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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (4 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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—Prosigue, pues, tu camino, John Carter —dijo Lakor—; pero ten en cuenta que si no mueres a mano de Thurid, aquí te esperamos y no consentiremos en que vuelvas a ver la luz del mundo superior. ¡Ve!

Durante nuestra conversación, Woola había estado gruñendo y estremeciéndose junto a mí. De cuando en cuando me miraba, lanzando al mismo tiempo un ahogado y suplicante gemido, como pidiéndome permiso para lanzarse a las gargantas de los therns. Él también sentía la traición que ocultaban aquellas falsas palabras.

Detrás de los therns había varias puertas, y Lakor señaló a la más alejada del lado derecho.

—Por ahí marchó Thurid —dijo.

Pero cuando quise llamar a Woola para que me siguiese, la fiera, gimiendo, retrocedió y, por fin, echó a correr hacia la primera puerta de la izquierda, donde permaneció emitiendo su ladrido, semejante a una tos, como invitándome a que le siguiese por el buen camino.

Me volví hacia Lakor, dirigiéndole una mirada interrogativa.

—La fiera se equivoca raras veces —dije—, y aunque no dudo de tu inteligencia superior, thern, me parece que haré bien en seguir la voz del instinto secundada por el cariño y la lealtad.

Mientras hablaba sonreía sombríamente para que, sin necesidad de palabras, comprendiese que desconfiaba de él.

—Como gustes —contestó, encogiéndose de hombros—. Al final, el resultado será el mismo.

Me volví y seguí a Woola por el pasillo de la izquierda, y aunque estaba de espaldas a mis enemigos, mis oídos estaban alerta; sin embargo, no oí la menor señal de que me siguiesen. El pasillo estaba débilmente iluminado por bombillas de radio, colocadas de trecho en trecho, el único medio de iluminación de Barsoom.

Estas mismas lámparas quizá llevaban alumbrando siglos y siglos aquellas cámaras subterráneas, puesto que no requieren cuidado alguno y están compuestas para gastar la mínima cantidad de su sustancia en el transcurso de años de luminosidad.

Sólo habíamos recorrido una corta distancia, cuando empezamos a pasar las bocas de diversos corredores; pero ni una sola vez titubeó Woola. Fue en la entrada de uno de aquellos corredores, a mi derecha, donde poco después oí un sonido que hablaba más claramente a John Carter, luchador, que las palabras de mi idioma nativo: fue el chasquido del metal, el metal de la armadura de un guerrero, y procedía del corredor a mi derecha.

Woola también lo oyó, y como un relámpago se volvió, poniéndose frente al peligro que nos amenazaba, su melena erizada y las hileras de sus brillantes colmillos al descubierto de sus labios, que se entreabrían gruñendo. Le hice callar con un gesto y los dos nos metimos en otro corredor, unos pasos más allá.

Allí esperamos, y no tuvimos que esperar mucho, porque poco después vimos las sombras de dos hombres proyectarse en el suelo del corredor principal a través de la abertura de nuestro escondite. Andaban ahora con gran precaución, no repitiéndose el chasquido que me había alarmado.

Poco después llegaron frente a nosotros y no me sorprendió ver que eran Lakor y su compañero, los del cuerpo de guardia.

Andaban con gran sigilo, y cada uno llevaba en la mano la espada desnuda. Se detuvieron cerca de la entrada de nuestro escondite, murmurando entre sí.

—¿Es posible que le hayamos ya dejado atrás? —dijo Lakor.

—Así debe de ser, o bien la fiera ha extraviado al hombre —replicó el otro— porque el camino que hemos tomado es más corto para llegar aquí para el que lo conoce. John Carter hubiera encontrado que le conducía prontamente a la muerte si lo hubiera seguido, como tú le indicaste.

—Sí —dijo Lakor—; por grande que fuese su habilidad en la lucha, no hubiese podido librarse de la piedra giratoria. Seguramente la habría pisado, y ahora, a estas horas, si el foso que existe debajo tiene fondo, cosa que niega Thurid, estaría ya muy cerca de él. ¡Maldito sea ese chucho suyo que le ha conducido al pasillo más seguro!

—Otros peligros le esperan, sin embargo —dijo Lakor—, de los cuales no escapará fácilmente, si logra escapar de nuestras espadas. Considera, por ejemplo, qué suerte le espera al entrar inesperadamente dentro de la cámara.

Mucho hubiera dado por oír el resto de la conversación, que me hubiese avisado de los peligros que me esperaban; pero el Destino intervino, y justo en el peor de todos los momentos que hubiese elegido para ello, estornudé.

CAPÍTULO III

El Templo del Sol

No había ya más remedio que luchar; ni tuve ventaja alguna al saltar, espada en mano, en el corredor, ante los dos therns, porque mi intempestivo estornudo les había advertido de mi presencia y me esperaban.

No se pronunció palabra alguna; hubiese sido perder aliento inútilmente. La presencia misma de los dos therns proclamaba su traición. Que me seguían para cogerme desprevenido era evidente, y ellos, por supuesto, debieron de conocer que yo conocía su plan.

En un instante me hallé luchando con los dos, y aunque aborrezco hasta el nombre de thern, debo en justicia confesar que son grandes espadachines, y estos dos no eran excepción a esta regla, a no ser que fuesen aún más hábiles y valientes que la generalidad de su raza.

Mientras duró, fue el más reñido encuentro que he tenido. Dos veces, por lo menos, escapé de una herida mortal en el pecho, sólo por la maravillosa agilidad de que están dotados mis músculos terrenales bajo las condiciones de gravedad menor y menor presión de aire de Marte.

Pero aun así, aquel día me encontré muy cerca de la muerte en el sombrío corredor debajo del Polo Sur de Marte, porque Lakor me hizo una jugarreta que, con toda mi experiencia de combate sobre los dos planetas, nunca había presenciado otra anteriormente.

El otro thern me atacaba y yo le obligué a retroceder, tocándole en distintos sitios con la punta de mi espada hasta hacerle sangrar por una docena de heridas, sin poder, sin embargo, penetrar su maravillosa defensa para llegar a un punto vulnerable durante el breve espacio que me hubiera bastado para mandarle con sus antepasados.

Fue entonces cuando Lakor se soltó el cinturón, y al retroceder yo para parar un mal golpe, rodeó con uno de sus extremos uno de mis tobillos, mientras que, tirando con fuerza del otro extremo, logró dar conmigo en tierra, donde caí pesadamente de espaldas.

Después, los therns saltaron como panteras sobre mí; pero no habían contado con Woola, y antes de que pudiesen herirme, una rugiente personificación de mil demonios se precipitó sobre mi postrado cuerpo y mi leal perro marciano cargaba sobre ellos. Imaginaos, si podéis, un inmenso oso con diez patas, armado de poderosos espolones, con enorme boca de rana, que partía su cabeza de oreja a oreja, dejando ver tres hileras de largos y blancos colmillos. Después, dotad a esta criatura de vuestra imaginación con la agilidad y ferocidad de un tigre de Bengala, hambriento y la fuerza de un par de toros bravos, y tendréis una ligera idea de lo que era Woola en acción.

Antes de que pudiese impedirlo, había hecho una gelatina de Lakor, con sólo un golpe de una de sus poderosas patas, y materialmente destrozado al otro; sin embargo: cuando le llamé con dureza, se agazapó humildemente como si hubiera hecho algo digno de censura y castigo.

Nunca he tenido valor para castigar a Woola durante los largos años que han transcurrido desde aquel primer día sobre Marte, cuando el verde jed de los tharks le había encargado de mi defensa y yo había logrado su cariño y lealtad, a despecho de sus antiguos y descastados amos; sin embargo, creo que se hubiese sometido a cualquier crueldad que hubiera podido infligirle: tan maravilloso es su cariño hacia mí.

La diadema en el centro del círculo de oro que llevaba Lakor sobre la frente le proclama thern sagrado, mientras su compañero, que no llevaba este adorno, era thern menor, aunque por su armadura deduje que había llegado al Cielo Noveno, que es inferior tan sólo a thern sagrado. Mientras contemplaba el espantoso estrago causado por Woola, recordé aquella otra ocasión en que me había disfrazado con la peluca, diadema y armadura de Sator Throg, el thern sagrado a quien Thuvia de Ptarth mató, y se me ocurrió que valía la pena utilizar los de Lakor con el mismo fin.

Un momento después había arrancado la peluca amarilla de su cabeza calva y la había transferido, con sus correajes, a mi propia persona.

Woola no aprobó la metamorfosis. Me olfateó, gruñendo muchísimo; pero cuando le hablé y acaricié su enorme cabeza, por fin se reconcilió con el cambio y, obediente, trotó tras de mí por el corredor en la dirección que seguíamos cuando nuestro paso fue cortado por los therns. Avanzábamos ahora cautelosamente, advertidos por el fragmento de conversación que había sorprendido; yo iba al lado de Woola para tener el beneficio de nuestros cuatro ojos, por lo que de repente pudiese aparecer, amenazándonos, y bien nos vino el estar prevenidos.

Al final de un tramo de estrechos escalones, el corredor retrocedía repentinamente en la misma dirección, de modo que en aquel punto formaba una S perfecta, al extremo superior de la cual desembocaba en una gran habitación, mal alumbrada, cuyo piso estaba completamente cubierto de serpientes venenosas y asquerosos reptiles. Haber intentado cruzarla equivaldría a precipitarse a la muerte, y durante un segundo quedé completamente desanimado. Después comprendí que Thurid y Matai Shang, con sus acompañantes, debían de haberla atravesado de alguna manera y, por tanto, existía un camino.

A no ser por el afortunado incidente que me permitió oír una pequeña parte de la conversación de los therns, nos hubiésemos metido de lleno entre aquella serpeante masa destructiva, y un solo paso hubiera bastado para sellar allí mismo nuestra muerte.

Aquéllos eran los únicos reptiles que había visto en Barsoom; pero los conocí por su semejanza a los restos fósiles de especies que se suponían extinguidas y que había visto en los museos de Helium, los cuales comprendían muchos de los conocidos y prehistóricos reptiles, lo mismo que otros no descubiertos.

Jamás había aparecido a mi vista una colección de más espantosos monstruos. Sería inútil tratar de describirlos a los hombres de la Tierra, puesto que la sustancia es lo único que poseen en común con ninguna criatura, del pasado ni del presente, con lo cual os halléis familiarizados; hasta su veneno es de una virulencia tanto o más fuerte que la terrestre, que, por comparación, la cobra real parecería tan inofensiva como un gusanillo.

Al descubrirme, los que estaban más cerca de la puerta quisieron precipitarse fuera; pero una hilera de bombillas de radio, colocada en la entrada, los obligó a detenerse; era evidente que no se atrevían a cruzar aquella línea de luces.

Yo estaba seguro de que no se atreverían a salir de la habitación, aunque sin saber lo que se lo impedía. El mero hecho de no haber encontrado reptiles en el corredor que acabábamos de recorrer era seguridad bastante de que no se aventuraban por allí.

Separé a Woola del peligro y me puse a observar cuidadosamente cuanto de la cámara de los reptiles podía ver desde donde me hallaba. Según mis ojos se iban acostumbrando a la débil luz de su interior, divisé gradualmente una galería al extremo opuesto de la habitación, a la cual daban varias puertas.

Acercándome a la entrada lo más que pude, seguí con la vista la galería, descubriendo que rodeaba la habitación hasta donde alcanzaba mi vista. Después miré hacia arriba, a lo largo del borde superior de la entrada, y allí, con gran alegría, vi un extremo de la galería, a menos de un metro de altura sobre mi cabeza. En un instante había saltado a ella, llamando a Woola para que me siguiese.

Allí no había reptiles; el paso estaba libre hasta el extremo opuesto de aquella horrible cámara, y un momento después Woola y yo salimos sanos y salvos a otro corredor.

Diez minutos después llegamos a una gran sala circular de mármol blanco, cuyas paredes estaban revestidas de oro con los extraños jeroglíficos del Primer Nacido.

Desde la alta cúpula de esta soberbia habitación, una enorme columna circular bajaba hasta el suelo y, al observarla, vi que giraba lentamente. ¡Había llegado a la base del templo del Sol!

Arriba, en alguna parte, se hallaba Dejah Thoris, y con ella, Phaidor, hija de Matai Shang y Thuvia de Ptarth. Pero cómo llegar a ellas, ahora que había encontrado el único sitio vulnerable de su poderosa prisión, era un enigma indescifrable.

Lentamente di la vuelta a la gran columna buscando un medio de penetrar en ella. Encontré un pequeñísimo encendedor de radio, y al examinarlo con algo de curiosidad por hallarse allí, en aquel casi inaccesible y desconocido lugar, de repente vi las armas de la casa de Thurid incrustadas.

«Estoy sobre la pista», pensé, deslizando el encendedor en la bolsa de mi correaje. Después seguí buscando la entrada que sabía debía existir. No tuve que buscar mucho tiempo, porque casi inmediatamente después di con una puertecilla tan curiosamente tallada en la base de la columna, que hubiese pasado inadvertida para un observador menos cuidadoso o perspicaz. Allí estaba la puerta que me conduciría a la prisión; pero ¿cómo abrirla? No se veía pestillo ni cerradura. De nuevo la recorrí cuidadosamente, pulgada por pulgada; pero sólo pude encontrar un agujerito en el centro, hacia la derecha, un agujero como el de un alfiler, que parecía únicamente un defecto de construcción o del material.

Intenté mirar por aquella pequeñísima abertura; pero no pude averiguar su profundidad ni si atravesaba toda la puerta; por lo menos, no se veía luz por él. Acerqué el oído y escuché; pero de nuevo mis esfuerzos resultaron inútiles.

Durante mis experimentos, Woola había estado a mi lado, mirando fijamente la puerta, y al mirarle se me ocurrió comprobar lo correcto de mi hipótesis de que aquella puerta había sido utilizada por Thurid, el negro dátor, y Matai Shang, padre de los therns, para penetrar en el templo.

Volviéndome rápidamente, le llamé. Durante un momento permaneció indeciso: después saltó tras de mí, gimiendo y tirándome del correaje para detenerme.

Seguí, sin embargo, alejándome de la puerta, antes de ceder, para ver con exactitud lo que iba a hacer. Después le permití llevarme donde quiso.

Me condujo directamente a la puerta impenetrable, poniéndose de nuevo frente a la desconcertante piedra, mirando de frente su reluciente superficie. Durante una hora traté de solucionar el misterio de la combinación que me dejaría el paso libre.

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