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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (8 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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Hasta mi poderoso y feroz Woola resultaba tan indefenso como un patito recién nacido ante aquel ser terrible y feroz. Pero era inútil huir, aun cuando hubiera sido aficionado a ello; así, pues, guardé mi terreno, con Woola, gruñendo a mi lado, siendo mi única esperanza morir, como siempre había vivido, peleando. La fiera estaba ya sobre nosotros, y en aquel instante me pareció entrever una ligera esperanza de victoria. Si pudiese evitar la terrible amenaza de muerte cierta, escondida en los sacos de veneno que alimentaban el aguijón, la lucha sería menos desigual.

Al pensarlo, llamé a Woola para que saltase sobre la cabeza del animal, y mientras sus poderosas fauces se cerraban sobre la diabólica cabeza y sus brillantes colmillos se enterraban en el hueso y cartílago de la parte inferior de uno de los enormes ojos de la fiera, me metí debajo del inmenso cuerpo, al levantarse éste arrastrando a Woola del suelo, para poder sacar el aguijón y atravesar con él lo que pendía de su cabeza.

Ponerme en el camino de aquella lanza cargada de veneno era correr a una muerte cierta; pero no podía hacer otra cosa, y mientras la fiera se precipitaba con la velocidad del relámpago hacia mí, con mi larga espada di un terrible tajo que separó el mortífero miembro del horrendo cuerpo.

Después, cual si fuese un mazo, una de las poderosas patas traseras me dio de lleno en el pecho y me envió rodando, medio atontado y sin aliento, a través del camino y debajo de los matorrales que lo bordeaban.

Afortunadamente pasé entre los huecos de los árboles, pues si hubiese dado contra uno de ellos hubiese sido malherido, si no muerto: tan rápidamente había sido impulsado por aquella enorme pata trasera.

Deslumbrado como estaba, me puse en pie y volví en auxilio de Woola para encontrar a su salvaje antagonista dando vueltas a diez metros del suelo, pegando desesperantemente al calot, que se agarraba a él con sus seis poderosas patas. Aun durante mi repentino vuelo por el aire no había soltado la espada, y ahora me precipité debajo de los dos monstruos luchadores, hiriendo repetidas veces a aquel horror con su afilada punta.

El monstruo podía fácilmente haberse puesto fuera de mi alcance; pero evidentemente sabía tan poco de retiradas ante el peligro como Woola y yo, porque cayó rápidamente sobre mí, y antes de que pudiese escapar me agarró el hombro con sus poderosas fauces.

Una y otra vez, el ahora inútil tronco de su gigante aguijón dio fútilmente contra mi cuerpo; pero los golpes solos eran de tanto efecto como las coces de un caballo; así es que, al decir fútilmente, sólo me refiero a la función natural del inutilizado miembro; eventualmente podía haberme pulverizado.

No le quedaba mucho que hacer para lograrlo, cuando ocurrió algo que terminó para siempre sus hostilidades.

Desde donde yo colgaba, unos metros sobre el camino, podía ver unos cientos de metros de la carretera de Kaol hasta donde se volvía hacia el Este y, justamente cuando había perdido toda esperanza de escapar de la peligrosa situación en que me encontraba, vi aparecer a un guerrero rojo por el recodo.

Montaba un espléndido thoat, uno de las especies más pequeñas usadas por los hombres rojos, y llevaba en la mano una lanza ligera extraordinariamente larga.

Su cabalgadura marchaba lentamente cuando le distinguí; pero en el momento en que el hombre rojo nos vio, una palabra a su thoat hizo cargar a éste rápidamente sobre nosotros. El guerrero, con su larga lanza se precipitó sobre la fiera, y mientras su thoat y su jinete se arrojaban debajo, la punta de la lanza atravesó el cuerpo de nuestro antagonista.

Con un estremecimiento convulsivo, el monstruo se endureció; las fauces se aflojaron, soltándome, y después, estremeciéndose en el aire, la fiera cayó de cabeza en el camino, sobre Woola, que aún seguía agarrándose tenazmente a su ensangrentada cabeza.

Cuando logré ponerme en pie, el hombre rojo se había vuelto y se hallaba a nuestro lado. Woola, viendo a su enemigo inerte y sin vida, soltó su presa cuando se lo ordené, y se escurrió debajo del cuerpo que le cubría, y los dos hicimos frente al guerrero, que nos contemplaba.

Empecé a darle las gracias; pero me interrumpió perentoriamente, diciendo:

—¿Quién sois para atreveos a penetrar en la tierra de Kaol y cazar en el bosque real del jeddak?

Después, al observar mi piel blanca, a través de la mugre y sangre que me cubría, sus ojos se abrieron de par en par, y en tono alterado me preguntó:

—¿Es posible que seáis un sagrado Thern?

Podía haberle engañado durante algún tiempo, como había engañado a otros; pero habiendo tirado la peluca amarilla y la diadema sagrada en la presencia de Matai Shang sabía que no tardaría mucho mi nuevo amigo en descubrir que no era ningún thern.

—No soy thern —repliqué, y después, echando toda precaución a los vientos, añadí—: Soy John Carter, príncipe de Helium, cuyo nombre puede que no os sea desconocido.

Si sus ojos se habían abierto cuando me tomó por un sagrado Thern, ahora, que sabía quién era, materialmente se le salían de la cara. Agarré mi larga espada con más firmeza, mientras pronunciaba las palabras que sabía habían de precipitar el ataque; pero, con gran sorpresa mía, no precipitaron nada.

—¡John Carter, príncipe de Helium! —repitió lentamente. Como si no pudiese darse cuenta de la verdad que encerraban aquellas palabras—. ¡John Carter, el más poderoso guerrero de Barsoom!

Y después, echando pie a tierra, puso la mano sobre mi hombro, según se acostumbra al hacer el saludo más amistoso de Marte.

—Es mi deber y debiera ser mi gusto mataros, John Carter; pero siempre, en lo más profundo de mi corazón, he admirado vuestras proezas y he creído en vuestra buena fe, mientras he dudado y desconfiado de los therns y su religión. Para mí significaría la muerte instantánea si mi herejía se sospechase en la Corte de Kulan Tith; pero, si puedo serviros, príncipe, no tenéis más que mandar a Torkar Bar, dwar del camino de Kaol.

La verdad y la honradez resplandecían en el noble rostro del guerrero, de modo que no podía menos que confiar en él, aun cuando debiera ser mi enemigo. Su título de capitán del camino de Kaol me explicaba su oportuna aparición en el seno de la profunda selva, porque todos los caminos de Barsoom están recorridos por patrullas de nobles guerreros, ni hay servicio más honroso que aquél, tan peligroso y solitario, que se realiza por las menos frecuentadas secciones de los dominios de los hombres rojos de Barsoom.

—Torkar Bar ha colocado ya sobre mis hombros una gran deuda de gratitud —repliqué, señalando el cuerpo del animal monstruoso, de cuyo corazón estaba sacando su larga lanza.

El hombre rojo sonrió.

—Fue una suerte que llegase tan a tiempo —dijo—. Sólo esta lanza envenenada, atravesando el corazón mismo de un sith; puede rematarlo con la rapidez suficiente para salvar su presa. En esta sección de Kaol todos vamos armados con una larga lanza para siths, cuya punta está impregnada con su veneno, pues ningún otro virus obra tan rápidamente sobre la fiera como el suyo propio.

—Mirad —continuó, sacando su puñal y haciendo una incisión en el cuerpo a un pie sobre el tronco del aguijón, del cual después sacó dos sacos, cada uno de los cuales contenía gran cantidad del mortífero líquido—. De este modo mantenemos nuestro depósito, aunque si no fuese por ciertos usos comerciales, a los cuales se destina el virus, sería apenas necesario aumentar nuestra provisión, puesto que los siths están casi por completo exterminados. Sólo de cuando en cuando damos con alguno. Antiguamente, sin embargo, Kaol estaba lleno de los terribles monstruos, que a menudo aparecían en rebaños de veinte o treinta, precipitándose en nuestras ciudades y llevándose mujeres, niños y hasta guerreros.

Mientras hablaba, había estado yo meditando cuándo podría prudentemente comunicarle la misión que a aquella tierra me traía; pero sus siguientes palabras impidieron que yo hiciese alusión al asunto y diese interiormente gracias de no haber hablado demasiado pronto.

—Y en cuanto a ti, John Carter —dijo—, no te preguntaré lo que te trae aquí ni deseo saberlo. Tengo ojos, oídos y una inteligencia corriente, y ayer por la mañana vi una partida que llegó del Norte a la ciudad de Kaol en un pequeño aparato. Pero una cosa te pido, y es la palabra de honor de John Carter de que no intentará nada contra la nación de Kaol ni su gobernante.

—Te doy mi palabra respecto a ello, Torkar Bar —repliqué.

—Me dirijo por el camino de Kaol, alejándome de la ciudad —prosiguió—. No he visto a nadie, y menos aún a John Carter. Tampoco tú has visto a Torkar Bar ni oído nunca su nombre. ¿Comprende?

—Perfectamente —repliqué. Puso de nuevo la mano sobre mi hombro.

—Este camino conduce directamente a Kaol —dijo—. Buena suerte —y saltando sobre su thoat emprendió el trote, sin volverse siquiera una vez a mirarme.

Fue al oscurecer cuando Woola y yo distinguimos, a través de la espesura del bosque, la gran muralla que rodea la ciudad de Kaol.

Habíamos recorrido todo el camino sin aventura ni contratiempo alguno, y aunque las pocas personas que habíamos encontrado habían mirado con extrañeza al calot, nadie había penetrado el pigmento rojo con el cual yo había ligeramente untado todo mi cuerpo.

Pero el atravesar la comarca que nos rodeaba y entrar en la guardada ciudad de Kulan Tith, jeddak de Kaol, eran cosas distintas. No hay hombre que entre en ninguna ciudad marciana sin dar toda clase de detalles y cuenta satisfactoria de sí mismo, ni me ilusionaba en la esperanza de que podría ni siquiera por un momento engañar a los oficiales de guardia, ante los cuales me llevarían en el momento en que me presentase en cualquiera de las puertas. Mi única esperanza era entrar en la ciudad protegido por las sombras de la noche, y una vez en ella, confiar en mi ingenio para ocultarme en algún barrio populoso, donde fuese menos probable que me detuviesen. Con esta idea presente, rodeé la gran muralla, quedándome dentro del borde del bosque, que está separado de la muralla, todo alrededor de la ciudad, para que ningún enemigo pueda utilizar los árboles como medio de penetrar en ella.

Varias veces intenté escalar la barrera en diferentes partes; pero ni aun mis músculos terrenos podían dominar aquel parapeto hábilmente construido. A una altura de treinta metros la muralla se combaba hacia afuera, y después, durante otros treinta, se elevaba perpendicularmente, volviendo a combarse otros quince metros, y así hasta el fin.

¡Y resbaladiza...! No lo sería más el cristal pulido. Finalmente, tuve que admitir que por fin había descubierto una fortificación barsoomiana que no podía penetrar. Descorazonado me retiré al bosque, junto a un ancho camino que conducía a la ciudad por el Este, y con Woola a mi lado me dormí profundamente.

CAPÍTULO VI

Un héroe en Kaol

Era ya de día cuando me despertó un movimiento cauteloso cerca de mí.

Al abrir los ojos vi que Woola también se movía y, sentándose, con todo el pelo erizado, miraba a través de los matorrales hacia el camino.

Al principio nada pude ver; pero después distinguí algo verde y suave que se deslizaba por entre la vegetación morada, amarilla y encarnada.

Haciendo señas a Woola para que permaneciese quieto donde se hallaba, me dirigí hacia afuera para investigar, y escondido tras el tronco de un gran árbol vi una larga fila de los odiosos guerreros verdes de los fondos de los mares muertos, ocultos en la espesa selva, junto al camino.

Hasta donde podía ver, la silenciosa fila de destrucción y muerte se extendía fuera de la ciudad de Kaol. Sólo existía una explicación. Los hombres verdes esperaban la salida de un cuerpo de ejército rojo por la puerta más próxima, y estaban emboscados para saltar sobre ellos.

No debía lealtad alguna al jeddak de Kaol; pero era de la misma raza de nobles hombres rojos que mi princesa y no podía presenciar tranquilamente el degüello de sus guerreros por los crueles demonios sin corazón de los lugares desolados de Barsoom.

Cautelosamente retrocedí hasta donde había dejado a Woola, y avisándole de que no hiciese ruido alguno, le hice seña de que me siguiese. Dando un gran rodeo, para evitar caer en manos de los hombres verdes, pude llegar, por fin, a la gran muralla.

A unas cien yardas a mi derecha estaba la puerta por donde evidentemente esperaban que saliese la tropa; pero para llegar a ella tenía que pasar el flanco de los guerreros verdes, cerca de su alcance, y temiendo que mi plan de avisar a los kaolianos pudiera de este modo ser impedido decidí apresurarme a llegar a otra puerta, distante un kilómetro, que me daría entrada en la ciudad.

Sabía que mi misión me proporcionaría un magnífico pasaporte para Kaol, y debo confesar que mi aviso obedecía más a mi ardiente deseo de entrar en la ciudad que al de evitar un combate con los hombres verdes. Por mucho que me guste luchar, no puedo siempre darme ese gusto, y en aquel momento tenía cosas de más importancia pendientes que derramar la sangre de guerreros extraños.

Si lograse encontrarme dentro de la muralla de la ciudad, podría ofrecérseme la oportunidad, con la confusión y emoción que seguramente seguirían a mi anuncio, de penetrar en el palacio del jeddak, donde seguramente estarían hospedados Matai Shang y sus acompañantes.

Pero apenas había dado cien pasos en la dirección de la puerta más alejada, cuando el rumor de las tropas en marcha, el ruido de armas y los relinchos de los thoats, dentro de la ciudad, me dieron a entender que los kaolianos se dirigían ya a la otra salida.

No había tiempo que perder. Un momento más y la puerta se abriría, saliendo la cabeza de la columna al camino, donde le esperaba la muerte.

Volviendo a la maldita puerta, corrí rápidamente a lo largo del borde de la muralla, dando los grandes saltos que al principio me hicieron famoso en Barsoom. Saltos de treinta, cincuenta, cien metros, no son nada para los músculos de un hombre de la Tierra en Marte.

Al pasar cerca de los hombres verdes, éstos me vieron y, en un instante, sabiendo que su secreto estaba descubierto, los que se hallaban más cerca de mí se pusieron en pie de un salto, esforzándose por evitar que llegase a la puerta.

Al mismo instante, ésta se abrió de par en par, dando paso a la cabeza de la columna kaoliana. Una docena de guerreros verdes habían logrado interponerse entre la puerta y yo, pero no tenían la menor idea de quién era aquel a quien intentaban detener.

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