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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (25 page)

BOOK: El señor de los demonios
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El día antes de que cerraran las puertas del palacio, alrededor del mediodía, Zakath envió a buscar a Garion, Polgara y Belgarath. Encontraron al emperador en su estudio, demacrado y ojeroso, estudiando un mapa de la ciudad principal del imperio.

—Pasad, pasad —les dijo al verlos llegar.

Los tres hechiceros entraron en el estudio y se sentaron en las sillas que Zakath les señalaba con gesto ausente.

—Pareces cansado —señaló Polgara.

—Hace cuatro días que no duermo —dijo Zakath, y miró a Belgarath con expresión de agotamiento—. ¿Dices que tienes siete mil años?

—Aproximadamente.

—¿Has sido testigo de otras epidemias?

—Varias veces.

—¿Cuánto suelen durar?

—Depende del tipo de enfermedad. Algunas duran meses. Otras persisten hasta que muere toda la población de la zona afectada. Pero Pol está mejor informada que yo. Ella tiene más experiencia en cuestiones médicas.

—¿Qué dices, Polgara? —preguntó el emperador.

—Para identificar el tipo de enfermedad necesito conocer los síntomas.

El emperador rebuscó entre la pila de documentos que tenía ante él.

—Aquí está —dijo cogiendo una hoja de pergamino—. Fiebre alta, náuseas, vómitos, escalofríos, sudores, dolor de garganta y de cabeza. Luego sobrevienen delirios, seguidos casi de inmediato por la muerte.

—No suena muy bien —dijo ella con expresión seria—. ¿Hay alguna peculiaridad en los cuerpos muertos?

—Todos tienen una espantosa mueca en la cara, similar a una sonrisa —respondió él tras consultar el pergamino.

—Me lo temía —dijo ella sacudiendo la cabeza.

—¿De qué se trata?

—De un tipo de peste.

—¿Peste? —preguntó el emperador, súbitamente pálido—. Creí que con las pestes salían bultos en todo el cuerpo y esto no dice nada al respecto —dijo alzando el pergamino.

—Hay varios tipos de peste, Zakath. La peste más común produce los bultos que has mencionado. Otra ataca los pulmones, pero la que tenéis aquí es bastante rara y muy virulenta.

—¿Puede curarse?

—No. Algunos logran sobrevivir, pero sólo si se trata de casos leves o de gente con una resistencia natural a la enfermedad. Algunas personas parecen inmunes y no se contagian aunque estén en contacto con ella.

—¿Qué puedo hacer?

—La solución no te gustará —dijo ella mirándolo a los ojos.

—La peste me gusta menos.

—Debes cerrar Mal Zeth y aislarla del mismo modo que has aislado el palacio.

—¡No puedes hablar en serio!

—Hablo muy en serio. Tienes que evitar que la infección se extienda fuera de Mal Zeth, y la única forma de lograrlo es evitar que la gente se traslade a otras ciudades —explicó Polgara con expresión sombría—. Y cuando digo que cierres la ciudad, me refiero a que nadie debe salir de ella.

—Tengo que gobernar un imperio, Polgara. No puedo encerrarme aquí y dejar que se gobierne solo. Debo recibir mensajeros y enviar órdenes fuera de la ciudad.

—Entonces acabarás gobernando un imperio de muertos. Los síntomas de la enfermedad no se manifiestan hasta una o dos semanas después de la incubación, pero durante los últimos días de este período, la enfermedad es muy contagiosa. Puede transmitirla alguien con un aspecto perfectamente saludable. Si envías mensajeros fuera de la ciudad, tarde o temprano se contagiarán y la epidemia se extenderá por toda Mallorea.

Zakath comprendió por fin la verdadera magnitud de la tragedia e inclinó los hombros en un gesto de derrota.

—¿Cuántos? —preguntó.

—No te entiendo.

—¿Cuántos muertos habrá en Mal Zeth, Polgara?

—En el mejor de los casos, la mitad de la población —respondió ella después de reflexionar un momento.

—¿La mitad? —exclamó él—. Polgara, ésta es la ciudad más grande del mundo. Sería el mayor desastre de la historia de la humanidad.

—Lo sé y ya te he dicho que eso sería en el mejor de los casos. El índice de mortalidad podría llegar a las cuatro quintas partes de la población.

—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó Zakath con voz ahogada mientras ocultaba la cara tras sus manos temblorosas.

—Debes quemar a los muertos —respondió ella—. El mejor sistema es quemar sus casas sin sacarlos fuera. Eso reduce las posibilidades de que se extienda la epidemia.

—También sería conveniente que vigilaras las calles —añadió Belgarath—. Es probable que haya actos de pillaje y los saqueadores se contagiarán. Envía arqueros para que les disparen. Luego deben empujar sus cuerpos con palos largos y meterlos en las casas infectadas para quemarlos junto con los cadáveres que haya en el interior.

—¡Me estáis proponiendo que destruya Mal Zeth! —protestó Zakath con violencia mientras se ponía de pie.

—No —repuso Polgara—, te estamos proponiendo la forma de salvar a la mayor cantidad de gente posible. Tienes que endurecer tu corazón, Zakath. Es probable que con el tiempo sea preciso enviar a todos los ciudadanos sanos al campo, rodearlos con guardias para que no escapen y quemar toda Mal Zeth.

—¡Eso es inconcebible!

—Tal vez tengas que empezar a pensar en ello —le aconsejó ella—. La otra opción podría ser mucho, mucho peor.

Capítulo 12

—¡Seda! —dijo Garion con ansiedad—, tienes que detener el plan.

—Lo siento —respondió el hombrecillo mientras miraba con cautela el jardín iluminado por la luna, temiendo que hubiera espías—, pero ya está en marcha. Los bandidos de Sadi están dentro del área del palacio y reciben órdenes de Vasca, quien a su vez se muestra tan valiente que sería capaz de enfrentarse con el propio Zakath. El general Bregar, del Departamento de Aprovisionamiento Militar, intuye que está tramando algo y se ha rodeado de un verdadero ejército. El reyezuelo de Pallia, el príncipe regente de Delchin y el anciano rey de Voresebo han armado hasta el último miembro de su séquito. Por otra parte, el palacio está cerrado y nadie puede traer ayuda de fuera, ni siquiera Zakath. Tal como están las cosas, una sola palabra podría desatar la guerra.

Garion comenzó a maldecir mientras paseaba por el jardín sombrío, arrastrando los pies sobre la hierba segada.

—Tú ordenaste que lo hiciéramos —le recordó Seda.

—Seda, en estos momentos no podemos salir del palacio ni de la ciudad. Es como si hubiéramos provocado un incendio y nos quedáramos atrapados en él.

—Lo sé —respondió Seda con un gruñido de amargura.

—Tengo que ir a ver a Zakath y contárselo todo —dijo Garion—. Él podrá ordenar a los miembros de la guardia que desarmen a todo el mundo.

—Si te parece difícil salir del palacio, imagínate cómo será escapar de las mazmorras. Hasta ahora, Zakath se ha mostrado amable, pero no creo que su paciencia ni su hospitalidad lleguen a tanto. —Garion dejó escapar un gruñido—. Nos hemos pasado de listos —añadió Seda mientras se rascaba la cabeza—. Yo suelo hacerlo a menudo.

—¿Se te ocurre alguna idea de cómo salir de ésta?

—Me temo que no. La situación es demasiado grave. Será mejor que hablemos con Belgarath.

—No le gustará —dijo Garion sobresaltándose.

—Será mucho peor si no le decimos nada.

—Supongo que tienes razón —suspiró Garion—. De acuerdo, hagámoslo de una vez.

Les llevó un buen rato encontrar a Belgarath. Por fin dieron con él en una habitación alta del ala este. El anciano estaba mirando por una ventana que daba a la muralla del palacio. Más allá de la muralla, varios fuegos ardían incontrolados en la ciudad. Cortinas de llamas negras se alzaban sobre calles enteras y una nube de humo denso cubría el cielo estrellado.

—El fuego está fuera de control —dijo el anciano—. Deberían derribar casas para hacer barricadas, pero creo que los soldados tienen miedo de salir de sus barracas —añadió entre maldiciones—. Odio el fuego.

—Ha ocurrido algo —dijo Seda con cautela, mirando a su alrededor para localizar los escondites de los espías.

—¿De qué se trata?

—¡Oh, nada grave! —dijo Seda con tono exageradamente indiferente—, pero pensamos que debíamos decírtelo.

Sus dedos, sin embargo, se movían a toda velocidad. Mientras hablaba con calma de un falso problema con los caballos para entretener a los espías que los estaban escuchando, sus dedos le explicaron toda la situación al anciano.

—¿Que hicisteis qué? —exclamó Belgarath, aunque enseguida disimuló su enfado con un fingido ataque de tos.

—Nos dijiste que urdiéramos un plan para distraerlos, abuelo —le recordó Garion con los dedos, mientras Seda seguía hablando de los caballos.

—Sí, os dije que los distrajerais, no que organizarais una batalla campal dentro del palacio. ¿En qué estabais pensando?

—No se nos ocurrió nada mejor —dijo Seda sin demasiada convicción.

—Dejadme pensar un rato —pidió el anciano en voz alta, y comenzó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, con una mueca de concentración en la cara—. Vayamos a hablar con Durnik. El es quien está a cargo de los caballos, así que necesitaremos su consejo. —Sin embargo, antes de salir de la habitación sus dedos expresaron un último mensaje—: Intentad hacer bastante ruido al bajar las escaleras. Tengo que daros instrucciones y hablar con los dedos lleva demasiado tiempo.

Al salir de la habitación, Garion y Seda arrastraron los pies ruidosamente sobre el suelo de mármol para cubrir los murmullos de Belgarath.

—De acuerdo —dijo el anciano, sin apenas mover los labios mientras avanzaban por el pasillo que conducía a las escaleras—. La situación no es del todo irrecuperable. Si no podemos detener esas rencillas que habéis preparado, dejemos que ocurra. Sin embargo, necesitaremos los caballos. Garion, ve a ver a Zakath y pídele permiso para separar nuestros caballos de los demás. Dile que de ese modo pretendemos evitar que cojan la epidemia.

—¿Los caballos pueden contagiarse? —murmuró Garion, sorprendido.

—No tengo la menor idea, pero puedes estar seguro de que Zakath tampoco lo sabe. Seda, tú diles a los demás que nos vamos y que se preparen para partir.

—¿Nos vamos? —preguntó Garion, atónito—. ¿Acaso sabes cómo salir del palacio y de la ciudad?

—No, pero conozco a alguien que sí lo sabe. Tú ve a ver a Zakath cuanto antes. Ahora mismo tiene tantas preocupaciones que no creo que discuta contigo. —Se volvió hacia Seda—. ¿Tienes idea de cuándo va a empezar la batalla?

—En realidad no —respondió Seda en un susurro sin dejar de hacer ruido con los pies—, pero supongo que puede ocurrir en cualquier momento.

Belgarath sacudió la cabeza, disgustado.

—Creo que necesitas volver a la academia —dijo, enfadado—. El cómo es importante, pero a veces el cuándo lo es mucho más.

—Intentaré recordarlo.

—Hazlo. Ahora será mejor que nos demos prisa. Debemos estar preparados para cuando llegue el momento.

Cuando Garion fue admitido en la gran sala de audiencias, Zakath estaba conferenciando con una docena de oficiales de alto rango.

—Te atenderé dentro de un minuto, Garion —dijo el ojeroso emperador, y se volvió hacia los generales—. Tenemos que controlar las tropas —dijo—. Necesito un voluntario que vaya a la ciudad. —Los generales se miraron unos a otros y restregaron los pies sobre la gruesa alfombra azul con aire distraído—. ¿Tendré que elegir a alguien yo? —preguntó Zakath con exasperación.

—¡Eh!, perdóname —interrumpió Garion con suavidad—, pero ¿por qué tiene que ir alguien?

—Porque nuestros hombres están sentados y cruzados de brazos mientras Mal Zeth arde —respondió Zakath—. Tienen que empezar a levantar barricadas para detener el fuego o perderemos la ciudad entera. Alguien tiene que comunicarles las órdenes.

—¿Tienes tropas apostadas al otro lado de la muralla del palacio? —preguntó Garion.

—Sí. Tienen órdenes de mantener apartada a la gente.

—¿Y por qué no les gritas las órdenes desde lo alto de la muralla? Envía a buscar a un coronel y luego transmítele las órdenes a él. Dile que ponga a las tropas a trabajar. Nadie puede contagiarse una enfermedad a más de cien metros de distancia.

Zakath lo miró fijamente y se echó a reír a carcajadas.

—¿Cómo no lo he pensado antes? —dijo.

—Tal vez porque no has sido educado en una granja —respondió Garion—. Si estás cultivando un campo y quieres hablar con un hombre que está en otro, no tienes más remedio que gritar. De lo contrario, tendrías que darte muchas caminatas innecesarias.

—De acuerdo —le dijo Zakath a sus generales—. ¿Quién de vosotros tiene la voz más fuerte y potente?

—En mi juventud yo solía hacerme oír de un extremo a otro del campo de entrenamiento, Majestad —dijo con una sonrisa un hombre rubicundo y barrigón.

—Bien, ahora tienes oportunidad de comprobar si puedes seguir haciéndolo. Envía a buscar a un coronel inteligente. Dile que abandonen los barrios que están ardiendo y que derriben suficientes casas de los alrededores para evitar que se extienda el fuego. Comunícale que si logra salvar la mitad de Mal Zeth, lo ascenderemos a general.

—Siempre que no muera por la epidemia —murmuró uno de los generales.

—Para eso se les paga a los soldados, caballeros, para que corran riesgos. Se supone que cuando suena la trompeta debéis atacar, y ahora mismo yo estoy tocando la trompeta.

—Sí, Majestad —respondieron todos al unísono mientras se marchaban en orden.

—Ha sido una idea muy ingeniosa, Garion —dijo Zakath con gratitud—. Muchas gracias —añadió mientras se repantigaba en un sillón.

—Es una cuestión de sentido común —dijo Garion encogiéndose de hombros, y él también se sentó.

—Se supone que los reyes y los emperadores no deben tener sentido común. Es demasiado común.

—Creo que deberías dormir, Zakath —dijo Garion con seriedad—. Tienes muy mal aspecto.

—¡Cielos! —exclamó Zakath—. ¡Daría la mitad de Karanda por unas horas de sueño! Pero ya ni siquiera poseo la mitad de Karanda.

—Entonces acuéstate.

—No puedo. Tengo demasiadas cosas que hacer.

—¿De qué servirás si te mueres de agotamiento? Tus generales podrán ocuparse de todo hasta que te despiertes. Para eso están, ¿no crees?

—Tal vez. —Zakath se hundió aún más en su sillón—. ¿Querías algo? —le preguntó a Garion—. Estoy seguro de que ésta no es una simple visita social.

—Es cierto —dijo Garion con tono despreocupado—. Durnik está muy preocupado por nuestros caballos. Hemos hablado con tía Pol y ella no está segura de si los animales pueden contagiarse la peste, pero Durnik quiere que te pida permiso para conducir a nuestros caballos al ala este, donde podríamos vigilarlos.

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