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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (10 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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—No puede ser ningún otro, mi señor —dijo uno de los guerreros, que hablaba con voz misteriosamente idéntica a la que tenía la bruja con la que Malus había conversado durante el viaje—. Lo encontramos en el bosque cercano a Har Ganeth, como tú dijiste. Los espectros lo conocieron por su nombre.

Malus se inclinó hacia atrás y metió una mano debajo de la solapa de la alforja. La gélida superficie del ídolo parecía quemarle las yemas de los dedos. Intentó visualizar un punto situado a lo largo del camino, algún sitio cercano a un bosque y a colinas donde pudiera esconderse y planificar el siguiente movimiento.

Nuarc volvió a mirar a Malus y sacudió la cabeza.

—Yo no lo habría creído. —Miró al noble a los ojos—. ¿Cómo ha hecho un desgraciado marchito como tú para matar a Lurhan de Hag Graef?

—Con una espada. ¿Cómo, si no? —se burló Malus, ya que la ira estaba dominándolo. Si Nuarc esperaba excusas o gimoteantes súplicas de misericordia, iba a llevarse una decepción—. La gente tiene la costumbre de subestimarme, señor Nuarc, y yo tiendo a hacer que lo lamenten.

Nuarc estudió a Malus durante un momento, y luego asintió con aire apreciativo.

—Valiente pero estúpido —declaró—, tal y como sospechaba. —Frunció el ceño—. Saca la mano de la alforja, muchacho —le espetó—. No te hemos traído desde tan lejos para robarte las baratijas.

—No, me trajisteis desde tan lejos para colgarme en la encrucijada —le contestó Malus—. ¿Se supone que debo sentirme agradecido porque no vayáis a robarme mis pertenencias hasta que haya muerto?

—¿Muerto? —exclamó Nuarc—. Si el Rey Brujo te quisiera muerto, tú y yo estaríamos teniendo un tipo de conversación muy diferente ahora mismo. —Sus labios se fruncieron con desdén—. Por el momento, Malekith simplemente desea hablar contigo.

Malus tuvo que detenerse para repetirse mentalmente las palabras de Nuarc.

—¿Quiere hablar conmigo? —dijo. Su mente exhausta no podía hallar sentido a lo que acababan de decirle.

—No tengo por costumbre repetirme, muchacho —gruñó Nuarc—. Ahora, baja de esa maldita silla. El Rey Brujo sabe que has llegado, pero no voy a hacerte entrar en la Corte del Dragón con aspecto de autarii comido por las pulgas.

La ronca voz teñida de hierro de Nuarc galvanizó a Malus y lo puso en movimiento. Antes de darse plena cuenta de lo que hacía, bajó del lomo de
Rencor
y quedó de pie, inquieto, sobre las losas de pizarra que pavimentaban el patio. Como si eso hubiese sido una señal, un par de señores de las bestias ataviados con ornamentados kheitanes y armados con pinchos salieron de las sombras para hacerse cargo del malhumorado nauglir.

—Sigúeme —ordenó el señor de la guerra, que giró sobre los talones.

Malus, con la mente hecha un torbellino a causa del súbito cambio que se había producido en las circunstancias, se apresuró a cerrar la correa de la alforja y fue tras Nuarc con paso tambaleante.

«¿Qué está sucediendo?», se preguntó mientras seguía al señor de la guerra a través de una puerta con herrajes hacia el interior de la ciudadela. Las palabras de su madre volvieron a resonarle dentro de la cabeza. «Busca el amuleto en los pasillos sin luz de la Fortaleza de Hierro.»

¿Qué sabía ella que él ignoraba?

Nuarc lo llevó a unas frías y austeras habitaciones situadas en una de las torres de la ciudadela —podría haber sido la propia torre del señor de la guerra, por lo que él sabía—, donde un trío de silenciosos y eficientes esclavos aguardaban para darle un aspecto presentable con el que pudiera mantener una audiencia con el Rey Brujo. Le quitaron la armadura y el
kheitan
, ambos vapuleados, así como los manchados y andrajosos ropones, y le pusieron delante comida y vino mientras preparaban un humeante baño que le quitara el polvo del camino. Comió como un lobo mientras esperaba que vertieran el agua en la bañera, y contempló el vino con ojos soñadores, pero dejó la botella intacta. Ya tenía los sentidos bastante embotados, tal y como estaban las cosas.

Durante la espera, un par de guerreros enmascarados se deslizaron silenciosamente al interior de la estancia, con las alforjas del noble en los brazos. Malus disimuló su miedo con un breve asentimiento de cabeza, y se apresuró a comprobar el estado de sus pertenencias cuando salieron. Para asombro suyo, no habían tocado nada.

«Tal vez me he quedado dormido sobre el lomo de
Rencor
y todo esto es un absurdo sueño —pensó—. Ninguna otra posibilidad tiene mucho sentido.»

Los esclavos lo frotaron industriosamente, y nada dijeron respecto a las recientes cicatrices que tenía en ambos costados del torso, donde lo había atravesado la espada de Urial; tampoco manifestaron preocupación por el entramado de negras venas que partía desde su mano derecha, le recorría el brazo y el hombro, y ascendía por el costado del cuello. Sin duda, los esclavos espiaban para alguien —o para varios—, pero poco podía hacer Malus al respecto. Que informaran. Dudaba de que eso pudiera convertir su situación en más precaria de lo que ya era.

La comida y el agua caliente hicieron mella en él, y comenzaron a caérsele los párpados. Malus se echó un poco de agua a la cara e intentó concentrarse en los hechos inmediatos. En retrospectiva, el tratamiento recibido de manos de los infinitos adquiría ahora un poco más de sentido. No había sido en absoluto su prisionero, sólo un noble al que se había convocado a la corte del Rey Brujo con toda prontitud.

«Y ahora esto», pensó Malus, cuya cansada mirada recorrió la estancia. No estaban tratándolo como a un huésped, necesariamente, pero sin duda le daban un tratamiento bastante mejor del que darían a un proscrito. «¿Y qué puede justificar esto?», se preguntó el noble.

La respuesta obvia era que Malekith quería algo de él, algo que no podía conseguirse mediante el uso de un hierro al rojo vivo ni de los cuchillos de un torturador.

Agitó una mano para que los esclavos se apartaran y se recostó dentro de la bañera. Miró las alforjas, apiladas cerca de la puerta. ¿Sería la Espada de Disformidad? Se tironeó pensativamente del labio inferior. Según todos los indicios, al parecer, Malekith no tenía noticia del alzamiento de Har Ganeth, así que para él la espada aún descansaba en el sanctasanctórum, allá, en el templo. E incluso en el caso de que supiera la verdad, no podía decirse que el Rey Brujo necesitara el permiso de Malus para apoderarse de la reliquia.

¿O acaso sí? Dado que Malus había desenvainado la espada, ¿significaba eso que nadie más podía apoderarse de ella mientras él estuviera vivo? El noble sonrió con tristeza. Tampoco podía decirse que eso fuera un gran problema para Malekith.

¿Qué poseía él que Malekith no pudiera arrebatarle sin más? Repasó todo lo que había dicho Nuarc en el patio del exterior de la ciudadela, en busca de pistas que explicaran por qué lo habían convocado. Lo único que a Nuarc parecía importarle era la muerte de Lurhan. Las cejas del noble se arrugaron para mostrar una expresión pensativa. ¿Podía tratarse de eso?

Aparte de su medio hermano Isilvar, que ahora poseía el rango y las propiedades del padre, Malus era el único descendiente varón de Lurhan. Y aunque en ese momento era un proscrito y lo habían despojado de cualquier derecho al legado de Lurhan, Isilvar también había violado secretamente las leyes del Rey Brujo. Tanto Isilvar como su hermana Nagaira habían sido miembros del culto de Slaanesh; de hecho, Malus tenía la sospecha de que Isilvar había sido el hierofante del culto dentro de la ciudad. Malus creía que, cuando el culto había sido descubierto y la mayoría de sus miembros asesinados, Lurhan se había enterado de la implicación de su hijo y la había encubierto.

¿Malekith habría tenido conocimiento de eso? De ser así, no quedaba nadie que pudiera ofrecer pruebas de lo sucedido..., salvo él. Malus unió las puntas de los dedos de ambas manos y apoyó el mentón. Era una posibilidad realmente intrigante.

La puerta de la estancia se abrió de golpe, y Nuarc irrumpió como un viento tormentoso, dispersando acobardados sirvientes como si fueran hojas caídas.

—Esto no es una condenada casa de placer, muchacho —gruñó el señor de la guerra con desdén—. Vístete. El Rey Brujo aguarda.

Malus apretó los dientes, se levantó de la bañera y obedeció. Oyó que Nuarc soltaba un siseo de sorpresa al ver la obra del demonio, pero el señor druchii no hizo preguntas incómodas.

Los sirvientes habían preparado un bello conjunto de ropones negros y un kheitan de cortesano hecho con suave piel humana. Unas manos le tiraron del pelo, y él se volvió bruscamente hacia los sirvientes, con un gruñido, momento en el que comprendió que estaban intentando peinarle el largo cabello enredado. Con el ceño fruncido de irritación, los dejó acabar su trabajo y recogerle el pelo con tientos de cuero y alambre de oro.

No había armadura para reemplazar la antigua, y ciertamente tampoco una pareja de espadas que colgarse junto a la cadera. Estaba claro que el interés de Malekith era enteramente condicional. Las nuevas prendas que llevaba le quedarían igual de bien tanto si colgaba de un asta de hierro como en la corte.

—De acuerdo —dijo, ceñudo, mientras se ponía un par de botas nuevas—. Condúceme.

Al salir por la puerta, Malus le dedicó una última mirada a sus apiladas alforjas. Intentó tranquilizarse diciéndose que si Malekith hubiese querido su muerte, no se habría molestado en darle la oportunidad de deshacer el equipaje.

Malus siguió a Nuarc a través de un laberinto de oscuros corredores vacíos, cada uno tan silencioso como una tumba. Lámparas de luz bruja colocadas en tederos de hierro proyectaban solitarios círculos de luz a lo largo del camino, y hacían que la oscuridad pareciera aún más honda y opresiva. No pasó mucho rato antes de que el silencio comenzara a hacer mella en Malus y ponerle los nervios de punta. Allí no había ni rastro del febril bullicio al que se había acostumbrado en la ciudadela de Uthlan Tyr, drachau de Hag Graef. Aunque era el centro de poder de todo el reino, la Fortaleza de Hierro era fría y silenciosa, y estaba poblada sólo por ecos.

Al principio intentó memorizar el recorrido, pero pasado un cuarto de hora de giros y recodos lo dejó como causa perdida. Al igual que la ciudad del exterior de la fortaleza, no había puntos de referencia a partir de los cuales uno pudiera orientarse; sólo quienes pertenecían a ella tenían alguna esperanza de hallar el camino. Malus no podía imaginar durante cuánto tiempo debía vagar uno por aquellos fúnebres corredores antes de que entregaran sus secretos.

El señor Nuarc encontró el camino sin esfuerzo. Al cabo de media hora atravesaron una arcada y entraron en una sala desierta e iluminada por lámparas de luz bruja que colgaban de cadenas a lo largo del abovedado techo. Allí comenzó a captar Malus furtivos movimientos de otros druchii: enmascarados infinitos, nobles dedicados a sus asuntos de Estado, burócratas del templo y nerviosos sirvientes marcados por cicatrices, todos deslizándose calladamente por las sombras para ir y venir de la corte del Rey Brujo. Todos dejaron el camino libre ante el enérgico, autoritario señor Nuarc, que pasó ante ellos sin siquiera saludarlos con un gesto de la cabeza.

Una larga estancia conducía a otra. En la mayoría de las ciudades druchii, la sala de audiencias de un drachau estaba dividida en dos espacios: la sala del trono propiamente dicha, y una sala más humilde donde aguardaban los nobles inferiores y los plebeyos con la esperanza de que se les concediera una breve audiencia con su señor. Allí, Malus contó no menos de cuatro salas más humildes, cada una lo bastante grande como para dar cabida a un millar de druchii o más. Cada sala estaba ligeramente más ornamentada que la anterior; paredes desnudas de negro mármol pulido daban paso a estatuas de príncipes druchii ataviados con la vestimenta de la perdida Nagarythe, que a su vez cedían paso a titánicas columnas de basalto de vetas rojas y bajorrelieves de terribles batallas entre los druchii y sus enemigos. La última de las salas para humildes estaba dominada por una tremenda llama que se alzaba como crepitante columna en el centro. La oscilante luz resaltaba las hebras de plata y oro de los antiguos tapices enormes que narraban los sufrimientos de Malekith en el fuego de Asuryan, y las Siete Traiciones de Aenarion.

Al otro lado de la última sala había un par de puertas de hierro de seis metros de altura, y cada una tenía grabada la sinuosa forma de un dragón rampante. Las criaturas gemelas parecieron mirar ferozmente a Nuarc y Malus cuando se acercaron a la sala del trono del Rey Brujo. Cuatro infinitos montaban guardia ante las puertas, con las espadas desnudas en la mano. Hicieron una reverencia al aproximarse Nuarc, y le franquearon el paso a su señor. Tras volverse para echarle una sola mirada a Malus, el señor de la guerra apoyó las manos sobre las grandes puertas y empujó. Las enormes hojas de hierro giraron sobre goznes perfectamente equilibrados, y un rectángulo de oscilante luz azul se proyectó sobre el brillante suelo de mármol negro.

Nuarc entró en la sala, con la cabeza alta. Al atravesar el umbral, Malus sintió que Tz'arkan se le contraía ferozmente en torno al corazón y su poder retrocedía de las extremidades del noble como una marea que se retirara con rapidez.

—Pisa con cuidado aquí, pequeño druchii —siseó el demonio—. Y recuerda que hay cosas peores que la muerte.

Al otro lado de la entrada, la Corte del Dragón estaba casi completamente desprovista de luz. El cambio hizo detener a Malus en seco, dejándolo casi ciego y muy vulnerable tras dar un solo paso, un efecto que, por supuesto, sólo podía ser deliberado. Cuando sus ojos se adaptaron a las tinieblas, vio que se encontraba en un extremo de una sala octogonal sorprendentemente pequeña, de apenas treinta pasos de diámetro. Una vez más, después de los altos espacios de las salas anteriores, Malus sintió de forma inevitable la presión del peso de la piedra labrada. Por todo el perímetro de la estancia había enormes dragones diestramente tallados en ónice; las alas se extendían como capas mientras las figuras inclinaban la cabeza para rendir homenaje a la alta plataforma que se alzaba al otro lado de la sala. Allí, entre sombras tan profundas como el Abismo cierno, un par de ojos de color anaranjado rojizo relumbraban como las brasas de un horno.

Las enormes puertas de hierro se cerraron con suavidad detrás de Malus, y sumieron la sala en la oscuridad. El noble sintió la ardiente mirada del Rey Brujo sobre sí, e inclinó la cabeza con genuino terror.

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