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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (2 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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El negro guerrero proseguía hacia adelante. Ahora se hallaba frente a la boca del Iss. Sin titubear un instante, se internó por el melancólico río remando fuertemente contra la corriente.

Tras de él íbamos Woola y yo, más cerca ahora porque el hombre estaba demasiado atento en forzar la marcha de su bote por el río como para poder ocuparse de lo que pasaba detrás de él. Lindaba la orilla donde la corriente era menos fuerte.

Poco después llegó al oscuro y cavernoso portal, frente a los Acantilados Áureos, acantilados a través de los cuales pasaba el río, e impulsó su bote hacia la estigia oscuridad que le envolvía.

Parecía imposible intentar seguirle allí sin poder ver a dos dedos de distancia, y estaba ya casi dispuesto a desistir y volverme a la desembocadura del río, para allí esperar su vuelta, cuando de repente, al pasar una curva, distinguí a lo lejos una débil claridad.

Mi presa era de nuevo claramente visible, y a la creciente luz de los grandes parches de roca fosforescente, incrustados en el techo toscamente arqueado de la caverna, no tuve dificultad de seguirle.

Era mi primer viaje por el seno del Iss, y las increíbles escenas que allí presencié vivirán para siempre indeleblemente en mi memoria.

Terribles como eran, no podían compararse a otras aún más horribles, que debieron de ocurrir antes de que Tars Tarkas, el gran guerrero verde, Xodar, el negro dátor, y yo, llevásemos la luz de la verdad al mundo exterior, deteniendo el loco suicidio de millones de seres en la voluntaria peregrinación que creían que conducía a un hermoso valle de paz, felicidad y amor.

Aun entonces, las islas bajas, esparcidas por la ancha corriente, estaban cubiertas con los esqueletos y cadáveres a medio devorar de los que, por temor de un repentino despertar a la verdad, se detenían casi al término de la jornada.

En el terrible hedor de aquellas horribles islas osarios, feroces locos gritaban, chapurraban y luchaban entre los destrozados restos de sus fiestas macabras, mientras que, en las que sólo contenían huecos limpios, batallaban unos contra otros: los más débiles proveyendo alimentos para los más fuertes, o con manos como garras apresaban los hinchados cuerpos que flotaban río abajo.

Thurid no prestaba la menor atención a los desgraciados que prorrumpían en amenazas o súplicas, según les dictaba su estado de ánimo (era evidente que estaba familiarizado con las horribles visiones que le rodeaban). Continuó río arriba, quizá durante un kilómetro, y después, cruzando a la orilla izquierda, arrastró su esquife sobre un bajo borde que estaba casi al nivel del agua.

No me atreví a seguirle a través de la corriente, porque seguramente me hubiese visto. Me detuve cerca de una muralla que había enfrente, ocultándome debajo de una roca que sobresalía y me cubría con una profunda sombra. Desde allí podía observar a Thurid, sin peligro de ser descubierto.

El negro estaba en pie sobre el borde, junto a su bote, mirando río arriba, como si esperase a alguien que debiera aparecer en aquella dirección.

Mientras permanecía bajo las oscuras rocas noté que la fuerte corriente parecía fluir directamente hacia el centro del río, de modo que me era difícil sujetar mi embarcación. Me interné más en la sombra para poder afianzarme en la orilla; pero, aunque me adelanté varios metros, no di con nada; y después, dándome cuenta que pronto llegaría a un punto desde el cual no podría ver al hombre negro, me vi obligado a permanecer donde estaba, sosteniéndome en mi posición del mejor modo posible, remando fuertemente contra la corriente que fluía bajo la masa de rocas que tenía detrás de mí.

No podía imaginar la causa de aquella fuerte corriente lateral porque el canal principal del río se veía claramente desde donde me hallaba y podía distinguir su unión con la misteriosa corriente que había despertado mi curiosidad.

Mientras especulaba aún sobre la causa del fenómeno, mi atención, de repente, se fijó en Thurid, que había levantado las manos sobre su cabeza con el saludo universal de los marcianos, y un momento después, su kaor, la palabra de saludo de los barsoomianos, me llegó clara e indistintamente.

Volví los ojos río arriba, en la dirección de los suyos, y poco después apareció, ante mi limitado campo de visión, un bote alargado, en el cual había seis hombres. Cinco remaban, mientras el sexto ocupaba el puesto del capitán.

Las pieles blancas, las largas pelucas amarillas que cubrían sus peladas cabezas, y las vistosas diademas montadas sobre anillos de oro que las adornaban, los declaraban como sagrados therns.

Al llegar junto al borde sobre el cual Thurid los esperaba, el que iba en la popa del bote se levantó para desembarcar, y entonces vi que no era otro que Matai Shang, padre de los therns.

La evidente cordialidad, con la cual los dos hombres cambiaron sus saludos me asombró en extremo, porque los hombres negros y blancos de Barsoom eran enemigos hereditarios; no los había visto nunca encontrarse más que en el campo de batalla.

Era evidente que los reveses que recientemente habían sufrido ambos pueblos habían dado por resultado una alianza entre aquellos dos enemigos —por lo menos contra el común enemigo—, y ahora comprendía por qué Thurid había ido tan a menudo al valle del Dor, de noche; y la naturaleza de su conspiración podía ser tal que afectase muy de cerca a mis amigos o a mí mismo.

Deseaba haber encontrado un sitio más próximo a los dos hombres, desde donde hubiera podido oír su conversación; pero no había que pensar ya en intentar el cruce del río; así es que permanecí muy quieto, observándolos a ellos, que tanto hubieran dado por saber que yo me hallaba tan cerca, y ¡cuán fácilmente hubieran podido vencerme y matarme con su superior número!

Varias veces, Thurid, señaló a través del río, en mi dirección; pero no creí ni por un momento que sus gestos se refiriesen a mí. Poco después, él y Matai Shang entraron en el bote de este último, el cual, virando, se dirigió hacia mí.

Según avanzaban, alejé más y más mi bote por debajo de la muralla colgante; pero por fin resultó evidente que su embarcación seguía el mismo rumbo. Los cinco remeros impulsaban hacia adelante el bote con una rapidez que me costaba gran esfuerzo igualar.

Esperaba sentir la proa de mi bote chocar en cualquier momento contra alguna roca. No se veía ya la claridad del río; pero más adelante se vislumbraba una débil luz, y el agua que ante mí se extendía no presentaba obstáculo alguno.

Por fin la verdad surgió ante mí: seguía un río subterráneo que desembocaba en el Iss, en el mismo sitio en que yo me había escondido. Los remadores se hallaban ya muy cerca de mí. El ruido de sus remos ahogaba el de los míos; pero dentro de un instante la luz creciente me descubriría a su vista.

No había tiempo que perder. Cualquier decisión que debiera tomar tenía que tomarla enseguida. Moviendo la proa de mi bote hacia la derecha busqué el lado rocoso del río, y allí me oculté hasta que Matai Shang y Thurid se acercaron al centro de la corriente; que era mucho más estrecha que el Iss.

Al aproximarse, oí las voces de Thurid y el padre de los thern, que se elevaban en una discusión.

—Te digo, thern —decía el negro dátor—, que sólo deseo vengarme de John Carter, príncipe de Helium. No te conduzco a ninguna trampa. ¿Qué ganaría con entregarte a los que han arruinado mi nación y mi casa?

—Detengámonos aquí un momento para oír tus planes —replicó Matai Shang— y después procederemos, entendiendo mejor nuestros deberes y obligaciones.

Dio a los remeros la orden de que condujeran su bote hacia la orilla, a menos de doce pasos de donde yo me ocultaba.

Si se hubieran detenido detrás de mí seguramente me hubieran descubierto al débil reflejo de la luz que a lo lejos se distinguía; desde donde por fin se detuvieron les era tan imposible descubrirme como si nos separasen leguas.

Las pocas palabras que había oído acuciaron mi curiosidad, y estaba ansioso por saber qué clase de venganza meditaba Thurid contra mí. No tuve que esperar mucho.

—No hay obligación alguna, padre de los therns —continuó el Primer Nacido—. Thurid, dátor de Issus, no pone precio. Cuando el asunto haya terminado, te agradeceré que te ocupes de que me reciban bien, cual corresponde a mi antiguo linaje y noble estirpe, en alguna Corte que permanezca aún leal a tu antigua fe; porque no puedo volver al valle del Dor, ni a ningún otro lado mientras el poder esté en manos del príncipe de Helium; pero ni siquiera eso pido: será como ordenes.

—Será como tú deseas, dátor —replicó Matai Shang—; y no es esto todo: riquezas y poder serán tuyos si me devuelves a mi hija Phaidor y me entregas a Dejah Thoris, princesa de Helium.

—¡Ah! —continuó con maliciosa dureza—. El hombre de la Tierra ha de padecer por los oprobios con que ha cubierto al sagrado de los sagrados; no habrá infamia bastante para afligir a su princesa. ¡Ojalá pudiera obligarle a presenciar la humillación y degradación de la mujer roja!

—Lograrás lo que deseas antes de que transcurra otro día, Matai Shang —dijo Thurid—, sólo con que pronuncies una palabra.

—He oído hablar del templo del Sol, dátor —replicó Matai Shang—; pero nunca he oído que sus prisioneros pudieran ser libertados antes de pasar el año de su encarcelamiento. ¿Cómo, pues, vas a lograr un imposible?

—Se puede tener acceso a cualquier celda en cualquier tiempo del año —replicó Thurid—. Sólo Issus sabía esto; pero no acostumbraba divulgar sus secretos más de lo estrictamente necesario. Casualmente, después de su muerte, di con un antiguo plano del templo, y allí encontré, claramente escrito, las más minuciosas instrucciones para llegar a las celdas en cualquier momento.

»Y me enteré de más: que muchos hombres habían ido en el pasado, siempre encargados por Issus, en misiones de muerte y tormento para los prisioneros; pero los que sabían el secreto morían misteriosamente poco después de haber vuelto y dado cuenta de su misión a la cruel Issus.

—Procedamos, pues —replicó Matai Shang por fin—. Tengo que fiarme de ti; pero al mismo tiempo tú tienes que confiar en mí, pues somos seis contra uno.

—Yo no te temo —replicó Thurid— ni te necesito. Nuestro odio al común enemigo es lo bastante para asegurar nuestra mutua lealtad, y después de haber deshonrado a la princesa de Helium habrá aún razón mayor para mantener nuestra alianza, a no ser que me equivoque mucho respecto al carácter de su esposo.

Matai Shang dio una orden a los remeros. El bote siguió por el afluente.

Difícilmente pude contenerme y no precipitarme sobre los dos viles conspiradores; pero comprendí la locura de semejante acción, que mataría al único hombre que sabía el camino de la prisión de Dejah Thoris antes de que el largo año marciano hubiera recorrido su interminable círculo.

Si él conducía a Matai Shang a aquel sagrado recinto, también conduciría a John Carter, príncipe de Helium.

Con boga silenciosa seguí lentamente al otro bote.

CAPÍTULO II

Bajo las montañas

Mientras avanzábamos agua arriba del río que serpea bajo los Acantilados Áureos, fuera de las entrañas de las montañas de Otz, hasta mezclar sus oscuras aguas con el sombrío y misterioso Iss, el débil reflejo que apareció ante nosotros se convirtió gradualmente en una radiante luz que todo lo envolvía.

El río se ensanchó hasta presentar el aspecto de un gran lago, cuya abovedada cúpula, iluminada por rocas de fosforescentes reflejos, estaba salpicada con los vivos rayos de diamantes, zafiros, rubíes y las innumerables e incomparables piedras preciosas incrustadas en el oro virgen que forma la mayor parte de estos magníficos acantilados.

Más allá de la iluminada cámara del lago reinaba la más completa oscuridad: lo que había tras aquella oscuridad ni siquiera podía adivinarlo.

El haber seguido la otra embarcación, a través del agua reluciente, hubiese equivalido a ser inmediatamente descubierto. Así, pues, aunque reacio a perder de vista ni un solo instante a Thurid, me vi obligado a esperar en la sombra, hasta que desapareció el otro bote, al extremo opuesto del lago.

Entonces remé por la brillante superficie, en la misma dirección que habían seguido los otros.

Cuando después de lo que me pareció una eternidad llegué a la penumbra del extremo superior del lago, encontré que el río salía por una baja abertura, para pasar la cual era necesario que obligase a Woola a que se echase en el fondo del bote; yo mismo necesité doblarme en dos para que una bóveda tan baja no me diese en la cabeza.

Inmediatamente el techo se elevó de nuevo en el otro lado: pero el camino ya no estaba brillantemente iluminado. En su lugar, sólo un débil fulgor emanaba de los pequeños y esparcidos parches de roca fosforescente del muro y la bóveda.

Directamente, ante mí, el río corría por aquella cámara más pequeña, a través de tres arcos separados.

Thurid y los therns no se veían por ninguna parte. ¿Por cuál de las tres aberturas habían desaparecido? No había medio de averiguarlo: así pues, escogí la abertura del centro, que ofrecía la misma probabilidad que las otras de ser la ruta verdadera.

El camino estaba sumido en la mayor oscuridad. La corriente era estrecha, tan estrecha, que en la oscuridad me estaba constantemente dando golpes con una y otra pared de rocas, según el río serpeaba a lo largo de su pedregoso lecho.

Poco después oí a lo lejos un profundo y ronco rugido, que aumentaba de volumen según avanzaba, y después rompió en mis oídos, con toda la intensidad de su loca furia, al dar la vuelta a una curva pronunciada, en una extensión de agua débilmente iluminada. Directamente ante mí, el río atronaba, precipitándose desde arriba formando una violenta cascada, y llenaba por completo la estrecha garganta, elevándose por encima de mi cabeza varios cientos de metros; el espectáculo más magnífico que jamás había presenciado.

Pero ¿y aquel terrible ensordecedor estruendo de aguas que se precipitaban encerradas en la rocosa bóveda subterránea? Si la cascada no hubiese cortado por completo mi camino, mostrándome que me había equivocado de ruta, creo que hubiese huido a cualquier sitio ante aquel estrépito ensordecedor.

Thurid y los therns no podían haber pasado por allí. Siguiendo el camino equivocado, habían perdido la pista y se habrían adelantado tanto que podía ser que ya no pudiese encontrarlos hasta que fuese demasiado tarde, si lograba dar con ellos.

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