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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (32 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Nuarc y Malus habían hecho lo que habían podido: reuniendo unidades perdidas, habían formando una retaguardia
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que había logrado mantener despejada la avenida central ante la puerta interior durante unas tres horas, antes de verse obligada a retirarse. En ese momento, Malus no sabía si habían hecho algún bien o no. Ahora caía la noche, y al noble le resultaba difícil creer que había estado de pie sobre la muralla exterior apenas ocho horas antes. Se sentía más cansado que nunca en la vida, y en ese instante no había nada en el mundo que quisiera más que tener la oportunidad de pillar a su hermano y desgarrarle la garganta con las manos desnudas.

Isilvar miró los ardientes ojos de Malus, sin inmutarse.

—Continúa siendo un hecho que tú estabas sobre la muralla; en efecto, según tu propio informe, durante todo el tiempo estuviste en el lienzo de muralla adyacente a aquel en el que se produjo el principal ataque enemigo. Y sin embargo, no hiciste nada por impedirlo, cosa que resulta bastante interesante.

—Estaba en medio de una batalla —le contestó Malus—. ¿Dónde estabas tú? ¿Dentro de la bañera? ¿Haciéndote limar los dientes? Eres el maldito vaulkhar de Hag Graef, el señor de la guerra más poderoso de la más poderosa ciudad de Naggaroth. ¿Sabes siquiera usar esa espada que llevas?

Isilvar se puso en pie de un salto mientras los oscuros ojos le destellaban.

—Podría demostrártelo, si quieres.

—Ya tuviste oportunidad de demostrármelo en la cámara de culto de debajo de la torre de Nagaira —replicó Malus con una sonrisa malvada—. Pero entonces huiste como un ciervo asustado. ¿Te dijiste a ti mismo que escapabas por el bien de Slaanesh y su culto, o te ahorraste las convenientes excusas para más tarde? —Se inclinó sobre el borde de la mesa—. Yo diría que si aquí hay alguien familiarizado con el acto de conspirar con Nagaira, ése eres tú.

El vaulkhar se puso pálido, aunque Malus no estaba del todo seguro de si era debido a la rabia o al miedo.

—Tú..., tú no tienes ninguna evidencia de nada semejante —dijo con voz ronca, mientras se llevaba inconscientemente una mano a la garganta.

—¿Quieres poner a prueba esa afirmación, querido hermano? —preguntó Malus con una sonrisa cruel danzando en las comisuras de su boca. Reparó en que Myrchas, Calamidad y Dachuar dirigían largas miradas a la temblorosa figura del vaulkhar.

Al otro lado de la sala de suelo de mármol, Hauclir se aclaró la garganta. Cuando Malus no reaccionó, lo intentó otra vez, ahora con más fuerza.

El noble se volvió a mirarlo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó con tono gélido.

—Bastante bien, mi señor —dijo al mismo tiempo que se erguía. El antiguo capitán de la guardia hizo un gesto hacia el balcón con el cuchillo—. Creo que aquí fuera hay algo que podrías querer ver.

—¿Te parece que estoy ocupado, Hauclir? —le espetó Malus a la vez que indicaba a los nobles reunidos con un brusco barrido de una mano.

—Por supuesto, mi señor, pero...

—¿Puede esperar?

Hauclir frunció el ceño.

—Bueno, supongo que sí —dijo.

—¡En ese caso, moléstame con ello más tarde! —respondió el noble, con expresión exasperada.

El antiguo guardia se cruzó de brazos, miró a su antiguo señor con el ceño fruncido, y luego se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo, y volvió a la arcada abierta.

Malus se volvió otra vez hacia el hermano, mientras intentaba recuperar su línea de pensamiento. Isilvar continuaba mirándolo con ferocidad desde el otro lado de la mesa, con la mano sobre la empuñadura de la espada. «Su cara parece un pelín más serena ahora», advirtió el noble, que frunció el ceño.

Pero antes de que pudiera continuar, se produjo una detonación atronadora que entró por la arcada que había junto a Hauclir. Todos, menos Malekith, saltaron a causa del sonido.

Malus miró a Hauclir con preocupación.

—¿Qué ha sido eso, en el nombre de la Oscuridad Exterior? —gritó.

El antiguo guardia le dedicó a Malus una mirada sardónica.

—Evidentemente, nada que tenga importancia —dijo, malhumorado.

Gruñendo, Malus corrió hacia la arcada, con Nuarc a su espalda. Incluso Isilvar y los drachau se levantaron de las sillas y atravesaron cautelosamente la sala.

Malus salió al balcón, no sin haberle echado una mirada feroz, al pasar, a su impertinente antiguo guardia, y desde una vertiginosa altura bajó los ojos hacia la parte superior de la muralla interior y las destellantes filas de soldados reunidos para defenderla. Al otro lado, se extendían las calles atestadas de cadáveres y los humeantes edificios de la ciudad exterior, que hervían de bandas de saqueo formadas por hombres bestia y bárbaros borrachos.

No obstante, en una amplia plaza situada a pocos centenares de metros de la puerta de la muralla interior, Malus vio un espectáculo que hizo que su corazón diera un vuelco. Largas filas de hombres bestia remolcaban con gran esfuerzo un par de enormes catapultas por la larga avenida, para colocarlas en posición de tiro junto con una tercera máquina de asedio, cuyo brazo ya estaba siendo echado atrás para efectuar otro disparo. Un sudario de polvo que flotaba en el aire por encima del cuerpo de guardia señalaba el pretendido objetivo de la catapulta.

Junto a Malus, Nuarc soltó una maldición en voz baja.

—Tienen que haber estado montándolas a cubierto de esa maldita oscuridad —murmuró—. Tu hermana tiene más recursos de los que yo imaginaba.

—Carece de experiencia marcial, pero ha leído mucho —asintió Malus, ceñudo—. ¿Crees que pueden derribar el cuerpo de guardia con esas cosas?

El señor de la guerra gruñó.

—Claro que pueden. Lo único que necesitan es tiempo y municiones, cosas que parecen tener en abundancia.

Malus reprimió una ola de frustración. Nagaira no iba a darle la oportunidad de recuperar el aliento ni por un instante. No tuvo que considerar la situación durante mucho tiempo antes de darse cuenta de qué debía hacerse. Giró sobre sus talones para regresar al interior de la sala. Isilvar y los drachau retrocedieron cuando entró a grandes zancadas, como si fuera portador de algún tipo de peste.

El noble se volvió a mirar al señor Myrchas.

—¿Hay algún túnel?

—¿Túnel? ¿Qué quieres decir?

—¿Hay algún túnel que comunique la ciudadela con la ciudad exterior? —le espetó Malus—. Estoy seguro de que debe existir un camino mediante el cual realizar incursiones en el caso de que el enemigo logre abrir brecha en la muralla exterior.

El drachau de la Torre Negra comenzó a hablar, y luego se calló. Frunció el ceño con perplejidad.

—¡Por la Madre Oscura, Myrchas! ¿No lo sabes?

Antes de que el drachau pudiera quedar aún peor, Nuarc habló.

—Existe un túnel así. Lo vi en una ocasión, cuando estaba estudiando los planos de la ciudadela.

El noble asintió con brusquedad.

—Bien, entonces. Abre la marcha, mi señor —dijo a Nuarc, para luego hacerle un gesto a Hauclir—. Vayamos a buscar a los demás.

Pero una figura con armadura se interpuso en el camino de Malus. Isilvar se encontraba casi nariz con nariz con su medio hermano.

—¿Y adonde crees que vas? —dijo con la mano en la empuñadura de la espada.

Furioso, Malus avanzó y aferró con una mano el brazo de la espada de Isilvar por la muñeca, a la vez que lo empujaba con fuerza con la otra. El vaulkhar cayó en un indigno montón, con la espada envainada enredada debajo de sí mismo.

—Mientras el resto de vosotros os quedáis aquí sentados, pelando uvas y riñendo como niños, yo voy a ocuparme de esas catapultas —gruñó—. No me cabe duda de que ya habréis inventado un nuevo conjunto de excusas para explicar vuestras limpias manos y vuestros débiles corazones para cuando yo regrese.

La cara de Isilvar se puso blanca de furia, pero no replicó. Malus le dedicó a su medio hermano un saludo burlón, y luego, mirando con ferocidad a los drachau reunidos, le hizo un gesto a Nuarc para que abriera la marcha y lo siguió fuera de la sala.

Entre tanto, en las sombras, el Rey Brujo, observó marchar a Malus y se reservó su juicio para sí.

18. Aliento de dragón

—¡Ah, por el amor de la Madre Oscura! —siseó Hauclir con exasperación, mientras mantenía abierta la pequeña bolsa de arpillera para que los mercenarios vieran el tintineante contenido—. ¿Cuál de vosotros, atontados pensó que era buena idea permitir que Diez Pulgares llevara las bombas incendiarias?

Los mercenarios intercambiaron miradas avergonzadas. A la luz de la única lámpara bruja que llevaba Malus, los tres mercenarios parecían espectros traviesos. Bolsillos le sonrió afectadamente al antiguo capitán de la guardia.

—A Diez Pulgares sólo se le caen las cosas que intenta robar —dijo la jugadora en voz lo bastante alta como para que sus palabras se transmitieran a lo largo de la línea de soldados que aguardaban—. Además, calculamos que si se prendía fuego, nadie lo echaría de menos.

Susurrantes risas reprimidas sonaron por toda la línea. Incluso a Malus le costó no sonreír abiertamente. Se encontraban a seis metros bajo tierra, en el extremo más lejano de un túnel de un kilómetro y medio que iba desde la ciudadela a la ciudad exterior, y salía justo en medio de la horda del Caos sedienta de sangre. El túnel parecía bien construido, con piedras cuadradas oscurecidas por zonas de musgo y que goteaban fanguillo, pero todos contemplaban con evidente preocupación las vigas transversales que soportaban el techo bajo. Incluso los débiles intentos humorísticos eran bien recibidos.

—Para ti es fácil decirlo, Bolsillos. A ti no te debe dinero —replicó Hauclir.

Con cuidado, metió una mano dentro de la bolsa y sacó los globos de aliento de dragón de uno en uno. Cada esfera de vidrio estaba envuelta en gruesas capas de algodón para ocultar el característico resplandor verde y mantener a salvo el volátil contenido. Repartió las bombas incendiarias entre los miembros del grupo; le entregó una a Bolsillos, otra a Cortador y otra a Malus, y se quedó con una para sí. Luego, con una expresión de pura agitación, le devolvió una a Diez Pulgares. El joven ladrón de bolsas aceptó la mortífera esfera con la actitud de máxima dignidad ofendida que pudo adoptar.

—Yo me quedaré con una de más —dijo Malus al mismo tiempo que tendía una mano hacia delante—. Y no te preocupes por lo que pueda o no deberte.

—Muy bien, mi señor —replicó Hauclir, y le entregó el globo.

El noble colocó cuidadosamente las esferas en el fondo de una bolsa que llevaba sujeta al cinturón, y luego miró a los miembros del grupo de incursión, uno a uno. Había sólo siete mercenarios, contando a Hauclir. Malus pensaba que un grupo pequeño tenía mejores probabilidades de acercarse lo bastante a las máquinas de asedio como para arrojarles las esferas, y luego escabullirse en medio de la confusión. Tres de los mercenarios llevaban ballestas, y Malus se las había arreglado para apropiarse de una en la armería de la ciudadela. Hauclir le había asegurado que tanto Cortador como Bolsillos eran buenos con el cuchillo y de pies ligeros.

—Muy bien —dijo el noble al mismo tiempo que se volvía y alzaba la lámpara de luz bruja para iluminar el estrecho pozo de ascenso situado al final del túnel.

En la tierra apisonada se habían clavado herrumbrosos escalones de hierro que formaban una escalerilla por la que llegar a la superficie.

—Según Nuarc, esto va a salir a un almacén del distrito de los fabricantes de armaduras. Cuando estemos en la superficie, nada de luces ni de charlas innecesarias.

Bolsillos le dedicó a Malus una lenta sonrisa y un guiño femenino. Al noble, su piel de alabastro y afilados rasgos le recordaban a una maelithii. Los ojos negros y dientes afilados no ayudaban, precisamente.

—No te preocupes, mi señor —dijo con áspero acento portuario—. Tenemos un poquitín de experiencia en este tipo de cosas.

—Salvo que, por lo general, rompemos cerraduras para entrar en los almacenes, no para salir de ellos —matizó Diez Pulgares. Era el más joven de los mercenarios, con una larga cara flaca y grandes y nerviosos ojos.

—Pongámonos a ello —gruñó Cortador, que flexionó las manos enguantadas. El asesino era más bajo que la media de los druchii, y de piel ligeramente más oscura, lo cual le confería una apariencia exótica. Tenía la cara marcada por una enfermedad eruptiva que había sufrido de niño, y su oreja derecha parecía haber sido mordisqueada por ratas. Hasta donde Malus podía ver, también iba desarmado; no veía un cuchillo por ninguna parte sobre el cuerpo del druchii.

Malus inspiró profundamente y asintió con la cabeza.

—Cortador, Bolsillos, vosotros primero. Mirad qué hay ahí arriba y volved a informar.

Cortador se encaminó directamente hacia los escalones y subió con rapidez por el pozo. Bolsillos se movió con un pelín más de cautela, y siguió al asesino con lentitud. Mientras los dos mercenarios subían por el pozo, Malus apagó la luz bruja y la dejó con cuidado sobre el suelo del túnel. Luego, volvió la cabeza en dirección a Hauclir.

—Ahora, sólo esperemos que no haya un cajón de barras de hierro sobre la trampilla —murmuró.

Aguardaron en silencio y absoluta oscuridad, respirando con suavidad y escuchando por si percibían el más leve sonido. En lo alto, Malus creyó oír el débil chirrido de una puerta y apagados ruidos distantes. ¿Voces, tal vez? Contuvo el aliento. ¿Habría guerreros del Caos dentro del almacén?

Los levísimos ruidos cesaron y se impuso el silencio.

Mientras la oscuridad y la quietud lo envolvían como un sudario, Malus quedó a solas con sus pensamientos... y con la presencia del demonio.

Privado de distracciones sensoriales, el noble tenía una percepción aguzada de su propia forma física. De modo súbito sintió el peso de la fatiga que cargaba sus hombros y le enturbiaba la mente. Sentía hambre, y dolor en media docena de heridas menores, pero como sensaciones eran frías y un poco distantes, igual que si las percibiera desde el otro lado de una pared de piedra.

Flexionó las manos y sintió cómo rozaban contra el interior de los guanteletes, pero también esa sensación fue difusa. Alarmado, alzó una mano para tocarse la cara, y sintió la presión de las frías puntas de acero de los dedos del guantelete como si tuviera la mejilla entumecida. Se le aceleró el corazón de miedo, y sintió que el demonio se movía ligeramente a modo de respuesta. Esa vez, sin embargo, no fue la sensación de que unas serpientes se le enroscaban dentro del pecho; sintió que se movía por todo su cuerpo como un leviatán que se le deslizaba bajo la piel.

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