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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (5 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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Recordé cuidadosamente todas las circunstancias de mi persecución de Thurid, y deduje la misma conclusión que mi opinión original: que Thurid había seguido aquel camino sin más ayuda que su propio conocimiento y había pasado por la puerta que me cerraba el paso sin ayuda del interior. Pero ¿cómo lo había realizado?

Recordé el incidente de la cámara misteriosa en los Acantilados Áureos cuando liberé a Thuvia de Ptarth del calabozo de los therns y ella cogió una delgada llave, semejante a una aguja, del llavero de su guardián muerto, para abrir la puerta que conducía a la cámara misteriosa, donde Tars Tarkas luchaba a muerte con los grandes banths. Un agujero tan pequeño como aquel que ahora me desafiaba había abierto la intrincada cerradura de aquella otra puerta.

Apresuradamente vacié en el suelo el contenido de mi bolsa. Si sólo pudiera encontrar un delgado trozo de acero, podría hacer una llave que me diese paso a la prisión del templo.

Mientras examinaba la colección heterogénea de toda clase de objetos que se hallan siempre en la bolsa de un guerrero marciano, mis dedos tropezaron con el adornado encendedor de radio del negro dátor.

Cuando iba a dejarlo a un lado como algo inútil para sacarme del actual apuro, mis ojos dieron en unos extraños caracteres, ruda y recientemente arañados, sobre el suave dorado del estuche.

La curiosidad me movió a descifrarlos; pero lo que leí no tenía sentido alguno para mi entendimiento. Había tres juegos de caracteres, unos debajo de otros:

3 ____________________ 50 T

1 ____________________ 1 X

9 ____________________ 25 T

Sólo un instante me picó la curiosidad, y después coloqué de nuevo el encendedor en mi bolsillo; pero aún no lo había soltado cuando acudió a mi mente el recuerdo de la conversación sostenida entre Lakor y su compañero, cuando el thern menor había citado las palabras de Thurid, burlándose de ellas: «¿Y qué te parece el ridículo asunto de la luz? Que brille con la intensidad de tres unidades de radio durante cincuenta tais». ¡Ah!, allí estaba la primera línea de los caracteres sobre el estuche del encendedor, 3-50 T, «y durante un xat, que brille con la intensidad de una unidad de radio», aquélla era la segunda línea, «y después, durante veinticinco tais, con nueve unidades».

La fórmula estaba completa; pero ¿qué significaba?

Creí saberlo, y cogiendo una poderosa lente de aumento entre las baratijas de mi bolsa, me apliqué a examinar cuidadosamente el mármol que rodeaba el agujerillo de la puerta. De buena gana hubiera prorrumpido en gritos de júbilo cuando mi investigación me descubrió la casi invisible incrustación de partículas de electrones carbonizados que despiden aquellos encendedores marcianos. Era evidente que durante innumerables siglos encendedores de radio habían sido aplicados al agujerito, y para aquello sólo existía una aplicación: el mecanismo de la cerradura estaba movido por los rayos de luz, y yo, John Carter, príncipe de Helium, tenía en mi mano la combinación arañada por la mano de mi enemigo sobre el estuche de su propio encendedor.

En un brazalete circular de oro, que llevaba en la muñeca, estaba mi cronómetro de Barsoom, un instrumento que marcaba los tais y xats y zods del tiempo marciano, presentándolos a la vista bajo un fuerte cristal, de modo muy parecido al de un cronómetro terrestre.

Calculando cuidadosamente mi operación, acerqué el encendedor a la pequeña abertura, regulando la intensidad de la luz por medio de la palanca colocada a un lado del estuche.

Durante cincuenta tais dejé brillar tres unidades de luz en el agujero; después, una unidad, durante un xat, y nueve unidades, durante veinticinco tais. Aquellos últimos veinticinco tais fueron los veinticinco segundos más largos de mi vida. ¿Cedería la cerradura al final de aquellos segundos que a mí se me hacían interminables? ¡Veintitrés! ¡Veinticuatro! ¡Veinticinco! Corre la luz de golpe. Durante siete tais esperé; no había podido apreciar efecto alguno en la cerradura. ¿Sería que mi teoría estaba completamente equivocada?

¡Detente! ¡Espera! ¿Mi tensión nerviosa había tenido por resultado una alucinación, o la puerta se movía realmente? Lentamente, la sólida piedra se hundió silenciosamente hacia atrás: no existía alucinación alguna.

Retrocedió diez metros, hasta dejar descubierta a su derecha una estrecha puertecilla que daba a un pasillo oscuro, paralelo al muro exterior. Apenas quedó franca la entrada, Woola y yo nos precipitamos por ella, y la puerta se deslizó silenciosamente de nuevo a su sitio.

A alguna distancia, en el corredor, se veía el débil reflejo de una luz, y hacia ella nos dirigimos. La luz se hallaba en una cerrada revuelta, y un poco más allá se veía una habitación brillantemente iluminada.

Allí descubrimos una escalera de caracol que partía del centro de la habitación circular.

Comprendí inmediatamente que habíamos llegado al centro de la base del templo del Sol; la escalera conducía a la parte superior, pasando por los muros inferiores de las celdas. En alguna parte de los pisos superiores estaba Dejah Thoris, a no ser que Thurid y Matai Shang hubiesen ya logrado raptarla.

Apenas habíamos empezado a subir la escalera, cuando Woola, de repente, fue presa de gran excitación. Saltaba hacia adelante y hacia atrás mordiéndome las piernas y los arreos, hasta el punto de hacerme creer que estaba loco, y cuando por fin le empujé y empecé de nuevo a subir, me agarró por el brazo derecho, obligándome a retroceder.

Fue inútil reñirle ni pegarle para que me soltase, y estaba enteramente a merced de su fuerza bruta, a no ser que me defendiese con el puñal en la mano izquierda; pero, loco o cuerdo, no tuve valor para hundir la afilada hoja en aquel cuerpo tan fiel.

Me arrastró a la cámara y, a través de ella, hacia la parte opuesta a la puerta por la cual habíamos entrado. Allí había otra puerta dando paso a un corredor que descendía en pendiente rápida. Sin titubear, Woola me empujó por aquel pasillo.

De repente se detuvo y me soltó, poniéndose entre mí y el camino por donde habíamos venido, mirándome como para preguntarme si ya le seguiría de mi propia voluntad o si tendría todavía que emplear la fuerza.

Mirando con preocupación las señales de sus grandes dientes sobre mi brazo desnudo decidí complacerlo. Después de todo, su extraño instinto era más de fiar que mi defectuoso juicio humano.

Y bien me vino haberme visto obligado a seguirle. A poca distancia de la cámara circular nos encontramos de repente en un laberinto de cristal brillantemente iluminado.

Al principio creí que era una amplia habitación sin división alguna: tan claras y transparentes eran las paredes de los serpeantes pasillos; pero, después de haber estado varias veces a punto de romperme la cabeza, al esforzarme en pasar a través de las sólidas murallas de vidrio, anduve con más cuidado.

Sólo habríamos recorrido unas yardas del corredor que nos había dado paso a este extraño laberinto, cuando Woola lanzó un espantoso rugido y, al mismo tiempo, se precipitó sobre el cristal de nuestra izquierda.

Aún resonaban a través de las cámaras subterráneas los ecos de aquel terrible rugido, cuando vi lo que lo había arrancado de la garganta del fiel animal.

A lo lejos discerní vagamente las figuras de ocho personas: tres mujeres y cinco hombres, los cuales, vistos a través de los muchos cristales que nos separaban y parecían envolverlos en una nube, asemejaban seres fantásticos de otro mundo.

En el mismo instante, evidentemente asustados por el fiero rugido de Woola, se detuvieron y miraron a su alrededor. Entonces, de repente, uno de ellos, una mujer, tendió sus brazos hacia mí, y aun a tan gran distancia pude ver que sus labios se movían; era Dejah Thoris, mi siempre hermosa y siempre joven princesa de Helium.

Con ella estaba Thuvia de Ptarth; Phaidor, hija de Matai Shang; Thurid, el padre de los therns, y los tres therns menores que los habían acompañado.

Thurid me amenazó con el puño, y dos de los therns agarraron con rudeza de los brazos a Dejah Thoris y Thuvia, obligándolas a apretar el paso. Un momento después habían desaparecido por un corredor de piedra, más allá del laberinto de cristal.

Dicen que el amor es ciego; pero un amor tan grande como el de Dejah Thoris, que me conoció hasta disfrazado de thern y a través del laberinto de cristal, debe ciertamente de estar muy lejos de ser ciego.

CAPÍTULO IV

La torre secreta

No tengo valor para relatar los monótonos acontecimientos de los tediosos días que Woola y yo pasamos averiguando nuestro camino a través del laberinto de cristal y atravesando éste por las oscuras y torcidas sendas que nos condujeron por debajo del valle del Dor y los Acantilados Áureos hasta las montañas de Otz, justamente encima del valle de las Almas Perdidas, aquel lamentable purgatorio habitado por los pobres desgraciados que no se atreven a continuar su abandonada peregrinación al Dor ni volverse a los varios países del mundo exterior, de donde han venido.

Allí la pista de los raptores de Dejah Thoris nos conducía a un lago de la base de la montaña, a través de pendientes y ásperos barrancos, junto a imponentes precipicios y, a veces, por el valle, donde tuvimos que luchar frecuentemente con miembros de varias tribus salvajes que forman la población de aquel extraño valle de desesperación.

Pero logramos atravesarlo todo y llegar a un camino que conducía a una estrecha garganta que, a cada paso, se hacía más impracticable, hasta que apareció a nuestra vista una poderosa fortaleza enterrada al pie de una montaña que la cobijaba.

Aquél era el escondite secreto de Matai Shang, padre de los therns. Allí, rodeado de unos cuantos fieles, el hekkador de la antigua fe, que antes había tenido a sus órdenes millones de vasallos y subordinados, dispensaba la espiritual doctrina entre la media docena de naciones de Barsoom que aún se aferraban tenazmente a su falsa y desacreditada religión.

Estaba oscureciendo cuando apercibimos los muros, al parecer inaccesibles, de aquella montañosa fortaleza, y para no ser vistos me retiré con Woola detrás de un promontorio de granito en medio de un grupo del duro y morado césped que crece en los estériles terrenos de Otz.

Allí permanecimos hasta que la rápida transición de día a noche se hubo efectuado. Después me deslicé hacia los muros de la fortaleza, buscando el medio de penetrar en ella.

Bien fuese por descuido o por demasiada confianza en la supuesta inaccesibilidad de su escondite, la verja estaba abierta de par en par. Al otro lado había unos cuantos guerreros, riendo y comentando uno de sus incomprensibles juegos barsoomianos.

Observé que entre ellos no estaba ninguno de los que habían acompañado a Thurid y Matai Shang y así, confiado en mi disfraz, franqueé valerosamente la entrada y me acerqué a ellos.

Los hombres interrumpieron su juego y me miraron, pero no manifestaron sospecha alguna. Del mismo, modo miraron a Woola, que me seguía gruñendo.

—¡Kaor! —dije, saludando en verdadero estilo marciano, y los guerreros suspendieron su juego y se levantaron para saludarme—. Acabo de hallar el camino desde los Acantilados Dorados —proseguí— y deseo que me dé audiencia el hekkador Matai Shang, padre de los therns. ¿Dónde podré hallarlo?

—Sígueme —dijo uno de los guerreros y, volviéndose, me llevó, cruzando el patio exterior, hacia un segundo muro apuntalado.

Ignoro cómo no me inspiró sospecha la aparente facilidad con que al parecer les engañaba, a no ser por el hecho de estar mi mente tan embebida con aquella rápida visión de mi amada princesa, para no quedar en ella lugar para nada más. Pero sea lo que fuere, lo cierto es que yo seguía alegremente a mi guía directamente a las garras de la muerte.

Supe después que therns espías habían anunciado mi llegada horas antes de haber llegado yo a la oculta fortaleza.

La verja había quedado abierta, a propósito, para tentarme. Los guardias, bien adiestrados en su conspiración, y yo, más parecido a un colegial que a un maduro guerrero, corrí apresuradamente a meterme en la trampa.

Al extremo del patio exterior una puertecilla daba entrada al ángulo formado por uno de los puntales en el muro. Allí mi conductor sacó una llave y abrió la puerta; después, retrocediendo, me hizo seña de que entrase.

—Matai Shang está en el patio del templo, al otro lado —dijo, y al pasar Woola y yo cerró rápidamente la puerta.

La odiosa carcajada que llegó a mis oídos, a través de la fuerte puerta, después de haber oído dar la vuelta a la llave, fue mi primera sospecha de que todo no marchaba tan bien como me figuraba.

Me encontré en una pequeña cámara circular abierta dentro del puntal. Ante mí había una puerta que conducía probablemente al patio interior del otro lado. Antes de franquearla, titubeé un momento. Entonces se confirmaron todas mis sospechas, si bien algo tarde. Enseguida, encogiéndome de hombros, abrí la puerta y salí al patio interior, alumbrado por antorchas.

Directamente, enfrente de mí, se levantaba una pesada torre de unos trescientos metros de altura. Era del estilo extrañamente hermoso de la arquitectura moderna barsoomiana; toda su superficie estaba tallada en atrevidos relieves, con dibujos intrincados y fantásticos. A una altura de treinta metros sobre el patio, y dominándolo, había un ancho balcón, y allí, por cierto, estaba Matai Shang, y a su lado Thurid, Phaidor, Thuvia y Dejah Thoris, estas últimas cargadas de cadenas. Detrás de ellos se encontraban varios guerreros.

Al entrar yo en el patio todas las miradas se dirigieron hacia mí.

Una siniestra sonrisa entreabrió los crueles labios de Matai Shang. Thurid me lanzó un insulto, y con gesto familiar puso una mano sobre el hombro de mi princesa. Ésta, como una pantera, se volvió hacia él y le dio un fuerte golpe con las esposas que rodeaban sus muñecas.

Thurid, de no haberse interpuesto Matai Shang, hubiera devuelto el golpe, y pude entonces observar que los dos hombres no parecían mantener cordiales relaciones, porque los therns eran arrogantes y dominantes, como si quisieran hacer claramente ver al Primer Nacido que la princesa de Helium era propiedad del padre de los therns. Y la actitud de Thurid, respecto al anciano hekkador, no demostraba la menor simpatía ni respeto.

Cuando cesó el altercado, Matai Shang se volvió hacia mí.

—¡Hombre de la Tierra —exclamó—, mereces una muerte mucho más innoble de la que nuestro debilitado poder nos permite darte! Pero para que la muerte que te espera esta noche te sea doblemente amarga, has de saber que, en cuanto mueras, tu viuda será la esposa de Matai Shang, hekkador de los sagrados therns, durante un año marciano. Al final de ese tiempo, como sabes, será abandonada, según nuestra ley; pero no, como es costumbre, para llevar una vida tranquila y honrada, respetada como alta sacerdotisa de algún venerado santuario. En vez de ello, Dejah Thoris, princesa de Helium, será el juguete de mis ayudantes, quizá hasta de tu más odiado enemigo: Thurid, el negro dátor.

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