Su situación, explicó Buslenko, era como la de dos cazadores en el mismo bosque.
Eran Buslenko, Sarapenko y María los que debían asegurarse de alcanzar la presa antes de que lo hiciera la Agencia Federal contra el Crimen del BKA, y sin ser detectados. Sólo quería los códigos de acceso para determinar en qué lugar del bosque se escondía el otro cazador. María sabía que sólo era cuestión de tiempo que Buslenko se volviera más insistente.
Al tercer día de vigilancia de los monitores María vio que un enorme Lexus negro aparcaba ante las puertas de la mansión. La cámara de Buslenko estaba montada tan lejos de la casa que resultaba difícil ver con claridad al hombre que salía del coche.
Pero la visión de su figura le produjo un escalofrío.
—¡Olga!
Sarapenko corrió a su lado.
—¿Qué ocurre?
—El… —María sintió que se le tensaba la garganta, como si el nombre fuera a atragantársele si lo decía en voz alta—. Es él.
—¿Cómo lo sabes? Desde esta distancia es tan sólo una forma.
—Es él. La última vez que lo vi era también sólo una forma a lo lejos, corriendo a través de un descampado. ¿Dónde está Buslenko?
—Ha ido a recoger unas cosas. A nuestro contacto aquí… es mejor que no lo sepas.
—Llámalo al móvil. Dile que hemos encontrado a nuestro objetivo y que ahora mismo se encuentra en casa de Molokov.
Observó la figura en el monitor. Al fin, al fin lo tenía en su campo de visión. María experimentó una enorme sensación de poder al saber que lo estaba vigilando sin que él fuera consciente de su observación. La figura oscura e indefinida cuya identidad María conocía con absoluta certeza se volvió a hablar con uno de sus matones y luego desapareció en el interior de la mansión.
María vio con expresión fría y dura de odio violento cómo Vasyl Vitrenko desaparecía de su vista.
—Ahora —dijo, con poco más que un susurro—, ahora te tengo.
El televisor parpadeaba en silencio desde una esquina de la habitación del hotel. Una hilera de bailarinas
Funkenmariechen
con versiones reducidas de las faldas rojas y blancas del uniforme militar prusiano del siglo XVIII, tocadas con tricornios, formaban un coro sincronizado que levantaba la pierna al unísono con una música que no se oía. Al fondo estaba el
Elferrat
, el comité de carnaval de los Once, presidiendo con alegría obligatoria el ritual. La fiesta empezaba a adquirir su clímax del Ro
senmontag
. Fabel yacía en su cama de hotel y miraba distraídamente la pantalla mientras reflexionaba sobre el hecho de que el caníbal del carnaval probablemente también estuviera calentando motores para su actuación de la noche del carnaval de las Mujeres. Acababa de hablar por teléfono con Suzanne, y no había ido bien.
Después de que Fabel se declarara incapaz de darle una idea clara de cuándo regresaría a Hamburgo, se quedaron en silencio. Suzanne terminó la conversación diciéndole que ya hablarían cuando volviera, y luego colgó.
Miraba el televisor sin sonido sin darse cuenta de que las sonrientes bailarinas abandonaban el escenario con un paso lateral sincronizado y eran sustituidas por un hombre vestido con un barril a punto de soltar un monólogo cómico.
Fabel encendió la lámpara de su mesita y cogió el informe sobre Vera Reinartz, la chica a la que habían golpeado y violado la noche del carnaval de las Mujeres de 1999.
Había una foto de Vera en la que aparecía con un par de compañeros de la facultad de Medicina. Era una muchacha pequeña, con el pelo desvaído, pero guapa. Aparecía de pie, con aire vacilante, claramente incómoda de que le sacaran la foto. La segunda imagen había sido tomada un día soleado en un parque o jardín. Su vestido estival de color claro revelaba la forma de su cuerpo: delgado pero con una ligera forma de pera, un poco relleno alrededor de las caderas: exactamente igual que las víctimas del caníbal del carnaval. También ella tenía aspecto de ser alguien a quien no le gustaba ser el centro de atención.
Fabel repasó la declaración de Vera, los informes de los médicos y las frías fotos hospitalarias; la viveza de sus heridas y la crudeza de las abrasiones y cortes en la cara y el cuello, enfatizadas por una iluminación severa. Fabel no era capaz de reconocer la masa inflamada de carne magullada como la muchacha de las fotografías anteriores. Había imágenes de las heridas en su cuerpo, incluyendo mordiscos. Las marcas de mordiscos no son nada infrecuentes en los casos de violación, pero Fabel tuvo la sensación de que Scholz había descartado demasiado rápido el vínculo potencial con los asesinatos. Tansu Bakrac estaba haciendo claros esfuerzos por hacerse escuchar a la sombra del liderazgo pretendidamente relajado, pero claramente personalizado, de Scholz.
Fabel volvió a pensar en la ciudad desconocida que había al otro lado de la ventana de su hotel, con sus extrañas costumbres, su carnaval, sus bailarinas, sus payasos disfrazados. Y su asesino acechando a las mujeres en la única noche del año en que se suponía que estaban libres de la tiranía de los hombres. Y María, exponiéndose a un peligro mortal, merodeando por ahí a oscuras. Eso le hizo pensar en su cita, la que tenía para el día siguiente. La que debía ocultarle a Scholz.
Tansu había añadido mucha información de fondo sobre Vera Reinartz. La joven fue una estudiante brillante, más destacada que sus compañeros y destinada a una carrera importante en medicina. Tenía el tipo de intelecto que tendía a orientarse hacia la especialización o la investigación. Había tenido algún novio, pero el examen médico confirmó su declaración de que era virgen. «¿Dónde estás, Vera? —pensó Fabel mientras leía—. ¿Cómo has podido desaparecer?»
Fabel desayunó bien. Tomó muesli con fruta y yogur, un par de panecillos con Leberwurst y un huevo pasado por agua con zumo y café. Salió pronto del hotel pero no se dirigió al Präsidium de la policía. Era la primera oportunidad que tenía desde su llegada a Colonia: Scholz tenía que asistir a una reunión del comité de policía que duraría toda la mañana. Al principio, Fabel supuso que se trataba de una reunión de estrategia para plantear la tarea exhaustiva pero delicada de vigilar el carnaval de Colonia, y así se lo planteó a Scholz.
—Ya me gustaría —respondió éste con tristeza—. Es sobre nuestra carroza de Carnaval para el
Rosenmontag
. Están persiguiendo a mi jefe porque tanto la carroza como los disfraces llevan muchísimo retraso.
Fabel anduvo hacia el centro desde su hotel y subió las escaleras de la catedral encima de la Bahnhofvorplatz, la plaza principal que quedaba entre la catedral de Colonia y la estación central del tren. Delante tenía el centro comercial Collonaden, anexo a la estación. El sol de invierno cortaba como un cuchillo el aire frío, y un gentío abrigado con bufandas y guantes paseaba por la plaza. Era el corazón de la ciudad; lo había sido durante casi dos mil años, y los círculos concéntricos dibujados por las principales vías de Colonia salían de forma radial desde allí como las olas de un estanque. María estaba por ahí, en algún lugar, embarcada en alguna misión de venganza mal concebida. Estaba allí para encontrar a Vitrenko. Lo más probable era que lo hiciera y que él la matara.
Llevaba sólo diez minutos esperando cuando se le acercó un hombre alto de pelo canoso. Fabel advirtió que Ullrich Wagner iba vestido mucho más informal que la última vez que se vieron, en el despacho de Van Heiden de Hamburgo.
—Veo que ha recibido mi mensaje —dijo Fabel—. Me alegro de que haya podido venir.
—Después de lo que me dijo por teléfono el otro día, no podía permitirme no venir.
Wagner levantó la vista hacia la masa oscura de la catedral. Una de las torres estaba envuelta por un andamio que parecía frágil como un castillo de palillos en comparación con la solidez del campanario.
—Siempre hay algún andamio en una parte u otra; tardaron trescientos años en levantarla y parece que se va a tardar una eternidad en repararla. —Sonrió—. Debo decirle que esto es muy de Graham Greene… lo de encontrarnos en la catedral y tal.
—No quería citarle en el Präsidium. Estoy trabajando en ese caso del carnaval con Benni Scholz. Y no quería «confundir» las cosas. No tenía tiempo de ir hasta la sede del BKA, y como usted dijo que estaría en Colonia…
—No hay ningún problema. Por cierto, quería preguntarle si había tomado una decisión… Ya sabe, lo que me dijo por teléfono. ¿Es definitivo?
—Sí… —Fabel recordó que llamó a Wagner desde su despacho en Hamburgo inmediatamente después de haberse enterado por el doktor Minks de la ausencia de María.
—Tengo que decir que estoy de acuerdo en que tenemos que sacar de escena a Frau Klee. No sólo porque está volviendo a comprometer nuestra operación, sino por su propio bien. Pero debo serle franco, Herr Fabel…
—Llámame Jan… —La informalidad de Colonia parecía estar afectando a Fabel.
—Jan, creo que Frau Klee está acabada como agente de policía.
—Concentrémonos primero en salvarle la vida y luego ya veremos si podemos salvar su carrera profesional.
Fabel sólo había estado una vez en la catedral y, cuando Wagner y él cruzaron las puertas de acceso a la nave principal, recordó su sobrecogimento de la primera vez.
Debía de ser uno de los edificios más impresionantes jamás construido. El inmenso espacio abovedado que se abría ante ellos parecía demasiado enorme para sostenerse en la estructura del edificio. Por un instante, los dos hombres se quedaron en silencio mientras asimilaban la majestuosidad de la catedral y sus enormes vidrieras de colores. Cuando entraron, Fabel y Wagner pasaron ante un hombre más bien bajo y fortachón con el pelo denso, de color arena, y un bigote muy poblado. Parecía llevar varias capas de lana bajo su abrigo campestre y llevaba las gafas encima de la cabeza mientras miraba hacia arriba, frunciendo el ceño, observando uno de los paneles de los detallados vitrales. Con una mano sostenía un cuaderno grueso y un lápiz, y con la otra una guía de la ciudad.
—Discúlpenme… —se volvió y les habló en inglés cuando pasaron por delante—. ¿Podrían decirme…? Allí arriba hay un escudo, ¿lo ven?
—Probablemente representa a una de las ricas familias de mercaderes de Colonia —dijo Fabel.
—Eso es lo más extraño —contestó el hombre, perplejo pero sonriente—. Eso es claramente, con absoluta claridad, un rinoceronte… pero la guía dice que estos vitrales son de la Edad Media. Y pienso que en Alemania se desconocía la existencia de este tipo de animales en aquella época…
—¿Es usted español? —Fabel hablaba la lengua de su madre como un nativo y tenía buen oído para detectar los acentos extranjeros en inglés.
—Vivo en España, pero en realidad soy mexicano. Me llamo Paco —dijo el turista, con una ancha sonrisa—. Soy escritor, y estas cosas me interesan mucho. —Movió la cabeza, impresionado—. Esta ciudad es fascinante…
—Me temo que no tengo ni idea. Yo soy de Hamburgo.
—Tal vez fuera una familia que comerciara con África —intervino Wagner—. Colonia fue fundada como ciudad romana y tenía contactos con todo el Imperio; siempre ha sido un centro de intercambio con el resto de Europa y el mundo. Pero me temo que no puedo aclararle cuál es el significado del rinoceronte.
—Gracias, de todos modos —dijo el turista.
Cuando se disponían a marcharse, Wagner recapacitó.
—Oh, sí que puede tener un significado.
—¿Cuál?
—Hubo muchos símbolos, prestados de los tiempos paganos, que se utilizaron para representar los distintos aspectos de Cristo. En la Edad Media eran muy aficionados a los bestiarios y utilizaban los animales exóticos como símbolos de Cristo o de la resurrección. El mito fenicio del fénix, o el del pelícano, se utilizaron para representar la resurrección.
—¿Por qué el pelícano? —preguntó Fabel.
—En aquellos tiempos, se creía que los pelícanos abrían sus propios pechos para dar vida a sus crías.
—¿Y el rinoceronte? —preguntó el turista.
—El rinoceronte era un símbolo de la ira de Cristo. De la venganza justa.
—Muy interesante —dijo el mexicano—. Gracias.
Fabel y Wagner dejaron al turista todavía ensimismado con el vitral, moviendo la cabeza asombrado.
—Impresionante… —dijo Fabel con una sonrisa.
—Me eduqué en una familia muy católica —dijo Wagner, irónicamente—. Eso marca mucho.
Fabel y Wagner se sentaron en un banco cerca de donde se levantaba la inmensa vidriera, que teñía las lápidas del suelo de manchas rojas, verdes y azules.
—Alucinante, ¿no? —comentó Wagner—. ¿Sabías que la catedral de Colonia fue la estructura más alta levantada por el hombre hasta finales del siglo XIX? Luego la ganó la Torre Eiffel, creo. O el monumento a Washington.
Fabel asintió con la cabeza.
—Cuánta piedra. No me extraña que tardaran trescientos años en construirla.
—Éste no es un simple lugar de culto; es una declaración física, una enorme declaración. El Gran Dios y nosotros, tan pequeños.
—Deduzco que a pesar de tu educación católica, no eres la persona más religiosa del mundo, Ullrich.
—Después de haber leído el dossier Vitrenko es más fácil creer en el Diablo que en Dios.
—Me gustaría echarle una ojeada. ¿Sería posible?
Un guía de la catedral con hábito de monje, con una caja de limosnas y un dispensador de folletos atados a la cintura pasó junto a ellos. El monje se detuvo a pedirle a un turista americano que se quitara la gorra de béisbol.
—Este sigue siendo un lugar de culto —dijo el monje guía en inglés.
—Está estrictamente controlado —dijo Wagner cuando el americano y el guía ya no podían oírlos—. Tienes que firmar en un registro hasta para echarle un vistazo. Pero veré lo que puedo hacer, Jan. De todos modos, si te estás metiendo en el caso, tenemos que involucrarte profesionalmente. Con un policía de Hamburgo renegado entorpeciendo la operación ya hay bastante.
—Me parece justo. ¿Pudiste hacer las indagaciones que te pedí?
La expresión de Wagner sugería que no había sido un trabajo fácil.
—Hotel Linden de la Konrad-Adenauer-Ufer. Se registró hace tres semanas, el 19 de enero. Estuvo una semana y se marchó el día 26. Tú sabes que no he obtenido esta información por cauces estrictamente legales, ¿verdad?
—Serías un buen espía, Ullrich —dijo Fabel, sonriendo. Se acordó de que el Linden estaba en la lista de hoteles que él y Anna habían encontrado en el apartamento de María—. ¿Podría echar un vistazo al expediente Vitrenko esta misma noche?