesta del sol cuando los infinitos finalmente ordenaron un alto, condujeron a las monturas fuera del camino y prepararon una comida fría, alumbrados por luz bruja. Con frío, mojado y dolorido de pies a cabeza, Malus sacó las mantas enrolladas de la silla de montar y cayó al suelo, agotado, junto a
Rencor
.

Apenas había cerrado los ojos cuando una de las brujas se arrodilló junto a él con un puñado de pescado salado y un trozo de pan envuelto en un cuadrado de tela engrasada. Aceptó la comida sin pensar, mientras su exhausto cerebro registraba vagamente que era cerca de medianoche y los guerreros estaban montando otra vez. Gimiendo, el noble guardó las mantas y se instaló sobre la montura, donde comió la magra ración de alimento mientras avanzaban.

Al final de la segunda noche los jinetes habían llegado al extremo oriental del Mar Maligno, y estaban a un día de cabalgada de la encrucijada donde el Camino de los Esclavistas se encontraba con el Camino de la Lanza, que se dirigía al norte, hacia los Desiertos del Caos. La ración de
barvalk
se había ido haciendo más generosa en cada descanso, y Malus descubrió que estaba acostumbrándose al sabor. No le aliviaba los dolores de la cabalgada interminable, pero hacía que le resultaran ligeramente más tolerables. Mientras los jinetes comían y descansaban, Malus resistió las exigencias de sueño de su cuerpo y dedicó el tiempo a organizar cuidadosamente las bolsas. Rebuscó en la alforja donde estaban ocultas tres de las reliquias del demonio, y sacó el paquete que contenía el Idolo de Kolkuth. Cuando lo colocó encima del resto del contenido de la alforja, sintió la frialdad de la figura de latón a través de las capas de gastada tela. Durante el día de viaje había forjado un plan para escapar. Una vez que los infinitos lo llevaran al interior de la Fortaleza de Hierro, esperaría hasta el último momento antes de coger el ídolo y usar su poder para transportarse lejos de sus captores. Tenía la certeza de que dentro de la fortaleza podría encontrar abundantes escondrijos desde los que comenzar la búsqueda del Amuleto de Vaurog.

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