Read El señor de la guerra de Marte Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (9 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
8.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No amainé mi paso en lo más mínimo al precipitarme entre ellos, y según caían ante mi espada acudían a mi mente los agradables recuerdos de aquellas otras luchas, en que Tars Tarkas, jeddak de Thark, el más poderoso de los hombres verdes, me había animado en los largos y ardorosos días marcianos, cuando juntos segábamos a nuestros enemigos hasta hacer que el montón de sus cadáveres se elevase por encima de la cabeza de un hombre de extraordinaria estatura.

Cuando entre varios guerreros me acosaron estrechamente, allí delante de la tallada puerta de Kaol, salté por encima de sus cabezas y, a semejanza de los horrendos hombres planta del Dor, golpeé en las cabezas de mis enemigos al pasar sobre ellas.

Desde la ciudad, los guerreros rojos se precipitaban sobre nosotros, y desde la selva, la horda salvaje de los hombres verdes salía a su encuentro. En un momento me hallé en el centro de la más fiera y sangrienta batalla en que hubiera nunca tomado parte.

Aquellos kaolianos eran de los más nobles luchadores; aunque no son los guerreros verdes del Ecuador un átomo menos marciales en el combate que sus fríos y crueles primos de la zona templada. Muchas veces hubo ocasión para que cualquiera de los dos bandos pudiera retirarse sin deshonor, terminando de este modo las hostilidades; pero por el loco ímpetu con el que invariablemente cada lado renovaba las hostilidades, pronto comprendí que lo que únicamente debía ser una ligera escaramuza terminaría sólo con el completo exterminio de uno u otro bando guerrero.

Despertada en mí la alegría de la lucha, disfruté mucho con la batalla, y que mi modo de combatir fue notado por los kaolianos lo demostraron los vítores que a menudo me dirigieron.

Si a veces parezco enorgullecerme demasiado de mi habilidad guerrera, hay que recordar que el guerrear es mi vocación. Si vuestra vocación fuese de zapatero o pintor y pudieseis ejercitar una u otra mejor que vuestros camaradas, tontos seríais si no os enorgullecieseis de vuestra habilidad. Así, pues, me siento muy orgulloso de que sobre los dos planetas no haya existido nunca mejor guerrero que John Carter, príncipe de Helium.

Y aquel día me excedí para convencer a los naturales de Kaol de que deseaba ganar sus corazones y abrirme paso en su ciudad. No había de quedar frustrado mi deseo.

Peleamos todo el día, hasta que el camino quedó rojo de sangre y sembrado de cadáveres.

Avanzaba y retrocedía la marea de la batalla, por el resbaladizo camino; pero ni una sola vez estuvo realmente la puerta de Kaol en peligro.

Hubo intervalos de descanso en los cuales pude conversar con los hombres rojos que me rodeaban, y en uno de ellos, el mismo jeddak, Kulan Tith, puso su mano sobre mi hombro y me preguntó cómo me llamaba.

—Soy Dotar Sojat —repliqué, recordando un nombre que hacía años me habían llamado los tharks, tomado, según acostumbran, de los dos primeros guerreros suyos que había yo matado.

—Eres un gran guerrero, Dotar Sojat —replicó—, y cuando termine el día te hablaré de nuevo en la gran sala de audiencia.

Y después la batalla siguió de nuevo, separándonos; pero había logrado el deseo de mi corazón, y con renovado vigor y alegría esgrimí mi espada hasta que el último de los hombres verdes quedó satisfecho y se retiró hacia su distante fondo de mar.

Hasta que terminó la batalla no me enteré del motivo por el cual el ejército de hombres rojos salía ese día. Al parecer, Kulan Tith esperaba la visita de un poderoso jeddak del Norte, poderoso y único aliado de los kaolianos, y deseaba ir a recibirlo a un día de camino de Kaol.

Pero ahora la salida para recibir al huésped quedó retrasada hasta la siguiente mañana, en que las tropas salieron de nuevo de Kaol. No me habían llevado a presencia de Kulan Tith después de la batalla; pero había enviado a un oficial para que me llevase a habitaciones cómodas en la parte del palacio destinada a los oficiales de la guardia real. Allí, con Woola, había pasado una buena noche y me había levantado muy descansado después de los arduos trabajos de los pasados días. Woola había combatido conmigo durante toda la batalla del día anterior, fiel a los instintos y entrenamientos de un perro de guerra marciano, gran número de los cuales se encontraban con las hordas salvajes en el fondo de los mares muertos.

Ninguno de los dos habíamos salido ilesos del combate; pero las maravillosas plantas curativas de Barsoom bastaron para ponerme como nuevo en una sola noche.

Almorcé con varios oficiales kaolianos que encontré, tan corteses y encantadores como los nobles de Helium, renombrados por su excelente educación y finos modales. Apenas concluida la comida, llegó un mensajero de Kulan Tith, llamándome a su presencia.

Al presentarme ante él, el jeddak se levantó y, bajándose del estrado que sostenía su magnífico trono, se adelantó a recibirme; marca de distinción que no suele concederse más que a los gobernantes.

—¡Kaor, Dotar Sojat! Te he llamado para transmitirte el agradecimiento del pueblo de Kaol, porque de no ser por tu heroico valor al desafiar al Destino para avisarnos de la emboscada, seguramente hubiésemos caído en la bien preparada trampa. Háblame de ti mismo; de qué país has venido y qué misión te trae a la Corte de Kulan Tith.

—Soy de Hastor —dije, porque realmente tenía un pequeño palacio en aquella ciudad del Sur, que pertenece a los lejanos dominios de la nación heliumética—. Mi presencia en la tierra de Kaol es debida, en parte, a un accidente, habiendo sido destrozado mi aparato sobre el lindero sur de vuestro gran bosque. Fue al buscar la entrada de la ciudad de Kaol cuando descubrí la horda verde que acechaba vuestras tropas.

Si Kulan Tith no se explicaba qué asunto podía traerme en una aeronave hasta el límite de sus dominios fue lo bastante bondadoso para no insistir más en pedirme explicaciones, que ciertamente me hubiese sido difícil dar.

Durante mi audiencia con el jeddak, otras personas habían entrado en la cámara, de modo que no las vi hasta que Kulan Tith pasó, delante de mí, para saludarlas, ordenándome que le siguiese, a fin de presentarme.

Al volverme hacia ellos tuve que esforzarme en dominar la expresión de mi rostro, porque allí, escuchando los elogios de Kulan Tith, estaban mis enemigos: Thurid y Matai Shang.

—Sagrado hekkador de los Sagrados Therns —decía el jeddak—, derrama tus bendiciones sobre Dotar Sojat, el valeroso extranjero del distante Hastor, cuyo maravilloso heroísmo y maravillosa ferocidad logró ayer la victoria para Kaol.

Matai Shang se adelantó y puso su mano sobre mi hombro. Su rostro no expresó la menor indicación de que me reconociese; mi disfraz era evidentemente completo.

Me habló con bondad, y después me presentó a Thurid. El negro, también, por lo visto, quedó completamente engañado. Después, Kulan Tith los obsequió, para mi gran diversión, con detalles de mis proezas sobre el campo de batalla.

Lo que más parecía haberle impresionado era mi extraordinaria agilidad. Describió el modo maravilloso en que había saltado por encima de un enemigo, abriéndole el cráneo con mi espada al pasarle por la cabeza.

Me pareció que los ojos de Thurid se abrían un tanto durante la narración, y varias veces le sorprendí mirándome fijamente a través de sus párpados entreabiertos. ¿Empezaba a sospechar? Y cuando Kulan Tith habló del calot salvaje que luchaba a mi lado vi relucir la sospecha en los ojos de Matai Shang. ¿O acaso es que lo imaginé?

Al terminar la audiencia, Kulan Tith anunció que deseaba que le acompañase en el trayecto para recibir a su regio huésped, y al despedirme para salir acompañado por un oficial que debía proveerme de un uniforme adecuado y una montura, tanto Matai Shang como Thurid parecían sinceros al profesar el placer que habían sentido de conocerme. Dando un suspiro de satisfacción, salí de la cámara, convencido de que sólo mi conciencia intranquila me había hecho creer que mis enemigos sospechaban mi identidad.

Media hora después salí por la puerta de la ciudad, con la columna que acompañaba a Kulan Tith, por el camino donde debía éste encontrar a su amigo y aliado. Aunque mis ojos y oídos habían estado muy alerta durante la audiencia con el jeddak y mis varios paseos por palacio, no había visto ni oído nada de Dejah Thoris ni Thuvia de Ptarth. Estaba seguro de que debían estar en alguna parte del irregular edificio; y mucho hubiera dado por encontrar un medio de quedarme en él durante la ausencia de Kulan Tith para poderlas buscar.

Hacia el mediodía entramos en contacto con la cabeza de la columna a cuyo encuentro íbamos.

Era un espléndido séquito el que acompañaba al jeddak, y se extendía durante millas a lo largo del blanco camino, hacia Kaol. Jinetes cuyos correajes de cuero, incrustados de piedras y metales preciosos, relucían al sol, formaban la vanguardia del cuerpo de ejército, y después venían millares de vistosas carrozas, tiradas por inmensos zitidars. Aquellos bajos y cómodos vagones iban de dos en fondo, y a cada lado de ellos marchaban largas filas de guerreros sobre thoats, porque en las carrozas iban las mujeres y niños de la Casa Real. Sobre cada zitidar monstruoso iba montado un joven marciano, y toda la escena me remontaba a mis primeros días de Barsoom, hacía veintidós años, cuando por primera vez había presenciado el vistoso espectáculo de una caravana de la horda verde de los tharks.

Nunca, hasta aquel día, había visto zitidars al servicio de los hombres rojos. Aquellos brutos son enormes mastodontes, de una alzada inmensa, aun al lado de los hombres verdes gigantes y sus gigantescas monturas; pero cuando los comparaba a los relativamente pequeños hombres rojos y su cría de thoats, asumían proporciones colosales, que resultan verdaderamente asombrosas.

Las bestias llevaban arneses cubiertos de joyas y mantas de silla de alegres sedas, fantásticos dibujos bordados con diamantes, perlas, rubíes, esmeraldas y las innumerables piedras preciosas de Marte, mientras que de cada carroza salían docenas de estandartes, de los cuales pendían flámulas, banderas y pendones que flotaban con la brisa.

Delante de las carrozas iba el jeddak solo, montado en un thoat blanco, cosa nunca vista en Barsoom y después venían interminables filas de lanceros montados, fusileros y guerreros. Era, en verdad, un espectáculo imponente. Excepto por el ruido de las armas, más el casual relincho de un irritado thoat o el bajo y gutural de algún zitidar, el paso de la cabalgata era casi silencioso, porque ni el thoat ni el zitidar tienen pezuñas, y las cinchas de las carrozas son de composición elástica, que no hace ruido alguno.

De cuando en cuando se oía la alegre risa de una mujer o la charla de los niños, porque los marcianos rojos son gente sociable, amiga de diversiones, en completa antítesis de la fría y mórbida raza de los hombres verdes. Las ceremonias y fórmulas relacionadas con el encuentro de los dos jeddaks duró una hora, y después nos volvimos, dirigiendo ya nuestros pasos hacia la ciudad de Kaol, a la que llegó la cabeza de la columna antes de anochecer, aunque debió de ser la madrugada, cuando la retaguardia traspasó la puerta.

Afortunadamente, me encontraba cerca de la cabeza de la columna, y después del gran banquete, al que asistí con los oficiales de la guardia real, me vi libre. Hubo tanta actividad y jaleo en todo el palacio durante toda la noche, con la constante llegada de los oficiales nobles del séquito del jeddak, que no me atreví a intentar un reconocimiento, y en cuanto pude me volví a mi habitación.

Al pasar por los corredores, entre la sala del banquete y las habitaciones que me habían destinado, tuve de repente la impresión de que me espiaban y, volviéndome rápidamente, descubrí una figura que se adentraba apresuradamente por una puerta abierta en el instante en que me volvía.

Aunque corrí al sitio en que la sombra había desaparecido, no pude encontrar rastro alguno; sin embargo, podía haber jurado que había visto un rostro blanco coronado de rubios cabellos.

El incidente proporcionó alimento suficiente a mi imaginación, puesto que, si no me había equivocado en mis conjeturas, Matai Shang y Thurid debían de sospechar mi identidad, y si eso fuese así, ni siquiera el servicio que había prestado a Kulan Tith podría salvarme de su fanatismo religioso.

Pero nunca las vagas conjeturas ni los inútiles temores del futuro pesaron bastante en mi mente para quitarme el descanso, y así pues, aquella noche me eché sobre las sedas y pieles que cubrían mi lecho y me sumí en un tranquilo sueño.

Los calots no podían entrar en las habitaciones de palacio, y tuve que relegar a mi pobre Woola a las cuadras donde estaban los thoats reales. Tenía allí una habitación cómoda y hasta lujosa; pero mucho hubiera dado por tenerle a mi lado, y si hubiese estado, lo que ocurrió aquella noche no hubiera tenido lugar.

No habría dormido más de un cuarto de hora cuando me despertó de repente el pasar por mi frente algo frío y viscoso. Al instante me puse en pie, agarrando lo que tenía encima. Durante un segundo, mi mano tocó carne humana, y después, al precipitarme de cabeza para agarrar a mi visitante nocturno, se me enredó un pie en la cubierta de seda, y del lecho caí al suelo.

Cuando logré ponerme de nuevo en pie y encontrar la llave de la luz, mi visitante había desaparecido. Un cuidadoso reconocimiento del cuarto no me reveló nada que pudiese explicar, ni la identidad ni el asunto de la persona que de aquel modo secreto me había buscado en el silencio de la noche.

No podía creer que fuese su intención robarme, puesto que no se conocen ladrones en Barsoom.

El asesinato, sin embargo, es frecuente: pero tampoco éste podía haber sido el móvil de mi furtivo visitante, porque podía haberme matado fácilmente si hubiese querido.

Había casi desistido de averiguarlo, y estaba a punto de volver a dormirme, cuando una docena de guardias kaolianos entraron en mi habitación.

El oficial que los mandaba era uno de los amables comensales de la mañana; pero ahora su rostro no expresaba la menor simpatía.

—Kulam Tith os manda comparecer ante su presencia. ¡Venid!.

CAPÍTULO VII

Nuevos aliados

Rodeado por los guardias, recorrí los corredores del palacio de Kulan Tith, jeddak de Kaol, hasta la sala de audiencia, situada en el centro del sólido edificio.

Al entrar en la sala, brillantemente iluminada, llena de nobles de Kaol y oficiales del jeddak recién llegado, todos los ojos se volvieron hacia mí. Sobre el gran estrado, al extremo de la cámara, había tres tronos, en los que estaban sentados Kulan Tith y sus huéspedes, Matai Shang y el otro jeddak.

BOOK: El señor de la guerra de Marte
8.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Falling Into Us by Jasinda Wilder
Cage The Dead by Vanucci, Gary F.
Bonnie Dundee by Rosemary Sutcliff
Sight Unseen by Brad Latham
The Romanov's Pursuit by Eve Vaughn
The Planet on the Table by Kim Stanley Robinson